Читать книгу Los guardianes del faro - Emma Stonex - Страница 10

Capítulo 1 Relevo

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Cuando Jory descorre las cortinas, ya es de día, un día gris, y en la radio suena una canción que le resulta vagamente familiar. Escucha las noticias, hablan del caso de una muchacha desaparecida mientras esperaba el autobús en un pueblo del norte, y da sorbos a una taza de té parduzco. La pobre madre está preocupadísima; bueno, debe de estarlo. Pelo corto, falda corta y ojos grandes, así se imagina a la niña, temblando de frío, y una parada de autobús vacía donde debería haber alguien, saludando, y el autobús se para y arranca, nadie se da cuenta, y el pavimento brilla bajo la lluvia negra.

El mar está tranquilo, con esa semejanza a un espejo que adopta después de un temporal. Jory descorre el pestillo de la ventana y el aire fresco es casi sólido, podría comerse, y las casitas de pescadores tintinean como un cubito de hielo en un vaso. Nada puede compararse al olor del mar, nada se le acerca: a salobre, a limpio, como el vinagre que se guarda en la nevera. No se oye ningún ruido. Jory conoce bien el mar fragoroso y el mar silencioso, el mar agitado y el mar en calma, el mar en el que la barca parece el último resquicio de humanidad a lomos de una ola tan resuelta y encolerizada que crees en lo que no crees, y también el mar entre el cielo y el infierno, o lo que sea que aguarda allá arriba y lo que sea que acecha en las profundidades. Un pescador le dijo una vez que el mar tiene dos caras. Y debes aceptarlas, le dijo, la buena y la mala, y no dar la espalda a ninguna.

Hoy, después de mucho tiempo, el mar está de su parte. Hoy es el día.


Es el responsable de decidir si el barco zarpa o no. Si el viento es favorable a las nueve, no significa que también lo sea a las diez, y lo que se encuentre en el puerto, pongamos que olas de metro y medio, serán de quince metros en la torre. Sea lo que sea lo que vea desde tierra firme, será diez veces peor alrededor del faro.

El nuevo tiene unos veinte años, el pelo rubio y lleva gafas gruesas. Las lentes hacen que sus ojos parezcan pequeños, inquietos; a Jory le recuerda a una bestezuela en una jaula con serrín. Está de pie, en el espigón, con unos pantalones de campana de pana, los bajos deshilachados y oscuros por el mar agitado. A primera hora de la mañana, el muelle está en calma, un hombre pasea a su perro y se descargan cajas de leche. Es la pausa glacial entre Navidad y Año Nuevo.

Jory y su tripulación cargan los bártulos del muchacho —cajas de cartón con comida y ropa para dos meses, carne fresca, fruta y leche de verdad (no en polvo), periódicos, una caja de té y Golden Virginia, tabaco de liar—; los aseguran con cabos y los tapan con una lona impermeabilizada. Los torreros del faro estarán contentos: han comido conservas de carne las últimas cuatro semanas y leído la portada del Mail del último día del relevo.

En el bajío, las aguas eructan algas y sorben y lamen los flancos del barco. El muchacho sube a bordo, con las zapatillas de lona empapadas, y se agarra a la borda como un ciego. Bajo un brazo lleva un fardo con sus pertenencias, bien atado con un cordel: libros, una grabadora de casetes y cintas; cualquier cosa para pasar el rato. Puede que sea estudiante: últimamente, el Tridente acepta a muchos. Seguro que compone canciones. Allá arriba, en la linterna, pensando que esto sí que es vida. Todos necesitan dedicarse a alguna actividad, en especial los que están en las torres: no puedes pasarte el día subiendo y bajando escaleras. Jory conoció hace años a un guarda que era un artesano tan hábil que construía barcos en botellas; pasaba los días creando auténticas bellezas. Pero, entonces, instalaron televisores y lo tiró todo al mar; se sentaba a ver la caja tonta en los ratos libres.

—¿Hace mucho que te dedicas a esto? —pregunta el muchacho, y Jory le dice que sí, que empezó antes de que él pisara este mundo—. No creía que fuéramos a lograrlo —añade—. Llevo esperando desde el martes. Me han instalado en una pensión del pueblo muy bonita, pero no tanto como para querer quedarme allí. Cada día, me asomaba y pensaba: ¿saldremos algún día? Joder, eso sí que es una tormenta de verdad. Aunque no sé cómo será ahí afuera. Me han dicho que no has visto una tormenta hasta que la ves desde el mar y parece que la torre vaya a derrumbarse contigo dentro y ser engullida por las aguas.

