Читать книгу Biografía de Azucena Villaflor - Enrique Arrosagaray - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 2
Desde una familia pobre
Los primeros quince meses de vida, Azucena los pasó al cuidado de Magdalena, quien aún era soltera, aunque también estuvo conviviendo, bajo el mismo techo de la misma pieza del conventillo, con los padres de Magdalena, es decir con sus abuelos paternos, Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda, y con hermanos de su papá que aún eran jovencitos, Valentín, Aníbal y Abraham. Jovencitos pero todos obreros en las grandes fábricas de los alrededores, cuando conseguían el favor de algún capataz que los hiciera entrar.
Era una casa con muchos hombres, pero el principal, su abuelo Bernardino, ya no trabajaba más a pesar de estar en edad (andaba por los 45) porque una enfermedad que llagaba su cara lo había postrado anímicamente y no quería salir, ni mostrarse. Así fue que se aisló hasta su muerte, recién en 1953. Los otros hombres, los jóvenes tíos de Azucena, eran todavía muchachos que trabajaban cuando podían, que se divertían, que simpatizaban con las ideas anarquistas y que andaban en las suyas.
Por eso, prematuramente, el hombre de esa casa fue Clotilde. Una mujer bajita y todo nervio, como la definiría muchos años después su hijo Aníbal, con una sonrisa de emocionada insatisfacción dibujada en su rostro que acumulaba ochenta y cinco años de golpear el viento urbano.
Tal vez pueda trazarse una línea —zigzagueante, sí, pero sin solución de continuidad— que une a tres mujeres: Clotilde, Magdalena y Azucena. Enérgicas, decididas, trabajadoras, motores, y alrededor de las cuales siempre giró la vida de sus respectivos núcleos familiares. Casualmente —o tal vez no— una fue la responsable de la crianza de la otra, sucesivamente. E incluso las tres convivieron durante algún tiempo bajo el mismo techo. Por lo tanto, los consejos de la más vieja llegaron inevitablemente a la más pequeña porque la tenía ahí, cerquita, pegada cada día y cada noche durante años, porque la vieja señora Clotilde vivió añares con su hija Magdalena aunque ésta ya estaba casada con Alfredo Moeremans, un hombre que al parecer, fue el prototipo de hombre de bien.
Esa especie de simbiosis —de ser cierta esta hipótesis que toma cuerpo en medio del mareo de la investigación— pudo haber sido materialmente cierta porque la vieja Clotilde logró vivir hasta 1954; es decir que Azucena vivió sus primeros quince años todos con ella, en la misma casa, bajo su aliento, bajo el mismo estilo de respeto allí elaborado y cultivado.
Y tal vez podamos decir que esa línea se continúa en el presente en Cecilia, la única hija mujer —y la menor de sus descendientes— de Azucena, porque hasta el presente va demostrando que es la que menos quiere olvidarse de su pasado y la que más trabaja para que en el presente no esté ausente el pasado, aunque no pretende que le trabe el futuro. Es cierto que con detalles ideológicos y estilos de los 80 y de los 90, pero también con filamentos misteriosos e inmortales hacia los 70.
Hablábamos de una época difícil y de una familia difícil porque desde su cabeza, es decir desde el padre de familia, estuvo complicada. Pero éste sería un análisis —tan libre como todos los análisis desde la literatura, pero con la rigurosidad que exige una investigación seria— que debe incluirse dentro de todo el cuadro social de la época: del mundo, del país y de este pueblo. Y por qué no, también incluido dentro de estos caracteres particulares, únicos, individuales, egoístas, que se perfilaban en una época de avance industrialista a mansalva. ¡¡Tan distinto al presente!! Crisis aquella de crecimiento industrial manejado por un pequeño sector social hartamente poderoso, que resolvía qué se hacía y qué no se hacía, de acuerdo a la conveniencia egoísta, de clase, de ese sector terrateniente e industrial, estrechamente ligado al capital hegemónico en ese momento en el mundo y al margen de lo que la gente del pueblo precisaba.
