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Capítulo 8 Jenny

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Tras el almuerzo, empezó a llover. Jenny detestaba la lluvia. Detestaba el desastre que se formaba cuando los niños entraban chorreando, sobre todo Hannah, con el carrito doble, y más si ya había limpiado y le daba más trabajo y no compensaba.

¿Dónde estaba ese hombre? Llegaba cinco minutos tarde. Qué maleducado, pensó, presentarse tarde a ver a alguien que, para empezar, no ha pedido verse contigo. Había accedido por culpa de Helen, porque no iba a permitir que Helen Black contara cosas de ellas que no fueran ciertas —aunque fueran ciertas— y se publicaran en un libro que todo el mundo podría leer. Al parecer, el tipo era famoso. No la impresionaba. Jenny no leía libros. Con la revista quincenal Fortuna y destino le bastaba y sobraba.

Sin duda, ese hombre esperaba que le sacara la alfombra roja. No importaba que llegara tarde porque, como el pijo adinerado que era, podía comportarse como quisiera. Y le pisotearía toda la casa con los zapatos empapados. A Jenny le parecía violento pedir a las visitas que se descalzaran: deberían saber que tenían que hacerlo sin pedírselo.

No podía sacarse de la cabeza lo mucho que detestaba la lluvia. Tantos años pensando que el relevo de Bill se aplazaría y aún tendría que esperar más tiempo para volver a verlo. En los días que precedían a su regreso a casa, se obsesionaba con el tiempo que hacía; le preocupaba que cambiara y que el barco no llegara ni él pudiera embarcar, y, cuanto más miraba, más parecía que el tiempo cambiaba para fastidiarla. Tenían pensado mudarse a España cuando Bill se jubilase, comprar una casa en el sur con los ahorrillos que tuvieran, con piscina y jarrones de arcilla en el patio y flores rosas en la puerta, y los niños irían en vacaciones. Jenny estaba mejor cuando hacía sol; la lluvia le agriaba el ánimo, y en Inglaterra la lluvia duraba meses y meses, era deprimente. Habría estado muy bien mudarse a España, tomar el sol a menudo y disfrutar de cócteles Brandy Alexander mientras se ponía el sol. La lluvia era un recordatorio de que eso nunca ocurriría.

La carta de Helen languidecía en la basura. Jenny debería haber hecho trizas todos los sobres sin abrirlos. Cada vez que uno caía en el buzón se decía que lo iba a quemar, que lo iba a romper en pedacitos, que lo tiraría por el retrete.

Pero nunca lo había hecho. Su hermana decía que recibir cartas de Helen la acercaba a Bill; la unían a su marido, le gustara o no ese vínculo. Las cartas de Helen eran prueba de lo que había ocurrido. Que Jenny había estado casada con él, que habían estado enamorados. Que había sido bonito. Que no había sido un sueño.

La televisión del salón se fundió en negro en pleno episodio de Se ha escrito un crimen. Jenny se levantó del sofá y le dio un golpe. La imagen volvió: la protagonista se escondía de un hombre armado en un armario. Jenny pensó que podría hacer eso: meterse en un armario y fingir que no estaba en casa. Pero el tal Dan Sharp llegaría de un momento a otro. Si no hablaba con él, no sabría qué mentiras le había contado esa vieja bruja. Y aunque Jenny había leído, a lo largo de los años, todo tipo de tonterías sobre la Roca de la Doncella, y sabía que no podía creer nada al pie de la letra, todavía consideraba su deber que le importara. Cuando veía alguna referencia en el periódico, tenía que llamar y hablar con la persona que había escrito el artículo, para leerle la cartilla y que lo rectificara. Era como un miembro de su familia y ella tenía que defenderlo.

Fuera, el cielo se apagó de pronto. A lo lejos, tras los tejados, se extendía la franja de mar a la que Jenny se aferraba como un salvavidas. Necesitaba ver ese mar, estar segura de que estaba allí, lo más cerca que podía de su marido. Con peor tiempo, el panorama se diluía y ella entraba en pánico, se imaginaba que el mar se esfumaba, que ya no estaba cerca o que se había secado por completo y los huesos de su marido yacían, desnudos, sobre la arena.

«Un guarda nunca abandona su faro».

Lo había oído millones de veces tras la desaparición de Bill.

Entonces, ¿qué demonios había hecho Bill? Con los años, se había acostumbrado a no saber, se sentía incluso cómoda así, como con un par de pantuflas harapientas con agujeros que no sirven para nada, pero que no se quitaba de encima.

Sea como sea, una esposa no abandona a su marido. Jenny nunca se mudaría. No hasta conocer la verdad y, entonces, quizá entonces, podría pegar ojo.

Oyó que su visita llegaba al umbral; arrastraba los pies y tenía la tos de un fumador. Llamó a la puerta con los nudillos y Jenny se sorprendió. Entrelazó los dedos temblorosos. Ah, claro, recordó, el timbre está estropeado.

Los guardianes del faro

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