Los nuevos siempre tienen ganas de charlar. Son los nervios, piensa Jory, de cruzar temiendo que cambie el viento, desembarcar y conocer a los torreros del faro, si encajará con ellos y cómo será el que está al mando. Al muchacho todavía no lo han destinado aquí, quizá nunca lo hagan. Los auxiliares vienen y van, les toca un faro continental hoy y uno de roca mañana, se mueven de acá para allá por todo el país, como la bola de un pinball. Jory ha visto miles como él, se mueren de ganas de empezar, cautivados por el romanticismo, pero no es tan romántico como parece. Tres hombres solos, en un faro, en medio del mar. No tiene nada de especial, absolutamente nada; son tres hombres y mucha agua. Hay que estar hecho de una pasta especial para aguantar encerrado. La soledad. El aislamiento. La monotonía. No hay nada en kilómetros a la redonda excepto mar, mar y mar. Nada de amigos. Nada de mujeres. Solo los otros dos, día sí y día también, sin poder escapar de los otros dos… Te puede volver loco de remate.

Es normal esperar días para el relevo, incluso semanas. Una vez, un guarda se quedó atrapado en mitad del mar, por un relevo aplazado, cuatro meses.

—Te acostumbrarás —le dice al muchacho.

—Eso espero.

—Y no estarás ni la mitad de harto que el pobre diablo que se queda en tierra.

Apiñados en un corro en la popa, la tripulación del relevo observa con desánimo el mar; fuman, empapando con los dedos los cigarrillos, y hablan entre gruñidos. Podrían estar pintados con trazos gruesos, al óleo, en un paisaje de mar adusto.

—¿A qué esperamos? —grita uno de ellos—. ¿Qué quieres, que cambie el mar antes de salir o qué?

El ingeniero también está en el corro; va a arreglar la radio. Normalmente, en el día del relevo, habrían contactado por radio con el faro cinco veces, pero la tormenta ha cortado la transmisión.

Jory cubre las últimas cajas, enciende el motor y se alejan, con el barco meciéndose y cabeceando como un juguete en la bañera sobre las ondas del agua. Una bandada de gaviotas se pelea entre sí sobre una roca moteada de conchas de berberechos; una barca pesquera azul se dirige, apacible, hacia la costa. A medida que dejan atrás tierra firme, el agua se encrespa, las olas verdosas estallan y las crestas se deshacen en espuma. Más allá, los colores se entremezclan con tonos oscuros, el mar se vuelve ocre y el cielo, de un color gris pizarra que no presagia nada bueno. El agua embiste y chapotea contra la proa, se alzan lenguas de espuma que se diluyen. Jory mastica un cigarrillo liado a mano que se ha quedado plano de llevarlo en el bolsillo pero que todavía se puede fumar, con la vista en el horizonte y el humo arremolinándosele en la boca. Le duelen las orejas del frío. En el vasto cielo gris, un ave blanca vuela en círculos.

Entre la neblina se distingue a la Doncella, una aguja solitaria, majestuosa, remota. A quince millas de distancia. Los fareros prefieren, ya lo sabe, no estar tan cerca de tierra y no verla desde el asentamiento, para que no te recuerde a casa.

El muchacho está sentado de espaldas. «Qué mala manera de empezar —piensa Jory—, dar la espalda al lugar al que te diriges». Está preocupado por un arañazo en el pulgar. Tiene la expresión apocada y mareada del inexperto. Pero todo marinero debe encontrar su norte.

—¿Has estado ya en un faro, hijo?

—Estuve en el de Trevose. Y luego en el de la punta, en St. Catherine.

—Pero nunca en una torre.

—No, nunca en una torre.

—Hay que tener estómago —dice Jory—. Y debes saber llevarte bien con cualquiera, sea como sea.

—Ah, no tengo ningún problema con eso.

—Pues claro que no. Tu encargado es de los buenos, y eso marca la diferencia.

—¿Y qué hay de los demás?

—Me dijeron que había que vigilar al auxiliar. Pero es más o menos de tu edad; seguro que os llevaréis bien.

—¿Qué pasa con él?

Jory sonríe al ver la expresión del chico.

—No pongas esa cara, muchacho. Corren muchas historias sobre el servicio, pero no todas son ciertas.

El mar se agita y se revuelve bajo el bote, se ondula, oscuro, lo embiste y se arroja contra él; la brisa avanza en dirección contraria, rozando la superficie del agua, la granula y la esparce por doquier. Un golpe contra la proa provoca un surtidor y las olas toman cuerpo; surgen, en secreto, de una mayor profundidad. Cuando Jory era niño y navegaban de Lymington a Yarmouth se asomaba por la barandilla de cubierta y se maravillaba de lo que hacía el mar, poco a poco, sin que uno se diera cuenta de cómo el bajío descendía y la costa se perdía de vista, donde podías caer a treinta metros de profundidad. Había agujas y peces de formas extrañas, hinchados, brillantes, con tentáculos suaves y ojos como canicas empañadas.

