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Capítulo 9 Jenny

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Habría ido a buscarte, pero el coche tiene una rueda pinchada. Estoy esperando a que venga mi cuñado y me la cambie. No se me dan bien los coches. Bill se ocupaba de todas esas cosas. Pero, como ahora no está, supongo que tengo suerte de que Carol y Ron vivan cerca. No sé qué haría sin ellos. No estoy segura de que pudiera con todo.

Será mejor que entres. Encenderé la luz. Trato de no tener muchas encendidas para que no suba la factura. El Tridente nos asignó una pensión, pero vuela enseguida. No he podido trabajar, así que no tengo otros ingresos. De todas formas, no he trabajado nunca; me ocupaba de cuidar a la familia cuando Bill estaba de servicio, así que qué iba a hacer yo ahora. No sabría ni por dónde empezar. No sé ni qué se me daría bien.

Adelante, venga, dime, qué quieres saber. No tengo mucho tiempo, luego va a venir un técnico a repararme el televisor. Estaría perdida sin la tele. La tengo encendida todo el día, me hace mucha compañía. Cuando está apagada, me siento sola. Lo que más me gustan son los concursos, que los graban en platós que brillan que da gusto. Me encanta Fortuna familiar, con todas esas lucecitas y los premios, es muy colorido, y eso me gusta. Normalmente, dejo la tele encendida cuando me voy a la cama, para que esté igual al levantarme; así hay alguien a quien dar los buenos días. Me ayuda a distraerme. Las noches son peores, porque me cuesta dejar de pensar.

Es un asunto muy siniestro para escribir sobre él. Para empezar, ya es malo que sucediera como para que encima tengas que escribir un libro sobre el tema. En cualquier caso, no entiendo por qué alguien querría leer sobre desgracias. Suficientes hay ya en el mundo. ¿Por qué no se escriben más historias sobre cosas agradables? Pregúntaselo a tus editores.

Supongo que querrás algo de beber, ¿verdad? Tengo café, no me queda té. No he podido ir a la tienda por culpa del coche y no me gusta caminar. Igualmente, yo tampoco tomo. ¿Ni siquiera un vaso de agua? ¿Seguro? Como prefieras.

Esa es una foto de toda la familia en el cabo Dungeness. Mi nieto tiene cinco años y los gemelos, dos. Todos son de Hannah. No quería tenerlos tan pronto, pero así es como vinieron. Hannah es mi hija mayor. Luego tuve a Julia, que ahora tiene veintidós y, luego, a Mark, que tiene veinte. Tuve a mis hijas muy separadas porque tardé en quedarme embarazada, ya que Bill estaba siempre fuera. Ah, no, no creo que sea demasiado joven para ser abuela. Me siento mayor. Mayor de lo que soy. Pongo buena cara porque no querrán venir y ver a su abuela triste a todas horas, pero es un gran esfuerzo. Sobre todo, el día del cumpleaños de Bill o de nuestro aniversario, cuando lo único que me apetece es quedarme en la cama y no quiero levantarme ni siquiera para abrir la puerta. Me da igual seguir adelante o no. No le veo el sentido. Nunca lo superaré, nunca.

¿Estás casado? No, no lo habría dicho. Ya he oído que los escritores sois así. Os tiene tan absorbidos el mundo que tenéis en la cabeza que no os centráis en lo que hay fuera de ella.

Nunca he leído un libro tuyo, así que no sé cómo escribes. Echaron una historia tuya por la tele, ¿no? La proa de Neptuno. Esa sí que la vi. La dieron por la BBC antes de Navidad. Estaba bien. Era tuya, ¿no? Bien, bien.

No entiendo por qué te interesa nuestra historia. No tienes ni idea de faros ni de las personas que los velan ni nada. A mucha gente le fascina lo que pasó, pero no por eso sienten la necesidad de convertirlo en un entretenimiento. No lo vas a resolver, por mucho que lo creas.

Bill era mi amor desde pequeña, y yo el suyo. Estamos juntos desde los dieciséis. No había estado con otro hombre antes, ni tampoco después. En lo que a mí respecta, seguimos casados. Incluso hoy; si no me decido sobre algo, como cuántos palitos de pescado debería comprar en el supermercado cuando vienen mis nietos a cenar, me pregunto qué me diría Bill. Eso me ayuda a decidir.

