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Capítulo 11 Arthur Barcos y estrellas

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El momento del día en que pienso más en ti es a la salida del sol. Justo en el instante previo, uno o dos minutos antes, cuando la noche da la bienvenida a la mañana y el mar empieza a separarse del cielo. Día tras día, el sol regresa. No sé por qué. He custodiado mi luz, encendida en la oscuridad, y la mantendré encendida: el sol no tenía que tomarse la molestia. Aun así, sigue volviendo y yo sigo pensando en ti. Dónde estarás y qué andarás haciendo. Y aunque no soy hombre que dé vueltas a estas cosas, es ahora, justo en este momento, cuando lo hago. Soy el único hombre durante las horas solitarias; casi me lo creo, porque el sol sigue despuntando y debo apagar la luz un amanecer tras otro, en cuanto no es necesaria, y quizá estés ahí cuando baje por las escaleras. Tal vez te encuentre ante la mesa con alguno de los otros, un poco mayor, quizá, desde la última vez que te vi, o tal vez exactamente igual.


Dieciocho días en la torre

Las horas se convierten en noches, que se vuelven albas que, a su vez, se transforman en semanas y así sucesivamente, mientras el ancho mar se ondula, la lluvia resuena y el sol brilla hasta el ocaso desde la mañana, y las conversaciones se susurran bajo una luz tenue, una luz inexistente, conversaciones que no existieron o que existen ahora.

—Reponían el concurso ese en el que preguntan sobre un tema, Mastermind —dice Bill en la cocina, con un pitillo colgado de la boca e inclinado sobre sus conchas. Todo torrero necesita un pasatiempo, le dije cuando empezó, y cuantos más, mejor; te hace esmerarte y crear algo provechoso, tener un objetivo, día tras día, hasta llegar a la perfección. Un viejo guarda encargado con el que trabajé me enseñó cómo construir una goleta y meterla en una botella. A mí me pareció demasiado meticuloso, incluso las velas tenían que pegarse. Me llevó semanas de dedicación antes de poder deslizarla dentro y levantar las jarcias; si hubiera pegado mal un solo palo, habría arruinado toda la goleta. La soledad empuja al hombre a alcanzar su estándar de calidad. Lo sé porque llevo veintitantos años en la Doncella y Bill, solo dos.

—¿Y qué tema han elegido?

—Las cruzadas —responde—. Y Guardianes del espacio.

—Deberías participar.

—¿Con qué?

—Con un tema que conozcas.

Bill sopla la concha que está tallando, la deja a un lado, se recuesta en la silla y coloca los brazos tras la cabeza. El ordinario exhibe una expresión aplicada y tímida, con el pelo corto a ras de las orejas; tiene unos rasgos menudos y precisos; en tierra firme, lo tomarías por contable. El humo le llena los conductos respiratorios y surge en dos chorros idénticos por las comisuras de la boca, donde se funden con la neblina fantasmagórica que ha dejado quien ha estado allí antes dando caladas.

—Sé de muchos temas —dice—, pero no lo suficiente.

—Conoces bien el mar.

—Pero tiene que ser un tema específico. No puedes llegar allí y soltarle al presentador: «Pregúntame lo que quieras sobre el mar». Es un tema demasiado amplio, no me dejarían.

—Bien, pues sobre faros.

—Anda, no seas tonto. No puedes ser especialista sobre un tema que coincida con tu trabajo. Nombre: Bill Walker. Trabajo: farero. Tema: faros.

Apaga el cigarrillo Embassy y enciende otro. Debido al frío de esta época del año, hay que mantener las ventanas cerradas, y, como aquí cocinamos, fumamos y preparamos platos que humean, el ambiente se está cargando mucho.

—¿Tienes ganas de que vuelva Vince? —le pregunto.

Bill expulsa el aire por la nariz.

—Me da igual tanto una cosa como la otra.

Le agarro la taza y enciendo el hervidor eléctrico. Aquí, nuestros días y noches se organizan alrededor de las tazas de té, sobre todo en esta época del año, diciembre, el corazón del invierno, cuando amanece tarde, anochece pronto y hace un frío espantoso. Levantarse a las cuatro para el turno de mañana, vuelta a la cama después del almuerzo, levantarse otra vez más tarde, descorrer las cortinas y se acabó la tarde. ¿Es hoy, mañana, la semana que viene? ¿Cuánto llevo durmiendo?

