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Capítulo 5

Vuelta con los Moeremans

Durante su historia laboral en la Siam, Azucena cumplió la mayoría de edad, decidiendo en ese momento volver a vivir con los Moeremans. Seis o siete años estuvo Azucena sin compartir el techo con ellos, al que consideraba su techo. Por eso retornó, nadie se lo podía impedir. No hay recuerdos certeros tampoco de que alguien haya actuado en esa dirección.

En esos días fue que llegó a la casa de su tía Magdalena, lloriqueando, malhumorada, y les contó a sus tíos sobre algún conflicto que había tenido en su casa. Tal vez haya sido el originado ante su decisión de irse definitivamente a lo de los Moeremans. Habrá sido grave ese nuevo encontronazo ya que inmediatamente Alfonso y Magdalena fueron a lo de Emma para aclarar ese asunto que ponía tan mal a Azucena. Nadie contó qué hablaron. Pero la reunión fue lo suficientemente cortante y definitiva como para que Magdalena y Alfonso se volvieran con ropa, objetos y pertenencias de Azucena. Ese mismo día Alfonso compró un sofá-cama.

La casa que la recibió tenía un jardín al frente y era de madera, estaba en la calle Bernal 114 (aunque, por los cambios de numeración, en la actualidad su frente tiene el 1348), dentro de la barriada de Lanús.

Un carnet sindical de Azucena como afiliada a la Unión Obrera Metalúrgica con el número 6.398 es guardado por su hija Cecilia. Ese carnet fue extendido en enero de 1947 —Azucena tenía 22 años— y en él consta que su domicilio era en la calle Bernal 114, es decir, el de los Moeremans.

La primera pieza —que era el frente de la casa— la ocupaba una señora extraña a la familia. Luego comenzaba el hábitat que alquilaban y cobijaba a los Moeremans: disponían de una habitación grande, para el matrimonio; dos cuartos más chicos que daban a un patio descubierto; una cocina que estaba cruzando el patio y el inevitable fondo, en el que la ya vieja Clotilde criaba gallinas y plantaba todo lo que podía en una quintita improvisada. También estaba el infaltable galponcito, en donde se metía todo lo que en primera instancia no servía, pero que con cualquier excusa todavía no se tiraba a la basura.

Apenas se incorporó Azucena, en uno de los cuartos chicos siguieron durmiendo las dos hermanas mayores con su abuela y en el otro cuarto —que hasta ese momento había funcionado como comedor— Alfonso instaló el flamante sofá-cama.

Allí, juntas, durmieron hasta agosto del 49 Lidia y Azucena.

Para Lidia, Azucena siempre fue la grande, el objeto a alcanzar, el ejemplo. Pero sobre todo, la gran compinche. Para Azucena, Lidia era la más chica, a la que podía ordenar, peinar, hacerle rulos, sentarla a hacer los deberes y todo lo que se le ocurriera.

“Yo trato de ubicarme en aquella época —cuenta Lidia— y me veo siempre atendida por Azucena o por mi abuela Clotilde. Más por Azucena —dice, mientras frunce el seño para precisar su recuerdo—. Mi mamá trabajaba irregularmente, pero siempre estaba vinculada a alguna obra de teatro y también para esa época a la radio, no era extraño que no estuviera en casa. Pero a Azucena sí la recuerdo a todas las horas del día”.

“Ahí, en ese comedorcito transformado en pieza para nosotras, Azucena me explicaba a la noche los resúmenes que le había pedido que me preparara para la escuela durante el día (…) ¿Que por qué de noche? ¡Para que mis padres no me retaran! Ella me preparaba los deberes y los resúmenes para las lecciones, pero me las explicaba para que aprendiera algo y supiera defenderme en la escuela. ¡Y los chistidos de mis padres o de mis hermanas para que nos dejáramos de cuchichear y para que los dejáramos dormir!