Nunca he entendido a las mujeres que se pelean con sus maridos. Se quejan a la mínima y los ponen por los suelos ante cualquiera. Por cosas como que el marido deja la ropa sucia en el suelo o que no ha lavado bien los platos. No dejan de machacarlos y no se paran a pensar en la suerte que tienen de poder estar con sus maridos cada noche y no echarlos de menos. Como si la ropa y los platos y esas cosas importaran. La vida no se trata de eso. Si no eres capaz de pasar por alto esas cosillas, te has equivocado en la vida. No deberías haberte casado. Con nadie.

¿Qué puedo decirte de Bill? Para empezar, que no les tenía mucho aprecio a los que metían las narices en nuestros asuntos. Pero eso a ti no te ayuda mucho, ¿verdad?

El destino de Bill fueron los faros. Su madre murió cuando era un bebé; una tragedia, murió dándolo a luz, de modo que creció con su padre y sus hermanos. Su padre era farero, igual que su abuelo y su bisabuelo. Cuando empezó, Bill era el más joven de los tres chicos que entraron. No tenía alternativa. Estaba resentido, sí. En el fondo, creo que habría querido dedicarse a otra cosa, pero no tuvo la oportunidad y nadie le preguntó. No tenía voz ni voto en esa familia.

Siempre trataba de contentar a los demás. Me decía: «Jen, solo quiero una vida fácil», y yo le decía que para eso estaba yo, para hacerle la vida fácil. Ni él ni yo habíamos tenido una infancia feliz y eso es lo que nos unió al principio. Entendía a Bill y él me entendía a mí. No necesitábamos darnos explicaciones. Hay comodidades que la gente da por sentadas, como un ambiente agradable en casa y un plato caliente en la mesa, pero no lo son. Nosotros queríamos ser buenos padres de nuestros hijos. Hacer las cosas bien.

Al principio, tuvimos suerte. Lo destinaron a estaciones en tierra firme, donde podíamos vivir todos juntos, o en peñascos en los que te proporcionaban la casa. Cuando conocí a Bill, le dije, de buenas a primeras: «No me gusta estar sola, me gusta estar con alguien, y si quieres convertirte en mi marido, así tendrán que ser las cosas». Al principio, los estacionamientos nos iban bien, pero sabía que tarde o temprano nos tocaría un faro de mar adentro. Me aterraba ese día. Tendría que pasar mucho tiempo sola y criar a los niños como una madre soltera. Normalmente, son los hombres sin familia los que quieren que los destinen a un faro mar adentro, como Vince, el auxiliar, que no tenía que cuidar a nadie y no le importaba dónde lo estacionaran. Pero a nosotros sí que nos importaba. Me dio tanta rabia; no queríamos esa torre espantosa, pero nos la asignaron de todos modos… Y mira qué pasó.

La Doncella es la peor de todas; está muy lejos y es horrible y amenazadora. Bill decía que estaba oscura y abarrotada por dentro y que no le daba buena espina. «Mala, mala espina», así lo decía él. Como comprenderás, ahora le doy vueltas. Ojalá le hubiera preguntado a qué se refería, pero solía cambiar de tema para no disgustarlo. Tampoco quería que pensara en la torre cuando estaba en tierra firme. La torre ya me lo arrebataba lo suficiente. Teníamos que esperar tantísimo tiempo para volver a verlo que, cuando estaba aquí, quería que estuviera en cuerpo y mente.