En realidad, la taza es de Frank; es roja y blanca, con la inscripción Brandenburger Tor. Frank es tan remilgado que seguro que se la llevará mañana cuando se vaya, no sea que alguno de nosotros se la melle mientras él está en tierra. Cada uno tomamos el té de forma distinta, y quien lo prepara debe tenerlo en cuenta. Incluso ahora que Vince va a volver y lleva semanas fuera, nos aseguraremos de preparárselo bien. Así demostramos que prestamos atención. En casa, Helen no pone azúcar, pero yo no me quejo, lo acepto y así no discuto. Aquí, en cambio, llegamos a las burlas: «Tú, pedazo de imbécil, esa red de pescar aguanta más que tú».

Bill dice:

—¿Sabías que Frank se echa la leche antes que el té, el tío? Primero la bolsita, luego leche y agua al final.

—No jodas. ¡Si la leche va después!

—Eso mismo le dije yo.

—Si no, el té no puede infusionar con la leche.

—Si usas palabrejas como «infusionar», puedes irte a la mierda.

—Si yo fuera el encargado de Longships, más te valdría cuidar esa lengua. —Pero las palabrotas son como el té, ayudan a mantener la conversación. Si sueltas tacos al hablar con alguien, estás diciendo que os entendéis. No importa quién sea, ni que yo sea el encargado. Volvemos a caer en esta dinámica en cuanto llegamos y la olvidamos al pisar tierra firme. Si nuestras esposas nos oyeran cinco minutos, se horrorizarían. En casa, tenemos que mordernos la lengua antes de preguntar cómo cojones ha salido adelante y, joder, que te alegras de verla y, por cierto, ¿qué cojones estáis cenando?

—Salió una mujer anoche —dice Bill—. La menda eligió el sistema solar.

—Pues mira, es más grande que el mar.

—Sí, pero es evidente qué le van a preguntar, coño, por los planetas y tal. Le preguntarán cosas sobre Neptuno y Saturno y, sin duda, sobre Urano.

—Es siempre lo mismo, Bill, no seas tonto.

—Con el mar es menos evidente. Todo lo que tiene que ver con el mar es menos evidente.

—Eh, me gusta esa frase.

—A mí no. No me gusta lo que no puedo ver.

Cuando Bill llegó a la Doncella por primera vez, imaginé cómo serían las cosas. Hay hombres que te cogen confianza y se abren y otros que no. Bill era una persona discreta y reservada. Me recordaba a un gorila que vi en el zoo de Londres; observaba desde su jaula la entrada de los visitantes. Desde ese día, he tratado de descifrar qué vi exactamente en la expresión de ese animal. Rabia y aburrimiento, hastío profundo. Resignación ante su situación. Pena por mí.

Hay tiempo de sobra para hablar, sobre todo en el turno de vela, que empieza a medianoche y termina a las cuatro, cuando descubres que las conversaciones toman unos derroteros lúgubres que no vas a mencionar tras el alba. Quien tenga el turno anterior te despierta, te prepara un té y un plato de queso con galletas integrales, lo sube a la linterna y se sienta allí contigo una hora antes de irse a la cama. Lo hace para despertarte, para activarte el cerebro y que no te quedes dormido cuando se vaya. Cuando nos toca a Bill y a mí, me cuenta cosas que no querría contarme de día. Que debería haber sido otro hombre, tener otra vida, haber dicho «no» en momentos en los que ha dicho «sí». Que Jenny le pide las conchas y él no quiere dárselas. Prefiere guardárselas para él, como tantas cosas.


Arriba, a dormir un poco. Me llevó un tiempo acostumbrarme a las literas del faro cuando empecé. Los hombres de tierra firme se maravillan —«Es broma, ¿no? ¿De verdad tenéis que dormir en esas puñeteras camas curvas?»—; con los años, mi columna vertebral debe de haberse curvado para adaptarse a ellas; antes, tenía dolor de espalda tras dos meses en la torre y, cuando volvía a tierra firme, sufría los dolores y malestares típicos de un hombre con el doble de años. Ahora ya ni lo noto. Una cama normal me resulta rígida e incómoda. Tengo que esforzarme por dormir con la espalda recta, pero me despierto con el pecho sobre las rodillas.

Debería dormirme en cuanto pongo la cabeza sobre la almohada. Ya se presente la ocasión a primera hora de la noche o de la mañana, o con una corta y vaga siesta antes de que el guarda de tarde encienda la luz, nos conformamos con lo que tenemos.

