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ОглавлениеCapítulo 4
Infancia con tíos-padres
Hay un período oscuro de precisar en cuanto a los domicilios de Azucena y, por lo tanto, a sus núcleos de convivencia: desde sus quince meses de vida hasta los cinco o seis años.
Esto se debe al choque de recuerdos que se presentan en las personas con las que conversamos.
La primera fuente es la tradicional. La que proviene del recuerdo de sus hermanas de crianza —es decir, sus primas Alma, Nora y Lidia Moeremans— que arrastran no sólo recuerdos directos, personales, sino el relato de sus padres, y que se extendió luego a los hijos de Azucena. Esta fuente indica que Azucena vivió “siempre” con Magdalena y Alfonso desde que éstos se casaron y que esta convivencia se extendió hasta que Azucena terminó la escuela primaria, es decir, hasta cuando tenía catorce años y medio: fines de 1938. Pero al mismo tiempo recuerdan conflictos por la tenencia. Como si hubieran existido períodos —tal vez breves— en los que Azucena hubiera vivido con sus padres genéticos.
De cualquier forma, predomina la afirmación inicial: “siempre vivió con los Moeremans”. Hasta hoy esta afirmación era indiscutible. Porque además era la única, ya que las primas e hijos de Azucena no tienen parientes de mayor edad que puedan completar esta verdad. Salvo uno.
Esta otra fuente que encontramos es un hombre viejo. Vive a poca distancia geográfica pero a una enorme distancia familiar. Distancia inalcanzable porque, al parecer, nunca se trató ni conoció a los hijos de Azucena.
El hombre se llama Feliciano Villaflor y vive aún hoy en la calle Manuel Ocampo 1569 de la localidad de Villa Industriales, siempre al sur de la Capital Federal.
Feliciano habita una casa pequeña e histórica de la familia, casa que vio crecer al barrio a su alrededor. Para 1920, cuando él ya tenía nueve años, en la cuadra sólo había tres casas. El resto: pastos, pajonales, aire libre, algunos caballos y muchas gallinas.
Él mismo tuvo estrecho trato con los caballos porque fue arriero desde mozo —guiando ganado a grito y rebenque desde los campos hacia los frigoríficos— siguiendo las enseñanzas y la huella del padre, don Mariano Villaflor, que era hermanastro de Bernardino Villaflor, abuelo de Azucena.
El recuerdo fresco de Feliciano indica que para 1930, o incluso algo antes, Azucena vivía con Magdalena y Alfonso a sólo una cuadra y media de su casa: calle Balcarce entre Santiago Plaul y Mendoza. Y como en aquellos tiempos esas calles no eran mucho más que un camino de tierra poco transitado, la chiquita se acercaba sin problemas a visitar a sus parientes de forma imprevista y sola.
“¿Azucena? —no puede evitar una gran alegría y una enorme sonrisa al recordarla— Yo la dejé de ver cuando tendría 6 ó 7 años. ¡Qué hermosa! ¡Qué chica! Rubiecita, lindísima, salía a la madre porque al padre nunca podría haber sido; vivía acá a la vuelta, por Balcarce, y siempre se venía algún rato, mi madre siempre la atendía. Mi papá también. Charlaba como una persona grande, era maravillosa. Vivía con Magdalena y Alfonso. Seguro se copió los modales de la tía, ella era artista. No sé por qué se quedó acá y no se fue para el centro. ¡Era una gran artista!”.
“Azucena —agrega Feliciano— era una nena alegre y muy ocurrente, hablaba como un grande pero desde su cuerpito chiquito. Era simpática ¡siempre tenía una respuesta para todo! ¡No sabe cómo me gustaría volverla a ver! —decía cuando lo entrevistamos, sin saber aún cuáles habían sido los hechos que la sacarían de su familia y de la vida. “A su mamá también la conocí, venía por acá seguido: era una señora blanca y rubia, sería de descendencia alemana. Emma se llamaba, la conocí muy bien. Mi madre charló muchas veces con ella, aunque como siempre, cada uno en lo suyo”. Le conté a Feliciano qué había pasado con Azucena y lo ganó una tristeza que no sé describir.