Las noches previas a la vuelta de Bill al faro eran las peores. Me ponía mala solo de pensar que se iría en cuanto pisara tierra firme, y eso era como echarlo a perder, porque no disfrutaba de estar con él en casa como debería haberlo hecho. Me preocupaba demasiado porque volvería a irse. Siempre pasábamos esas noches previas de la misma manera. Nos acomodábamos en el sofá y veíamos Adivina, adivinanza u otro concurso para los que no hay que pensar mucho. A Bill le entraban «los canales» antes de irse; así llamaba él a esa sensación, una mezcla de nervios y tristeza, así la describía. Decía que venía de la época en la que los marineros regresaban a sus barcos tras pasar una temporada en casa y tardaban unos días en sentirse mejor por haberse ido y hasta entonces echaban de menos su vida y tenían que adaptarse. A Bill le ocurría eso incluso antes de irse de casa. Era la anticipación, casi igual de mala. Miraba por la ventana y veía a la Doncella esperándolo allí, a lo lejos, y, al oscurecer, la veía iluminada, como si le dijera: «¡Ajá! Creías que me había olvidado de ti, pero no». Para nosotros era todavía peor poder verla. Habría sido mejor vivir en un sitio desde donde no la viéramos.

Observábamos el tiempo por si el relevo se retrasaba, esperando a medias que se retrasara y a medias que no, porque eso haría más larga la espera. Le preparaba su cena favorita: pastel de carne y brazo de gitano con helado de postre en una bandeja, para que la tomara sobre las piernas, pero no comía mucho; ya le habían entrado los canales.

Yo tenía un calendario en el que tachaba los días que faltaban para que volviera. Los niños me mantenían ocupada. Cuando Hannah era un bebé, vivíamos juntos en la estación en tierra firme, pero con los otros dos, ya no. Estacionaron a Bill en la torre cuando Julia tenía meses, así que me quedé sola con una niña de cinco años y una recién nacida con cólicos. Fue muy duro. Me enfadaba mucho cuando veía a la Doncella. Tan orgullosa, ella. No era justo que tuviera a Bill para ella sola y yo no, cuando yo lo necesitaba más.

A Hannah le gustaba que su padre fuera farero porque eso la hacía destacar; los padres de sus amigos eran carteros o tenderos. Que no es que sea malo, al contrario, pero son trabajos comunes, ¿no crees? Hannah dice que se acuerda de él, pero lo dudo. Creo que, al principio, los recuerdos son vívidos y, luego, ejercen mucha influencia sobre ti el resto de tu vida. Pero no siempre puedes fiarte de ellos.

Cuando Bill estaba de permiso, le preparaba su comida favorita y unos bombones especiales. Era como un ritual. No quería que nada fuera distinto. Quería que Bill supiera qué debía esperar al llegar a casa y qué le esperaba. Cómo lo esperaba. Son los detalles lo que mantienen vivo el matrimonio; detalles que no requieren mucho esfuerzo y demuestran a la otra persona que la quieres y no pides nada a cambio.

No tengo ni idea de qué le ocurrió a mi marido. Si se hubiesen dejado la puerta abierta o se hubieran llevado el bote o no hubieran encontrado los chubasqueros y las botas de agua, quizás habría creído que el mar se lo llevó. Pero el bote estaba en la torre, igual que los suestes, y la puerta estaba atrancada por dentro. Piénsalo. Una puerta maciza de bronce de cañón no se cierra sola, así como así. Y si le añades lo de los relojes y la mesa preparada… No cuadra nada, eso es lo que pasa.

El día anterior, el 29, Bill estaba a cargo del radiotransmisor. Dijo que la tormenta se estaba alejando. Que estarían listos para el relevo del sábado.

La Corporación del Tridente tiene una grabación de esa radiotransmisión, aunque me apuesto lo que sea a que no van a dejar ni que la huelas. Los del Tridente son muy reservados y no les gusta hablar de lo que pasó; para ellos, es evidente que es una vergüenza. Pero Bill les dijo: «Pues mañana», que mandaran el bote de Jory por la mañana. Y le respondieron: «De acuerdo, Bill, mañana te lo mandamos». Que sí, que sé de sobra lo que piensa Helen: que se levantó una ola tan grande que se los llevó. Y no me sorprende, porque nunca tuvo mucha imaginación. Pero se equivoca.

Nunca me olvidaré de la voz de Bill por la radio. De lo que dijo y de cómo lo dijo. Esa voz sonaba como la de mi marido. Lo único raro fue que esperó más de lo normal con el transmisor encendido cuando ya se había despedido. Como en la tele, cuando la transmisión se corta un segundo y la imagen avanza. Pues algo así.

