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Capítulo 3 Nueve plantas
ОглавлениеEl amerizaje dura horas. Una docena de hombres suben por las escalerillas con el sabor de la sal y el miedo en la lengua, las orejas en carne viva y las manos ensangrentadas y frías.
Cuando llegan a la puerta, descubren que está cerrada por dentro. Una lámina de acero, construida para resistir los envites del mar y los vientos huracanados: deben romperla con músculos y trancas.
Al rato, uno de los hombres, con la cara pálida, empieza a temblar con violencia, en parte por la extenuación y, en parte, por el desasosiego que lo corroe desde que el bote de Jory Martin volvió sin haber encontrado a nadie y la Corporación del Tridente les dijo: «Id».
Tres hombres entran en la torre. Dentro está a oscuras y perciben el olor a humedad y humanidad característico de las estaciones marítimas con ventanas cerradas. No hay mucho que ver en el almacén: bultos enmascarados por la penumbra, bobinas de cuerda, un salvavidas y un bote suspendido bocabajo. Todo está intacto.
Los chubasqueros de los guardas cuelgan entre las sombras, como peces de un gancho. Gritan sus nombres a través de la portezuela del techo, voces que suben en espiral por las escaleras:
—¡Arthur!
—¡Bill!
—¡Vincent!
—Vince, ¿estás ahí?
—¿Bill?
Es sobrecogedor cómo sus voces vibrantes cortan el silencio, un silencio robusto, indecentemente ensordecedor. Los hombres no reciben respuesta. El Tridente ha dicho que era una misión de búsqueda y rescate, pero en realidad es una batida para recuperar cadáveres. No creen que los guardas sigan con vida. La puerta estaba cerrada por dentro. Están aquí, en algún lugar de la torre, en el interior.
«Traedlos con discreción —les han dicho en el Tridente—. Hacedlo con sigilo. Encontrad a un barquero que no le dé a la lengua; no arméis un alboroto, ni montéis una escena: nadie tiene que saberlo. Y aseguraos de que el faro está bien, por Dios, que alguien se asegure de ello».
Tres hombres suben, uno tras otro. Las paredes de la siguiente planta están repletas de detonadores y cargas para el cañón de niebla. No hay indicios de forcejeo. Todos los hombres piensan en su casa, en su esposa, en sus hijos, si los tienen, en el calor del hogar y en una mano en la espalda. «¿Un día duro, cariño?». La torre no conoce familias. Solo a tres guardas, tres guardas que están aquí, en algún lugar, muertos. ¿Dónde encontrarán los cuerpos? ¿Y en qué estado?
Suben a la tercera planta, donde se guardan los tanques de parafina, y luego a la cuarta, donde se almacena el aceite del quemador. Uno de los hombres vuelve a llamarlos, más para guarecerse del silencio inquietante que para otra cosa. Nada indica que se hayan dado a la fuga, que hayan huido, nada sugiere que los guardas hayan ido a ningún sitio.
Desde los depósitos de aceite, suben las escaleras, un caracol de hierro colado que recorre la pared interior hasta la cima, donde se encuentra la linterna. El pasamanos brilla. Los torreros de faros son de una casta singular, están obsesionados con los entresijos de la labor doméstica, con pulir, ordenar y sacar brillo; un faro es el lugar más limpio que puedas imaginar. Los hombres examinan el latón en busca de huellas y no encuentran nada: los guardas nunca tocan la barandilla por diligencia. Aunque si alguno se hubiera marchado con prisas, si alguno hubiese caído o se hubiese agarrado, si alguno hubiese olvidado las formas por algo terrible… Pero no hay nada fuera de lo común.
Las pisadas de los hombres resuenan como tambores que anuncian la muerte, obstinados y graves. Todos anhelan la seguridad del remolcador y la promesa de volver a tierra firme.