O al menos eso hacía yo en otra época, en otros faros. Ahora el sueño me elude con garras sigilosas. Mi mente es presa de imágenes del mar profundo y de Helen; imágenes de la torre como la veo en tierra firme, visible a lo lejos, y la sensación vertiginosa e incrédula de estar aquí y allí a la vez y en ningún sitio. Me giro y doy la espalda a la cortina que separa mi cama del resto de la habitación; contemplo la pared en la oscuridad mientras oigo el mar y los latidos lentos de mi corazón, y la mente divaga; pienso y recuerdo.


Diecinueve días

Un sol radiante significa que hay condiciones perfectas para el relevo de Frank, que llega tarde, justo antes del almuerzo; al parecer, el barco no se ponía en marcha. Al final, zarpa y Vince desembarca, quien, con el mar agitado, sale de la lancha y sube a la plataforma prácticamente sin problemas. Vince es joven, tiene el pelo negro y un bigote como el cantante de Supertramp. No le lleva mucho tiempo instalarse. Todo tiene su sitio y todos tenemos experiencia en deshacer el equipaje rápido y asumir nuestras responsabilidades con la mayor eficiencia. Las cartas de casa llegan en una bolsa impermeable sellada. Para mí hay una oficial, destinada al guarda encargado.

—Hala, se acabó —dice Vince—. Brézhnev se ha quedado sin llegar a la luna.

Estamos esperando la manduca mientras Vince nos explica que, el mes pasado, los soviéticos lanzaron un cohete que explotó en el cielo. Desorienta oír lo que sucede en el mundo real, el otro mundo. Ese mundo podría acabarse y, durante un tiempo, ni nos enteraríamos. No estoy seguro de necesitar ese mundo. Cualquier ciudad, cualquier pueblo, cualquier estancia más grande que lo que miden dos hombres me parecen lugares frívolos, con luz y ruido y complicaciones innecesarias.

—Malditos comunistas —escupe Bill—. Menudos cenizos, joder. ¿Qué es peor: la amenaza de una guerra o empezarla?

—Qué dices, tío —responde Vince—. Yo soy pacifista.

—Por supuesto, cómo no, leñe.

—¿Qué tiene de malo?

—El pacifismo es una puñetera excusa para no hacer nada. Bueno, excepto dejarte barba y follarte a medio Londres.

Vince se recuesta en la silla y fuma. Lleva nueve meses con nosotros, pero lo conocemos tanto como el aparador de la cocina. He visto montones de torreros ir y venir, y a algunos les tomas más cariño que a otros. No estoy seguro de que a Bill le guste Vince.

—Tú lo que tienes es envidia —le suelta a Bill.

—Que te jodan.

—¿Cuánto hace que no tienes veintidós años?

—No tanto como te crees, capullo.

Así es como se llevan; Vince le toma el pelo a Bill por ser un viejo, aunque tiene treinta y tantos, y Bill le replica como si se hubiese ofendido. Se supone que quieren echarse unas risas, pero a Bill le afecta. No ha tenido una vida como la de Vince. A los veinte ya estaba casado y Jenny ya hablaba de tener hijos. Y los faros lo llamaron.

Vince ha traído jamón fresco de tierra firme, que huele de maravilla y, si lo fríes con un huevo, chisporrotea y crepita. Hace dos semanas que Bill y yo no comemos carne que no sea de lata y, aunque es mejor que nada, no tiene punto de comparación con la carne de verdad. Todo lo que sale de una lata te sabe igual, a lata, ya sea una macedonia o fiambre de cerdo. De hecho, el fiambre no está mal si se cocina, pero basta que te lo sirvan frío en el plato, como hacen Vince o Frank, para que uno se haga vegetariano.

Hoy le toca cocinar a Bill, que es quien lo hace mejor. Vince es un cero a la izquierda y a mí no se me da mal, pero no lo hago con tanto entusiasmo, porque también cocino cuando vuelvo a casa, mientras que Bill en casa no toca ni una sartén. Su mujer se lo hace todo. Bill dice que así es como debes sentirte en la cárcel, donde te lo hacen todo, excepto «limpiarte el culo», y Vince le responde que no se parece en absoluto a estar en la cárcel, ya que allí no te preparan merengues de naranja, ni babá al ron ni hay mujeres que te ofrecen un masaje en los pies, ¿eh? Y Bill le contesta que él es el experto, el sinvergüenza. Y entonces me toca calmar las aguas, antes de que deje de ser una broma.

Vince me dice:

—¿Y tú qué opinas, jefe?

—¿Sobre qué?

—¿Es mejor apaciguarlas o dejar que las cosas se salgan de madre?