Este estilo payasezco de la pequeña Azucena lo recuerda, coincidiendo, su prima Lidia. Ella hilvana algún recuerdo de la Azucena anterior a los diez años, pero no visto por sus propios ojos sino que contado por su mamá: lo más destacable era su desenvoltura, su gracia, su capacidad para memorizar textos y para decirlos agradablemente.
“Siempre le escuché contar a mi mamá —relata Lidia— aquello de que cada tanto, cuando la mandaba a Azucena a hacer algún mandado, la tenía que ir a buscar porque tardaba en volver. Entonces se la encontraba parada sobre algún cajón o sobre bolsas de azúcar y recitando un verso a los clientes del negocio. Seguro que como la conocían, le daban manija y Azucena, claro, se prendía”.
Como dijimos, su mamá de crianza era actriz5 y sin duda, como ocurre en todos los hogares, le habrá enseñado versos y canciones, aprovechando su facilidad para su memorización y disfrutando de sus prematuras actuaciones.
Magdalena Villaflor y Alfonso Moeremans tuvieron su primera hija en 1928. Azucena tenía entonces cuatro años. Para ese momento vivían en la calle Mendoza 4801, apenas a diez cuadras de la casa de Feliciano y a unas veinte cuadras del primer domicilio de Azucena, el que figura en su partida de nacimiento y que declarara su padre.
Durante 1938 Azucena realizó su último grado en la escuela primaria. El establecimiento era la Escuela Provincial Nº 37, en Lanús. Problemas de salud cuando promediaba su infancia le provocaron la pérdida de uno de los años de lo que habría sido una cursada normal. Su boletín de calificaciones —que certifica que terminaba su sexto grado, y por lo tanto el fin del ciclo, y que la habilitaba a iniciar entonces el ciclo secundario— está firmado siempre por su tutor, Alfonso Moeremans. En él, aparece el domicilio de la calle Margarita Wield 1474. El mismo documento menciona que su padre era un jornalero llamado Florentino Villaflor y que su madre era Emma Nitz, sin mencionarse profesión.
De los Moeremans hacia lo de los Villaflor
Existieron fuertes tensiones entre los padres genéticos y los padres de crianza de Azucena. Tensiones que emanaban justamente de esta tenencia no común y de las responsabilidades y derechos que creía tener cada uno. Tensiones que dejaron heridas delicadas en la memoria y en el carácter de la pequeña y que tienen que haberle provocado una infancia mucho más compleja que las habituales.
En 1938, cuando Azucena terminó la escuela primaria, ocurrió un agravamiento de estas tensiones y un quiebre de la relación: los padres genéticos impusieron su criterio de “recuperar” a su hija y llevarla a su casa. Es probable que ésta haya sido la crisis más profunda que debió soportar Azucena a tan corta edad.
También para Lidia, que aún era una nena y la amaba, fue muy doloroso aquel día. Largas horas se quedó la pequeña amiga-hermana-prima semiescondida debajo de la escalera que llevaba a la planta alta, en donde vivían, angustiada como sólo saben estar los chicos cuando se les hace pedacitos el corazón, y llorando, impotente ante esos gritos de los grandes y de esa nueva realidad: Azucena ya no viviría más con ella. En esos mismos días, Emma Nitz, siempre rubia pero ahora con treinta años, decidió acercarse al Registro Civil y dejó radicada la denuncia del nacimiento de una hija suya dada a luz quince años atrás, a la que llamaba Azucena y reconocía como hija natural. Los espacios que el acta tenía previstos para el nombre del padre y de los abuelos paternos están cruzados con una larga raya, informando de hecho que Emma no quiso dar los datos que conocía. Fue el 3 de agosto de 1939, el mismo día en el que empezaba formalmente la Segunda Guerra Mundial y exactamente cuarenta años antes de que las Fuerzas Armadas —específicamente un Grupo de Tareas de la Marina— secuestraran a sus primos Raimundo y Josefina y los hicieran desaparecer hasta el día de hoy.
Esta nueva partida denacimiento de Azucena que lleva la mencionada fecha de agosto del 39, es el acta número 587 y pertenece al Libro II de ese año. Se encuentra apilado y terroso en las dependencias oficiales citadas. También aquí dos testigos aseguraron con el respaldo de su firma lo que Emma decía. Fueron ellos Jesús Gutiérrez y Jorge Gasco, ambos argentinos y jornaleros. Aún ese folio tiene en su margen izquierdo y arriba, la inscripción que realizó el empleado del Registro con esas breves líneas manuscritas, de letra trabajada, y que dejó clara la relación entre esa denuncia de 1939 con la de 1924.