Entran en la cocina. Tres metros y medio de ancho y un tubo de pesas que la atraviesa por el centro. Hay tres armarios clavados a la pared, y, en el interior, latas de comida apiladas con precisión: judías en salsa de tomate, habichuelas, arroz, sopa, pastillas de caldo, fiambre de cerdo, carne en conserva y pepinillos en vinagre. En la encimera hay un bote de salchichas de Frankfurt sin abrir, bien pegadas, como tejido en un laboratorio. Junto a la ventana hay un fregadero —el grifo rojo, para el agua de lluvia; el grifo plateado, para el agua potable—, y un bol para lavar de lado, para secarse. Una cebolla marchita está abandonada en la cavidad entre la pared interna y la externa, en el estante que los guardas usan de despensa. Sobre el fregadero cuelga otro armario con puertas de espejo que hace de baño: dentro hay cepillos de dientes, peines, un bote de champú Old Spice y otro de loción para el afeitado Tabac. Al lado, hay un aparador con cubertería, platos, tazas y vasos, todo organizado y guardado con el habitual cuidado. El reloj de la pared está detenido a las nueve menos cuarto.
—¿Y esto? —dice el hombre del bigote.
La mesa está puesta para una comida que no se ha tomado. Para dos comensales, no para tres, con tenedores, cuchillos y platos que esperan su contenido. Dos tazas vacías. Sal y pimienta. Un bote de mostaza y un cenicero limpio. La encimera es de formica, describe una media luna, y se ajusta al tubo de pesas; hay un banco debajo y dos sillas, a una se le sale la espuma del asiento y la otra está torcida, como si la persona se hubiera levantado con prisas.
Otro hombre, que se peina para disimular la calvicie, inspecciona la cocina de hierro fundido Rayburn, por si hubiera algo calentándose, pero está fría, y no hay nada. Al otro lado de la ventana oyen el mar susurrar abajo, entre las rocas.
—No tengo ni idea —contesta, y no es una respuesta, sino la admisión de una ignorancia general y aterradora.
Los hombres clavan los ojos en el techo.
La cuestión es que no hay lugar donde esconderse en un faro. En todas las estancias, desde la planta baja hasta arriba, hay dos pasos al tubo de pesas y dos más al otro lado.
Suben al dormitorio. Hay tres literas que siguen la curva de la pared, con la cortina descorrida. Las camas están hechas de forma impecable, las sábanas lisas y estiradas, con almohadas y mantas de color beige que pican. Encima, dos literas más para visitantes y la escalerilla para subir. Bajo las escalerillas hay un espacio hueco de almacenamiento con la cortina echada. El hombre calvo la retira, aguantando la respiración, pero solo descubre una chaqueta de piel de vaca y dos camisas colgadas.
Han subido siete plantas y están a unos treinta metros por encima del nivel del mar. En el salón, hay un televisor y tres sillones desgastados. En el suelo, junto al más grande, que suponen que es el del guarda encargado, hay una taza con un poco de té frío. Tras el tubo está la salida de humos que proviene de la planta inferior. Quizá el encargado baje ahora, quizá ha estado limpiando el capillo de la linterna. Los otros dos también estarán allí, en el balcón. Sentirán no haberlos oído.
El reloj de pared muestra la misma hora en que se ha detenido el tiempo: nueve menos cuarto.
Al trasponer las puertas dobles se llega al cuarto de vigía, en la octava planta. Lo lógico sería que los cuerpos de los tres hombres estuvieran aquí; la cavidad habría impedido que se extendiera el olor. Sin embargo, como empiezan a sospechar, no hay absolutamente nada. Se les acaba la torre. Solo queda la linterna. Nueve plantas, y las nueve, desiertas. En la cúspide espera la linterna de la Doncella, un quemador con capillos de gas enorme, revestido de lentes tan frágiles como las alas de un pájaro.
—Se acabó. Han desaparecido.
Las nubes aterciopeladas avanzan por el horizonte. La brisa sopla más fuerte, cambia de dirección y levanta crestas blancas en las olas. Es como si los guardas nunca hubieran estado aquí. Eso o como si hubieran subido a la cúspide y se hubieran marchado volando.