A quién le iba a importar esa gente, si la gente era la familia que se reunía en el verano, en las casas enormes de las haciendas en la pampa húmeda, para descansar. No se encontraban en invierno porque cuando el frío y el pampero asolaban las llanuras fértiles de nuestra patria, ellos se iban, tranquilos, desde el Puerto hacia París. ¡Oh, París!, cuna de la humanidad, cuna de la gente. No el Paris de 1789 ni el de las costumbres y los olores capturados por Jean-Baptiste Grenouille y contados maravillosamente por el alemán Patrick Süskind, y menos ¡por favor! el Paris de 1871. Sino el Paris del teatro limpio, de las tertulias civilizadas, de las caminatas por los bosques serenos, de los museos y de los parques, de la gente que nunca grita y que cuando no tiene más remedio que hablar, lo hace con la suavidad del suspiro, en la que cada palabra le pide permiso a los labios para salir de la boca, de las calles surcadas por edificios de dos o tres plantas y paredes sólidas como sus vacas pampeanas, de los fracs y de los vestidos largos y amplios y de las joyas.
Por eso había que hablar en francés en las estancias argentinas, aunque los habitantes del país hablaran en español y aunque los ferrocarriles y los tranvías fueran ingleses, y los frigoríficos fueran cada día más norteamericanos, y las tierras de apellidos mezclados pero todos de rancia estirpe. Porque el francés era eso: lo que estaba bien de la lengua para afuera.
Aunque en París como en Argentina también “el cura era el confidente de la policía”, como cuenta Serrat. Aunque en París como en Argentina, quienes ponían el lomo inclinado sobre el surco eran hombres comunes que poco tenían que ver con aquella civilización, la de la gente de las estancias.
El primer hogar
Dijimos que el primer hogar de Azucena fue el de sus abuelos paternos. Y dentro de él, la responsabilidad directa de su crianza estuvo en manos de su tía Magdalena, que todavía era soltera y vivía con sus padres. Cuando Azucena nació, ese hogar estaba integrado por una pareja, la conformada por Bernardino Villaflor, de 55 años y Clotilde Ojeda, de 54 años, y por sus hijos Magdalena (con 25 años), Valentín (de 23 y todavía con cinco años de soltería por delante), Aníbal, (con 18 años hasta el mes siguiente) y Abraham (con 17 años cumplidos en enero). La documentación existente indica que además vivían en esa casa los padres genéticos de Azucena: Florentino Villaflor (de 21 años) y Emma Nitz (de 15 años). Hasta aquí, muy bien.
Si hubiéramos podido sacar una fotografía de esos días, habría tenido la clásica escenografía del patio de conventillo: escaleras de madera que conducían a pasillos con pisos también de madera y descubiertos, que unían puertas de piezas y que al mismo tiempo eran balcones; amplias y numerosas piletas para fregar; sogas cruzadas a todo lo ancho de los patios para colgar y secar las ropas pobres; y muchos chicos siempre jugando, saltando y gritando en varios idiomas. Y en algunos horarios, una hilera silenciosa de hombres y mujeres que pretendían ir al baño. Los baños estaban construidos fuera de las habitaciones, en los patios. A veces eran varios, uno al lado del otro en los fondos de la casa. Otras, uno en cada patio. Pero siempre eran escasos en relación a la población.
Partamos de esa supuesta fotografía y caminemos hacia cada rostro, aislándolo e impregnándonos de cada rasgo. Luego, con suavidad, démosle a cada uno nuevo movimiento, echémoslo a andar e investiguemos brevemente quién es, qué hizo y qué hace, qué pretende y cómo arrastra en cada pliegue de su cuerpo la historia de sus progenitores y la penetración de la época. Seguramente logremos así nuevas imágenes posibles de ser capturadas en nuevas y más completas fotografías.