La relación no se cortó porque los Moeremans visitaban a Azucena y así compartían algunos ratos.
“Seguramente la visitaban en la casa en la que vivía Emma con Azucena y Elsita, sobre la calle Coronel Díaz al 900 —relata Arturo Villaflor, primo de Azucena e hijo de Valentín, hermano de su papá, citando la casa en donde fue velado Florentino tras el accidente en la fábrica— era a mitad de cuadra, por un pasillo largo, un departamentito prolijo, de material. Yo, que soy del 34, la conocí y la traté un poco a Azucena cuando ella andaría por los 18 o 20 años. Trabajaba en la Siam. Para la época era una linda chica, atractiva, pero así y todo su belleza interior era todavía superior (…) ¿que por qué? Yo era muy chico, claro, pero la recuerdo muy dulce, muy suave, atenta: fíjese que mi padre falleció el 30 de diciembre de 1976 y al otro día Azucena estuvo un rato largo en el velorio. Era el día de fin de año, ella ya llevaba un mes buscando al hijo que le habían secuestrado, sin embargo ahí estuvo, con nosotros, sentida, acompañando nuestro dolor que era también el de ella. Fue la última vez que la vi”.
Pero para las hermanas Moeremans no era lo mismo visitarla que tenerla. Era radicalmente distinto. Además, Azucena comenzó a trabajar.
Su anhelo había sido seguir estudiando, esto lo recuerdan todos. Pero no la hicieron estudiar y ése es un rencor latente en los parientes cercanos, que aflora ante el primer recuerdo. La hicieron trabajar.
El primer trabajo importante que tuvo fue el de obrera en una fábrica de vidrio, durante sus quince años. Es probable que haya trabajado en la famosa empresa de don Rafael Papini por la que había pasado su padre cuando era muy pibe, y también sus tíos siendo chicos. Un recuerdo temerario arriesga que así había sido, y que específicamente había prestado servicios en la planta que esta empresa tenía en la calle Chile, y de cuyo edificio aún hay restos enormes y macabros, con cúpulas, torres y chimeneas extrañas, todo en total abandono. Pero otros recuerdos descartan con contundencia esta posibilidad, aunque no aportan afirmaciones.
Pero en poco tiempo la echan “tal vez por haber organizado o participado de alguna revuelta, como podría haber hecho ella, ¡no se bancaba las cosas injustas!”, arriesga Lidia. Pero es sólo una posibilidad lejana que surge de entre cientos de pedacitos de imágenes que inevitablemente bullen cuando se intenta traer hechos lejanos, vividos como cosas comunes, en seres comunes durante los comunes y corridos días de la existencia.
No hay recuerdos sobre algún otro trabajo. Ni tampoco hubo tiempo material para ello, ya que cuando tenía exactamente dieciséis años y medio comienza a hacerlo en la empresa Siam, enorme complejo metalúrgico en plena expansión, que contaba, por ser de capitales nacionales y por el tipo de productos que fabricaba, con cierta simpatía entre la población. De sus galpones ubicados en varios puntos de la Provincia, miles de hombres —y también mujeres en algunas especialidades— daban a luz lavarropas, heladeras y coches, que la publicidad radial ya había hecho famosos.
Las heladeras Siam fueron las primeras de gran marca que llegaron a cientos de miles de hogares; y los coches Siam Di Tella, ni qué contar.
También por esta empresa —pocos años antes— había pasado su tío Aníbal y la esposa, Josefina, tía política de Azucena, casada cuando apenas tenía 16 años; vieja mujer que vivió y pateó los conventillos y las fábricas de la zona y que también fue obrera de la Lanera Argentina, en esa misma década. Juntos, lavaron los armazones de heladeras con trapos embebidos en un ácido que terminaba con las últimas grasitudes de la chapa y, de paso, con la salud de las manos. “Y el olor que había, penetrante, impresionante, se te metía por acá (…)”, cuenta Josefina mientras enrosca la palma de la mano en su cuello y lo recorre hasta el pecho, como acompañando la penetración de la toxicidad hacia los pulmones.