Soy una persona dada a los «¿y si…?». Digo yo, ¿y si el mar no estaba agitado el día que desaparecieron? ¿Y si se llevaron a Bill? No sé qué o quién pudo hacerlo, ni siquiera quiero decir qué pudo ser. Todo lo que pudo haber sucedido… Lo que ocurrió, cómo debió de sentirse, quién había allí, si fue uno de ellos… No ha pasado un día sin que piense en ello, pero siempre vuelvo a lo mismo. Parece una locura cuando lo digo en voz alta. Pero es lo que creo. La torre de un faro, abandonada de la mano de Dios, es como una oveja descarriada. Una presa fácil.

Pareces alguien a quien le traen sin cuidado estas cosas. Me da igual. Lo único que te voy a decir es que, si pierdes a la persona que lo significa todo para ti, ya me dirás si algún día te resulta fácil decir: «Ya está, se acabó, se ha ido». Todavía oigo la voz de mi marido, ¿sabes? Aún la oigo, hoy mismo, más clara que el agua. Cuando tiendo la ropa, oigo que Bill me llama desde la casa, como lo haría si estuviera en la parte de atrás, arreglando la cadena de la bici, y me preguntara si me apetece un café.

Sé que es imposible. No vivimos en la misma casa. Nos mudamos a una nueva, Bill no sabría dónde estoy. De todas formas, no nos podíamos quedar en aquellas viviendas: son para las familias de los torreros, no para las familias de los torreros desaparecidos. Da lo mismo, fue como admitir que Bill no iba a volver. Me pongo triste solo de pensar que se presenta en nuestra casa y descubre que no estoy. Pero alguno de los conserjes de las casitas de la Doncella me lo diría. Y estas cosas se te pasan por la cabeza.

Pero a Helen no le gusta imaginar. Es demasiado fría y práctica. Por eso, cuando hablas con ella, no te cuenta la verdad. Ni siquiera creo que sepa qué significa esa palabra. Desde que la conozco, lo único que se le ha dado bien es mentir. Me escribe cartas y me manda postales de Navidad, pero más valdría que no se molestara. Nunca las leo. Me gustaría no volver a saber nada de ella.

Cualquiera pensaría que querría hacer una amiga, y más teniendo en cuenta la vida que llevaba antes. Pero Helen nunca hablaba de eso. Como vivíamos una al lado de la otra, podríamos habernos hecho íntimas; es lo que hacen las esposas de los guardas encargados: cuidar de las familias y manejar el cotarro cuando los hombres no están. Si nosotras nos llevábamos bien en las casitas, ellos se llevaban bien en la torre. Es la norma que regía en el servicio en los faros.

Pero Helen, no. Ella se creía especial. Yo diría que hasta se creía demasiado importante, con sus pañuelos caros y sus joyas elegantes. Creo que, si tuviera todo el dinero del mundo para gastármelo en mí misma, seguiría siendo sencilla, porque la belleza forma parte de la personalidad, ¿verdad? Nunca me he sentido guapa.

Con otra vida, no habríamos tenido ninguna relación. Lamento que nuestros caminos se cruzasen.

No creer en nada le va a traer mala suerte a Helen. Sin la fe, yo me habría quitado de en medio hace mucho tiempo. Todavía me lo planteo a veces, pero luego pienso en los niños y no soy capaz. Si supiera que, de ese modo, me encontraría con Bill, entonces quizá. Quizá. Pero todavía no. Necesito que la luz siga brillando.

Una vez, los de la Corporación del Tridente me insinuaron que Bill lo había hecho a propósito. Que se había embarcado en un barco francés para empezar una nueva vida. Y verás, no soy una persona violenta, pero poco me faltó para montar un numerito. Bill nunca me haría algo así. Nunca me habría abandonado.

Ay, cierto, llaman a la puerta. Es el técnico de la televisión.

¿Has terminado? Si no, tendrás que volver otro día. No puedo dejar que te quedes; me pone nerviosa atender dos cosas a la vez, tengo que prestar atención al técnico. Espero que me la pueda arreglar; esta noche dan Bailando con las estrellas. Detesto no verla bien.

Los guardianes del faro

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