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Capítulo 10 Helen

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Cada verano iba de peregrinación, el día de su cumpleaños o por esas fechas. Le dejaba la perra a una amiga y subía al tren hasta la siguiente estación, a media hora de la costa, y el resto del trayecto lo hacía en taxi. Las cosas no habían cambiado demasiado, nada era distinto. Aunque la vida continuaba a su ritmo en la superficie, por debajo la tierra se movía despacio. Las olas seguirían rompiendo en la orilla, hasta el fin de los siglos, pacientes; las hojas de las hayas surcaban el aire como empujadas por un abanico oriental.

Helen enfiló la calle principal. Los mosquitos flotaban como nubes temblorosas y un olor a perifollo, maduro y caliente, venía del seto denso. Las sombras cálidas se alargaban por el camino; las ramas negras de los árboles cortaban un sol anaranjado. Rebasó el cartel del cementerio de Mortehaven. Lápidas derruidas rompían filas y descendían hacia el borde del promontorio, y, tras él, se divisaba el mar, lejano y vasto, con un resplandor como una oda al azul.

No había una tumba. Solo un banco, en el cabo, con una inscripción que rezaba:

arthur black, william walker, vincent bourne

maridos, padres, hermanos, hijos –

queridos, todos

«rayos resplandecientes de la misericordia del padre

que brillan en su faro por siempre jamás».

¡Cuántas veces había oído a Arthur cantar esa saloma de marineros! Sentado en el borde de la bañera, la cantinela ondulaba en el vapor; la tarareaba en el lavabo, al lavarse la cara, o en la cocina, mientras asaba lonchas de tocino o cortaba rebanadas de pan. «Deja que sigan ardiendo las luces, mándanos un haz entre las olas». Llegaba a casa oliendo a algas y se sentaba en su sillón a comer patatas fritas impregnadas de vinagre sobre un bol de papel grasiento, con esas manazas que tenía, agrietadas como jarrones de terracota, con una suerte de halo alrededor de las uñas. Arthur atrapaba el pescado con las manos desnudas, ¿o no? Tenía algo de magia: magia marina, en parte humana, en parte piélago. Helen no tuvo claro desde el principio si casarse con él. Hasta que Arthur la llevó a dar una vuelta en barca. Entonces, lo supo. Arthur era diferente en el mar. Era difícil de explicar. Pero su personalidad cobraba sentido.

Un poste terminado en un dedo señalaba la dirección del complejo residencial del faro; el camino serpenteante se estrechaba, invadido por la vegetación, y desbordaba sus lindes un revoltijo de prímulas y ortigas. Más adelante, tras una cuesta, aparecía la Roca de la Doncella.

La torre refulgía sobre un mar cobalto, una línea tan nítida como una raya de rotulador. Quizá un puñado de entusiastas de los faros vengan aquí en verano, pensó Helen; llegaban hasta este punto, con las piernas llenas de rasguños por el endrino y la violeta de monte, y admiraban el faro desde la lejanía, una veta plateada en un espejo plateado, antes de volverse, cansados y sedientos, con ganas de una bebida fría, y sin la necesidad de volver a pensar en la Doncella.

En la claridad moteada del sendero, la señal sobre una verja de metal rezaba: faro de la roca de la doncella: solo acceso privado.

Ahora eran casas de alquiler vacacional y solo podían acceder los inquilinos. El camino era demasiado estrecho y retorcido, incluso para los camiones de la basura, así que había contenedores de plástico apiñados junto a la verja con números pintados en blanco.

Aquí Helen esperaba verlo, cada año, venir a su encuentro. Quizá alguien lo acompañara y serían dos siluetas; alzaría la mano y ella haría lo propio, les devolvería el saludo. Tenía que mantener la esperanza de que eso ocurría: que las personas que comparten un mismo lugar al final encuentran la forma de reunirse.

Los guardianes del faro

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