A pesar que Azucena empezó a trabajar varios años después que sus tíos en esta metalúrgica, ésta mantenía los mismos ritmos de rigurosa explotación hacia adentro, al tiempo que crecía su gran prestigio empresarial, de vanguardia, hacia afuera. La ahora joven metalúrgica, trabajará muchos años en esta empresa, pero en áreas más tranquilas, como telefonista.
Hay dos versiones distintas sobre las causas que llevaron a Azucena a Siam. Una fuente dice que la vinculó su tía política Carmen, esposa de su tío Abraham Villaflor, que ya trabajaba allí. Otra versión dice que fue tía Rosa —es decir, Rosa Pantuso, prima del futuro esposo de Azucena— quien la llevó a trabajar un poco de casualidad, porque sabía de puestos libres y porque ella siempre llevaba gente del barrio o conocidos de conocidos que se lo pedían.
La estricta verdad, en este caso, es poco importante. Lo destacable es que trabajó en esta empresa toda una década. Y lo hizo siempre como empleada telefonista.
Es posible que haya trabajado un breve período en negro —es decir, por fuera de las leyes laborales vigentes— al ingresar, porque algunos recuerdos afirman que ella contó alguna vez sobre una inspección que habían realizado funcionarios del Departamento Nacional del Trabajo y que a ella la habían escondido —junto a otras chiquilinas— porque su presencia en la planta no se justificaba legalmente.
Lo certero es que desde muchachita trabajó como telefonista, junto a su compañera Rosa Pantuso. Juntas, las dos solas, se pasaron largas jornadas, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, recibiendo llamadas o enlazando otras con el exterior de la planta a pedido de los jefes, en un cuartucho de la planta baja durante una primera época y en un sector de la planta alta, con algo más de comodidad, después.
Casualmente su compañera Rosa —a quien conoció en 1940/41— se transformó sobre el final de la década en su prima política. Es la mujer que luego, con los años, sería conocida en toda la familia, hasta hoy, como tía Rosa, rebautizada así por la generación siguiente.
“¡Si habremos pasado tardes juntas!”, cuenta Rosa Pantuso en su casa de Villa Castellino, pelo blanco y siempre bien arreglada. “Todas las tardes, porque ella siempre trabajó conmigo como telefonista. Una muchacha trabajadora, leal. (…) ¿Actividad política de ella en la fábrica? No ¡nunca, nunca!; mi primo sí fue delegado, pero ella no, jamás”.
Algunas fotos que perduraron a través de los años, muestran a Azucena, a Rosa y a otras compañeras de trabajo, con el delantal oficial de la empresa, posando en algún rincón de la planta o con el tablero de la central telefónica a sus espaldas; cinturas ajustadas casi de sirena, cabellos recogidos sobre las nucas, sonrisas remarcadas por el maquillaje y un ambiente de compañerismo que se sale de la imagen.
Sin embargo, recuerdos de posteriores amigas de Azucena —específicamente María del Rosario de Cerruti y Ketty de Neuhaus— mencionarán que ella misma les había contado alguna vez que había desempeñado algún rol sindical y que había arengado a los obreros ante alguna situación conflictiva. Si este recuerdo es certero, la actividad gremial de Azucena fue muy circunstancial, tal vez algún discurso o alguna propuesta durante algún conflicto concreto, porque los datos de este tenor se pierden inmediatamente o mejor dicho, se agotan en estos comentarios.
Su Certificado de Trabajo indica que entró a la metalúrgica Siam el 10 de octubre de 1940 y que dejó ese empleo —siempre desempeñado en esa planta de la calle Molinedo 1600, Avellaneda— el 31 de julio de 1950, cuando ya llevaba casi un año de casada y guardaba en la panza un embarazo de algo más de seis meses.
Por lo tanto, vivió desde dentro de ese complejo industrial, el surgimiento, el apogeo y el desarrollo del peronismo en el gobierno. E, insistimos, no dentro de cualquier fábrica, sino de la Siam, una gran empresa metalúrgica y vanguardia obrera y política de la zona.
