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Capítulo 5 Helen
Оглавление«Ya está, no hay vuelta atrás», pensó al ver al hombre aparcar el coche en la calle, un poco más allá de su casa; un Morris Minor verde botella con el tubo de escape colgando atrás como una pipa de tabaco torcida. Helen se preguntó por qué conducía un cacharro como ese. Debía de ser rico, si era cierto lo que se decía de sus libros; el autor best seller y esas cosas.
Lo reconoció de inmediato, aunque no se había descrito a sí mismo cuando hablaron por teléfono. Quizá debería habérselo pedido; no está de más ser precavida cuando vas a dejar entrar en casa a desconocidos. Con todo, estaba segura de que se trataba de él. Lucía un chaquetón de marinero azul oscuro y una expresión taciturna, petrificada y erudita, como si se pasara horas encorvado sobre manuscritos que no le satisfacían. Era más joven de lo que había imaginado; no debía de llegar a los cuarenta.
—Fuera —dijo Helen, distraída, al hocico de la perra que le acariciaba la palma—. Después te saco. —Subiría al bosque y la pasearía por el mantillo frío y húmedo. La idea de que habría un después la tranquilizó.
El escritor cargaba con una bolsa de lona que Helen imaginó llena de recibos y mecheros; se lo figuraba viviendo en una casa con las camas deshechas y los gatos dormidos en las encimeras. Seguro que había desayunado Weetabix, unos cereales que habrían salido de una caja rota, pero probablemente se había quedado sin leche y había echado un chorro de agua del grifo. Se habría fumado un cigarrillo pensando en la Roca de la Doncella y habría apuntado lo que quería preguntar.
Habían pasado muchos años, pero seguía haciéndolo: sacaba conclusiones tras un primer vistazo; con ese criterio evaluaba a cualquier desconocido. ¿Había perdido a alguien, como ella? ¿Comprendía lo que se siente al vivir una tragedia así? ¿Se encontraba en su lado de la ventana o en el otro, el imposible de alcanzar? Helen no creía que importara si había perdido a alguien o no; era escritor, podía imaginarlo.
En ese sentido, Helen era escéptica: su habilidad para imaginar atañía a lo que no podía imaginarse. Lo concebía como una caída. Ingrávida. Incrédula. Esperaba a que alguien la cogiera, pero nadie lo hizo durante años, y ella siguió cayendo, y no hubo respuestas, ni claridad, ni superación. Esta palabra era popular ahora —«superar»—, la usaba gente que había fracasado en una relación o gente despedida del trabajo, y Helen pensaba que esas cosas eran relativamente sencillas de superar; no te llevaban al borde del precipicio y te arrojaban al vacío. Eso es lo que ocurre al perder a alguien por arte de birlibirloque. Sin rastro, sin ninguna razón, sin pistas. ¿Qué podría imaginar Dan Sharp, qué sabía de acorazados y armamento y hombres ebrios y descompuestos en los astilleros?
Anhelaba relacionarse con gente de su misma condición: reconocerla y que la reconocieran. Advertiría la pérdida en su rostro, algo no evidente a simple vista, el resentimiento o la resignación, demonios de los que ella había tratado de zafarse durante mucho tiempo. Les diría: «Lo sabes, ¿verdad? Lo sabes», y a saber qué le ofrecerían aquellas personas a cambio. Y si eso no le reportaba amabilidad y comprensión, entonces, ¿para qué?
Entretanto, los demonios seguían colándose entre la ropa de su armario, le producían escalofríos cuando se vestía o los descubría agazapados en la penumbra de un rincón, arrancándose la piel de los pulgares. Le faltaba seguridad, le decían los terapeutas —pero hacía ya tiempo que no los veía—, y la seguridad era al menos una superficie de un milímetro a la que aferrarse.
Así que ahí estaba aquel hombre, que ahora abría la cancela. La cerró con torpeza; el pasador estaba oxidado. En la radio de la cocina sonaba Scarborough Fair. Helen se quedó atontada por la melancolía que emanaba de la canción; la letra hablaba de espuma de mar, de camisas de cambray y de un amor más amargo que dulce. La asaltaban pensamientos descabellados, de vez en cuando, sobre Arthur y los demás, pero, en general, había aprendido a mantenerlos a raya. La de secretos que un faro podía contar. Secretos de hombres enterrados bajo el agua, como los de Helen.
Recordaba a su marido a trozos, escamas resecas que se esparcían como hojas que entran por la puerta de la cocina. A veces, conseguía atrapar alguna y la observaba debidamente, pero, en la mayoría de las ocasiones, las contemplaba volando alrededor de sus tobillos mientras se preguntaba de dónde demonios sacaría la energía para barrerlas.
Nada había cambiado tras la pérdida. Se seguían escribiendo canciones. Se seguían leyendo libros. Se seguían declarando guerras. Veías a una pareja discutir frente a los carritos en el supermercado antes de entrar en el coche y cerrar de un portazo. La vida se renovaba sin compasión. El tiempo transcurría según su ritmo habitual, con idas y venidas, principios y finales, progresiones perceptibles que colocaban las cosas en su sitio, sin pensar en el silbido que llenaba el bosque alrededor del pueblo. Había empezado como un silbido soplado por unos labios secos. Con los años, se había transformado en una nota clara y sostenida.
Esa misma nota era la que ahora oía, acompañada por el timbre de la puerta. Helen se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de punto e hizo rodar las borras con los dedos. Le gustaba esa sensación, hacerlas rodar debajo de las uñas, algo doloroso que no lo era tanto.