El faro se va acercando; una línea se convierte en un palo, un palo se transforma en un dedo.

—Ahí está. La Roca de la Doncella.

A esa distancia ven el mar manchando la base, las cicatrices de una intemperie violenta acumuladas tras años de reinado. Y aunque ha estado ahí miles de veces, acercarse a la reina de los faros despierta en Jory un sentimiento peculiar: se siente reconvenido, insignificante, quizá algo asustado. La Doncella, una columna de cincuenta metros de colosal ingeniería victoriana, se recorta, imponente y magnífica, sobre el horizonte, como un bastión estoico de la seguridad de los navegantes.

—Fue de las primeras —dice Jory—. En 1893. Se desmoronó dos veces antes de que pudieran prenderle la mecha. Se dice que, cuando el tiempo es inclemente, profiere un grito donde el viento penetra por las rocas, como una mujer que llora.

Los detalles emergen entre la bruma gris: las ventanas del faro, el aro de hormigón de la plataforma, el estrecho camino de peldaños de hierro que conduce a la puerta de acceso y las escalerillas.

—¿Nos ven?

—A esta distancia, sí.

Sin embargo, en cuanto lo dice, Jory busca la silueta del guarda encargado que espera ver en la plataforma, con el uniforme azul marino y la gorra de plato blanca, o con traje ordinario, dando la bienvenida con un gesto. No ve a nadie. Estarán vigilando las aguas desde el amanecer.

Observa con cautela el agua bulliciosa que rodea la base del faro para decidir cuál es la mejor forma de acercarse, si llevando el barco hacia delante o hacia atrás, si echando el ancla o dejándolo libre. El agua helada se derrama sobre una maraña de rocas; cuando el mar sube, las rocas desaparecen; cuando retrocede, emergen como muelas negras y refulgentes. De todas las torres, la del Obispo, el Lobo y la Doncella son las más difíciles en las que atracar; y, si tuviera que elegir, diría que la Doncella les da cien vueltas a las demás. Entre los marineros corre la leyenda que se erigió sobre las fauces de un monstruo marino fosilizado. Durante su construcción, murió gente, y el arrecife ha quitado la vida a muchos navegantes extraviados. A la Doncella no le gustan los desconocidos; no recibe a nadie con los brazos abiertos.

Sin embargo, sigue esperando ver a algún guardia. El muchacho no podrá llegar, a menos que alguien lo espere en la zona de desembarque. En esos momentos, con el vaivén del mar, el barco se alza tres metros y cae otros tres al cabo de un segundo, y, si no estuviese atento, se rompería la cuerda y el muchacho acabaría en las gélidas aguas. Tiene bemoles, pero esto pasa en todas las torres. Para un hombre de tierra, el mar es constante, pero Jory sabe que no es constante: es voluble, impredecible y te atrapa si te descuidas.

—¿Dónde están?

Casi no oye a su oficial de cubierta gritar para hacerse oír por encima del rugido del agua.

Jory les indica con un gesto que irán por el otro lado. El muchacho está pálido. El ingeniero también. Jory debería tranquilizarlos, pero él tampoco se siente seguro. En los años que hace que viene a la Doncella, nunca ha tenido que rodearla hasta la parte de atrás de la torre.

La torre, en toda su envergadura, se alza ante ellos, granito puro. Jory estira el cuello para atisbar la puerta de entrada, situada a una veintena de metros sobre el agua, hecha de bronce de cañón sólido, cerrada a cal y canto.

La tripulación empieza a gritar, llama a los guardas y profiere silbidos agudos. En las alturas, la torre se estrecha hacia el cielo, y el cielo, a su vez, observa desde la cúspide el pequeño navío, empujado de acá para allá, confundido. El ave que ha seguido su trayecto no se aleja. Sigue haciendo círculos, una y otra vez, chillando un mensaje que no comprenden. El muchacho se asoma por la borda y entrega su desayuno al mar.

Suben y bajan, esperan y esperan.

Jory alza la cabeza hacia la torre, que descuella por encima de su sombra, y lo único que oye son las olas, su entrechocar y la creación de espuma, el chapoteo y el engullir de las rocas, y tan solo piensa en la niña desaparecida de la que hablaban esa mañana en la radio, y en la parada de autobús, la parada de autobús vacía, y en la incesante lluvia torrencial.

Los guardianes del faro

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