Plácido Álvarez, viejo obrero del vidrio ya jubilado, y desde muchacho, compañero de trabajo del legendario José María Freire6 en la planta industrial de Rafael Papini, recordará que cuando se desarrollaba aquella semana clave de octubre de 1945, Avellaneda era un hervidero. Había razones para ello: en sólo ocho días, el hombre que ya era líder de la mayoría de los trabajadores argentinos, el coronel Perón, pasa del prestigio a la cárcel y luego a la gloria definitiva. El 9 de octubre es destituido de todos los cargos que desempeñaba en el gobierno de facto nacido en 1943; el día 12 por la noche es apresado y enviado a la Isla Martín García —en medio del Río de la Plata— en calidad de detenido e incomunicado; y en la mañana del 17 de Octubre decenas de miles de obreros paralizaron las plantas industriales y salieron a las calles, marchando a la Plaza de Mayo, para exigir la libertad de su Líder, recuperándolo de la cárcel esa noche.
Pero fueron los trabajadores de la empresa Siam los que arrastraron detrás de sí a buena parte del proletariado sureño. Esto lo asegura el mencionado Plácido Álvarez porque estaba ahí. También Azucena estaba ahí, como parte del personal de la empresa Siam y como partícipe, una más, de aquella pueblada.
Siguiendo la información que brinda el Certificado de Trabajo y Contribución citado, solicitado por Azucena en marzo del 53, podemos saber que durante todo el último año de trabajo, ganó quince pesos diarios, que su categoría era la de empleada y que estaba inscripta según libreta de afiliación Nº 239.305. El mismísimo Tito Caserta, en su calidad de Superintendente de Personal, fue quien extendió este certificado, en nombre de la empresa Siam Di Tella Limitada. Digamos —como curiosidad que muy pocos saben— que S.I.A.M. es una sigla que significa Sociedad Industrial Americana Maquinarias. Y que Di Tella es el apellido de una arraigada familia de nuestro país a la que pertenece el ex Canciller7.
Si sabemos que Azucena se casó en agosto de 1949, podemos decir con certeza que continuó un año como señora, frente al tablero telefónico, sin pausa. Hasta que decidió, junto a su esposo, dejar la fábrica. Querrían buscar algo así como su propio destino, aunque suene a título de película.
Pero pasaron otras cosas muy importantes en la vida personal de Azucena durante aquellos años de trabajo en la Siam. Uno de ellos fue el fallecimiento de su padre genético. Otro, su vuelta a la casa de los Moeremans. También apareció el hombre con quien se casaría.
En el mes de marzo de 1942 Florentino Villaflor murió como consecuencia de un accidente en su trabajo.
Trabajaba como obrero en la empresa Lanera Argentina, de dueños franceses, que funcionaba en la esquina de Rivadavia y Ecuador, frente a la casa paterna de Emma, barriada de Piñeiro y muy cerca del Riachuelo y de la ciénaga de Ecuador.
“¿Que por qué le decían la ‘ciénaga de Ecuador’?, porque a partir de la casa en la que vivíamos, alquilada al carbonero de al lado —cuenta Josefina Gómez de Villaflor— comenzaba hacia el Riachuelo una verdadera ciénaga. La gente contaba de muertos ahogados, de chiquitos… y hasta decían que una vez, un guapo de esos fanfarrones y borrachos que había en todos los despachos de bebida, tiró ahí el cadáver acuchillado de un pobre diablo, que mató vaya saber por qué pendencia. Pero lo que no me contaron porque lo vi con mis propios ojos, es una vez que un caballo que andaba suelto, sin monta, se fue metiendo, y como se empezó a dar cuenta que no podía levantar bien los cascos, se asustó y en vez de retroceder, avanzó: despacito se lo fue chupando el agua y el barro. Varios vecinos le tiraron sogas. Lo enlazaron para sacarlo, tiraron, pero no hubo caso, ahí adentro se quedó el pobre animal, al lado de quién sabe cuántos otros bichos”.
Lanera Argentina era un lavadero de lanas, traídas sobre todo de las enormes esquilas realizadas en la Patagonia argentina y que los trenes dejaban en Buenos Aires después de recorrer entre mil y tres mil kilómetros de rieles ingleses, desde haciendas inglesas, francesas y de criollos admiradores de la civilización, y que esquilaban —cintura encorvada— miles de argentinos, chilenos, turcos, gallegos, uruguayos y todo el que se animara a vivir tranquilo y a trabajar, en medio de un mar de nada y viento. El otro rubro que ocupaba muchos cientos de brazos en la misma Lanera era el lavado de cueros, especialmente vacunos.