Quiero decirles que esto de la Guerra Fría, de Nixon y la Unión Soviética y los aviones japoneses que se estrellan en Moscú me parece absurdo. Si todos tuviéramos una torre, con un par de personas para hacernos compañía, donde existir, sin expectativas ni interferencias, prender la luz por la noche y apagarla al amanecer, dormir y despertar, hablar y guardar silencio, vivir y morir, cada uno en su isla, ¿acaso no podríamos prescindir del resto?

Sin embargo, respondo:

—Debes mantener la paz, si puedes. —Y yo mismo espero poder hacerlo en estas semanas.

Con todo, la cháchara de Vince sobre naves espaciales me recuerda a una época, años atrás. Amanecía en el cabo Beachy, yo estaba solo en la linterna, a punto de cederle la iluminación al sol, cuando vi un objeto que caía al mar. Hacía una mañana nebulosa y tranquila, y era tan temprano que todavía quedaban algunas estrellas perezosas, una mañana tan preciosa que uno se pregunta si el cielo no está aquí, en la tierra, si nos tomáramos el tiempo de alzar los ojos y apreciarlo; y ahí estaba, el metal reluciente, salido de la nada, absorbido por el agua, sin dejar rastro. No supe qué tamaño tenía ni a qué distancia había caído; desde las alturas, el mar parece infinito.

No obstante, lo vi y fui incapaz de encontrar una explicación. Era una pieza de un avión, un flap o un disruptor, esa era la explicación, lo sé, de verdad que lo sé; pero hubo algo en el movimiento, en la dinámica de la caída, que tenía más gracilidad e intención de las que puedo describir. No se lo conté a nadie, ni a los hombres que trabajaban conmigo ni tampoco a Helen. Pero pensé que habías sido tú.

Tú, que me habías hecho un regalo precioso y, por ello, te doy las gracias.


El dormitorio está a oscuras porque siempre suele haber alguien durmiendo o intentando conciliar el sueño, en cualquier momento del día o de la noche. En invierno, la negrura desorienta, la única ventana que hay indica tanto que amanece como que anochece. Si cierro la puerta y dejo la mano exánime en el pomo, con suavidad, me parece que la mano no es mía, sino de un hombre más joven en otro universo abriendo una puerta, no cerrándola.

Estoy leyendo un libro que se titula Obelisco y reloj de arena; es una historia del tiempo. Lo descubrí en la tienda de segunda mano de Oxfam en la calle principal de Mortehaven. Me gusta pensar que más adelante veré las cosas sobre las que estoy leyendo: las pirámides de Egipto, los templos de Sudamérica o los jardines colgantes de Babilonia. No importa cuándo; lo que cuenta es la posibilidad.

Después de casarnos, Helen y yo fuimos de viaje a Venecia. Pasamos una semana comiendo pan aceitoso y un jamón rosado y tan fino como el papel de seda. Paseamos por callejones fríos y húmedos y bajo puentes que olían a huevos y a sal. Ahora me parece algo irreal, un mundo sumergido de sombras y agua, campanas que repican y tejados de oro.

La tapa blanda de Obelisco y reloj de arena es suave, con un reloj de sol en la portada. En el faro medimos el tiempo en días: cuántos de un periodo de ocho semanas han pasado. Helen dice que somos como los prisioneros que marcan en la pared los días que han cumplido, y quizá tenga razón. En la antigua China contaban las horas con una vela. Marcaban líneas en la cera y comprobaban cuánta se había fundido; así no perdían las horas. Se podía recoger la cera para reconstruir la vela y volver a encenderla. Reciclar el tiempo.

Helen no lo sabe y no se lo diré. Nunca le hablaré de ti. Hay temas prohibidos y tú entras en esa categoría. No obstante, doy vueltas a la vela y al tiempo que se quema; y si las horas, al pasar, se han extinguido o hay alguna forma de recuperarlas, ¿podría recuperarte?

Hace demasiado tiempo que estoy aquí. Noches solitarias y rieles de oscuridad que se enrollan y desenrollan hacia el negro mar, hacia el cielo, todavía más oscuro. Deja al hombre más cínico de la tierra montando guardia de madrugada, cuando el sol despunta y el cielo es carmesí y naranja, y que diga que no hay nada más en la vida. Sí que hay más.

En la negrura de mis ojos cerrados se oculta una linterna palpitante. Me llama desde la oscuridad, brillante, refulgente; insiste en que me dé la vuelta y mire.

Los guardianes del faro

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