Todo comenzaba cuando el día aún no tenía luz y los arrieros encaminaban ganado desde los corrales de descanso que estaban en los alrededores más o menos cercanos. En este caso, especialmente del que estaba en el barrio denominado La Mosca —llamado así por el mosquerío enorme que se juntaba alrededor de las toneladas de bosta que diariamente excretaban los animales— a partir de la esquina formada por las calles Pavón y De la Serna, hacia las vías del ferrocarril. Los ingresaban en los corrales de los frigoríficos del lugar —sobre todo en el llamado La Negra— y de allí en más ya todo era un proceso cuidadosamente programado. Desde las cinco, cuando la luz comenzaba a ganar los grandes espacios, los animales eran subidos por una rampa hasta el tercer piso de ese frigorífico: era la sección playa, en donde el martillero desvanecía o mataba con golpes en la cabeza al animal encerrado en el brete; el maneador lo sujetaba de las patas y lo elevaba con un guinche; el degollador le cortaba la cabeza y así el animal iba a los piletones de desangre; luego lo tomaba el garrador de manos y desde ahí comenzaba la faena propiamente dicha, bajo la batuta del matambrero.
En un rato, ya los primeros cueros sin carne —pero llenos de tejido adiposo, coágulos de sangre, trozos de tendones, abrojos, bosta fresca y otras porquerías— se apilaban en carros arrastrados por caballos mansos y guiados por hombres de pocas palabras. Recorrían un kilómetro —por la calle Pavón— hasta tomar una curva extraña hacia el noreste —calle Rivadavia— y por ella un kilómetro y medio. Cincuenta metros antes de unas vías —usadas sólo por vagones de carga— tenían su destino porque los portones de la Lanera los esperaban con sus amplias hojas abiertas, sólo diez metros antes de la calle Ecuador. Los peones descargaban y el carrero se aseguraba de hacerse firmar la papeleta de recibo, para luego enfilar nuevamente hacia el frigorífico en busca de una nueva carga.
Los cueros entraban en los amplísimos galpones de material, altos, con muchas ventanas y decenas de secciones, en cada una de las cuales desarrollaban tareas distintas, aunque todas duras, exigentes y agotadoras. Allí sí que no había diferenciación de nacionalidades porque los yugoeslavos trabajaban al lado de los alemanes, y los franceses —porque también había obreros franceses— junto a los españoles sin recordar que los Pirineos los separaban. Hombres y mujeres. Allí los unía el trabajo, el sufrimiento, el miedo al despido, una paga ingrata y un hambre que los hacia trabajar casi sin chistar.
Los cueros iban primero a los piletones, para su lavado, y después pasaban por varias mesas. “Algunos meses trabajé sacando cueros de los piletones y llevándolos a las mesas; le digo que esto lo hacíamos entre dos, pero igual dejábamos los bofes en cada pieza; ¿sabe cuánto pesa un cuero vacuno al sacarlo del agua?, ¡¡terrible!! Los riñones dejé”, cuenta una vez más Josefina Gómez. Y agrega que también trabajó en el peladero. Esta sección se dedicaba a extraer la totalidad de los pelos del cuero, para que el mismo pasara a un nuevo escalón hacia su destino de un definitivo y pulcro cuero curtido.
“Nosotras teníamos al lado de la mesa, en el piso, un tacho grande con un líquido que envenenaba los cueros. Se ve que le aflojaba las raíces a los pelos o algo así. Entonces, cuando nos dejaban el cuero en la mesa, lo abríamos bien, y le desparramábamos ese líquido con un manojo de trapos que un segundo antes metíamos en el tacho (…) el olor, la repugnancia, no sabe, horrible; y ahí, meta arrancar pelos con las manos y embadurnarnos más con ese veneno. ¡Y tenía que quedar limpito el cuero, eh!, si no, volvía para atrás y a hacerlo de nuevo y encima, el reto del capataz por trabajar mal”.
Cuenta Josefina Gómez que “un día me llamó un capataz chupasangre y me echó; sí, me echó, yo me fui. Por suerte ya estaba mi marido trabajando ahí y por lo menos un sueldo manteníamos. Después me contaron algunas obreras amigas que el comentario era que ese capataz había notado que yo estaba enflaquecida, magra, oscura, y no encontró mejor idea que la de decírselo a uno de los patrones. ‘¡¡Con que otra tuberculosa, eh… échela, no queremos enfermos!!’, le ordenó. Y él me echó. Pero, ¿sabe una cosa?, yo no estaba enferma. Estaba embarazada de la que sería mi hija Clotilde”.
Su marido, tío de Azucena, reafirmará las características del trabajo en la Lanera: “Era un trabajo duro y muy mal pago, claro, pero aparte muy sucio porque había cualquier cosa en un cuero, cosas impensables; pero la parte más difícil para dejar bien del cuero era la zona de la panza ¿vio?, en donde está el sexo (…) ¿Que por qué? Porque la meada moja en el animal todos los pelos de la zona y a lo mojado se le pega la tierra y se endurece, y tras un nuevo meo, se pega más tierra, o abrojos o bichitos que se quedan muertos, y otra vez tierra y más meo, con el tiempo eso es una cosa dura que no se puede cortar así nomás porque se puede dañar el cuero, y el que dañaba un cuero ¡¡¡a la calle!!! Estos franceses ganaban mucho con los cueros, y peones les sobraban”.
“Precisamente porque había tanta injusticia dentro de la Lanera —define el tío de Azucena— fue que la gente entendió que había que unirse y organizarse en un sindicato que defendiera nuestras cosas. Aquí fue que me eligieron secretario general y también trabajamos mucho desde acá en la organización de la lucha por la libertad del general Perón y en el 17 de Octubre”.
“El padre de Azucena, es decir mi hermano Florentino —sigue contando Aníbal Villaflor— murió efectivamente, trabajando en esta lanera. Resulta que en esa época él trabajaba llevando fardos altísimos de un lado a otro del galpón. Los llevaba con un carrito de esos de mano. Imagínese: ponía el carrito delante del fardo e inclinaba el fardo hacia adelante y, cuando apenas se levantaba un poquito del suelo, ahí le metía el piso del carrito. Pero faltaba subirlo al carro. Para eso tenía una soga con un gancho en la punta, lanzaba la soga por encima del fardo y clavaba el gancho en el cuerpo del fardo. Así sujeto, tiraba muy fuerte hacia sí y el fardo se volcaba sobre el carro. Ya lo tenía dominado. Miles de veces hizo ese movimiento Florentino y siempre bien. Pero ese día, el gancho no quedó bien agarrado al fardo y cuando tiró, como siempre, con toda su fuerza hacia atrás, el gancho se zafó y mi hermano se fue para atrás, sin control”.
La partida de defunción —con la firma del doctor Néstor Marciles— especificó que había muerto por fractura de cráneo, el día 23 de marzo de 1942. Fue atendido en el Hospital Fiorito y allí El Bizco —tal como le decían de muchacho por tener, justamente, un ojo desviado— dejaba cerrado su discutible aporte a Azucena, a Emma y a la historia de los Villaflor. Era el primero de los cinco hermanos en morir.
Algunos frágiles recuerdos retienen que muerto Florentino, Emma y sus hijas se fueron a vivir con su hermana Esther, a una casita en Lanús, por Caaguazú y Vélez Sársfield. Estaban a un puñado de metros de la avenida principal de la zona y a pocas cuadras de la estación de ferrocarril.
Algún tiempo después —seguramente por desinteligencias con su hermana— se mudan de nuevo, ahora con proa a la casa de sus cuñados y Josefina, quienes le dan cobijo en su casa durante un tiempo.
5 Mabel Alvarez, integrante de la Junta de Estudios Históricos de Valentín Alsina, incansable investigadora de la historia de la barriada de Valentín Alsina, ha recuperado a nuestro pedido, algunos afiches que propagandizaban obras de teatro que se presentaban en la localidad y ahí aparece el nombre de Magdalena Villaflor integrando el elenco.
6 Freire era un antiguo socialista que adhirió al peronismo, siendo desde 1946 Ministro de Trabajo de la Nación del primer gobierno del general Juan Domingo Perón.
7 Guido Di Tella fue el Ministro de Relaciones Exteriores en las presidencias de Carlos Saul Menem, y autor del legendario concepto de que con Estados Unidos había que mantener “relaciones carnales”.