Todo mi sexto grado —el último del ciclo primario en aquella época— lo cursé con Azucena atrás, ayudándome, exigiéndome, guiándome. Sobre el fin de ese año llamaron en mi escuela a un concurso entre los chicos de los sextos para elaborar una composición de despedida. ¡No tuve mejor idea, distraída, que contárselo a Azucena! Escribió un texto de locos, buenísimo, me lo hizo memorizar y al otro día, en la escuela, lo escribí tal cual. ¡Vinieron las felicitaciones, se la leían entre las maestras: era un hallazgo! Yo, claro, me sentía contenta y orgullosa. Pero después de las felicitaciones me dijeron que la tenía que leer en la fiesta de fin de año frente a toda la escuela. ¡El orgullo se me fue al piso y me quería morir!, nunca había leído nada en público, me daba vergüenza y dije que no, estaba desesperada. Pero la maestra en la escuela y Azucena en casa, coincidieron sin saberlo: ¡¡tenés que leerlo!! Y lo leí (…) Para esa época a Azucena la recuerdo como a una muchacha bien formada, con buen busto y un pelo rojizo natural que usaba suelto, que impactaba. ¡A lo Rita Hayworth!, decía ella, riéndose de sí misma”.

Además de trabajar duro en Siam, Azucena se enamoró dentro de esos tinglados de un trabajador que, a pesar de que tenía sólo veintitrés o veinticuatro años, ya llevaba una decena de años de empresa porque había empezado de cadete a los catorce.

Este muchacho se llamaba Pedro Carmelo De Vincenti. Había nacido el 1º de marzo de 1922, aunque sus documentos dicen que nació el día 18. Era hijo de Domingo, nacido en 1890, y de Filomena Scarlato, de 1894. Su ascendencia italiana es flagrante. Según algunos recuerdos, era un hogar que resguardaba mucho sus intereses comunes, con una jefa indiscutible que era doña Filomena. Lo que decía la mamma era palabra santa, y el que la contradecía o peleaba corría el riesgo del rechazo familiar general.

Para aquella época, la casa8 del novio de Azucena tenía a la derecha un portón de acceso para caballos, carros y gente, y un largo pasillo adoquinado hasta el fondo, en donde estaban las caballerizas. A la izquierda las piezas de madera y la cocina. En un rincón, un cuarto especial en donde se mataban gallinas y chanchos para la manutención y para hacer la factura.

Don Domingo De Vincenti era un tipo bonachón. Construyó su casa desde un suelo pantanoso que rellenó día a día. Tuvo un trabajo duro que le permitió ir ahorrando el peso: fue durante años juntador de bosta por las calles y la vendía a los hornos de ladrillo.

Doña Filomena, por el contrario, era la que ordenada, la que dirigía, la que mandaba en su más estricto sentido de la palabra. “Era una gran mujer —nos recuerda Tito De Vincenti, el menor de los hijos— con un carácter muy fuerte. Con Azucena tenía algunos roces porque ella también tenía un carácter muy firme. Además, seguramente, había algo de celos porque mi hermano Pedro era el preferido de mi mamá”.

Pedro fue empleado en la Siam desde los catorce años y se hizo peronista desde jovencito. Fue delegado y sindicalista de la Unión Obrera Metalúrgica. Hay recuerdos y fotografías que así lo acreditan. A pesar de esta documentación, su hermana Angelita niega cualquier militancia gremial y política de importancia. Sí afirma que Pedro participó de la jornada del 17 de Octubre pero sólo “como un trabajador más, entre tantos”.

A media tarde Azucena salía del trabajo. Del portón de la fábrica caminaba unas diez cuadras hasta la casa de su flamante novio, en la calle Mario Bravo 1242, a media cuadra de Oliden. Lo visitaba y compartía con sus futuras cuñaditas y suegra —y con su novio, claro— algún té o unos mates. Al rato emprendía el regreso para su casa. Formaba parte de las visitas habituales a la casa de su futuro marido el compartir también, el almuerzo de cada domingo.

“¿Que cómo la recuerdo yo a Azucena en esta época? —se anima a responder Francisco Tito De Vincenti—. Azucena era la novia de mi hermano y luego la esposa, por lo tanto ella era mi cuñada. Pero decir esto me suena a no decir nada. Es tan poco (…) Azucena era una hermana mayor para mí, era más que una hermana, era una mujer buena que estaba ahí donde hiciera falta. Si había algún enfermo, los primeros en llegar eran Pedro y Azucena; si había un cumpleaños, el primer regalo era de Pedro y Azucena; si alguien tenía un problema, los primeros eran Pedro y Azucena, o Azucena y Pedro, no sé… —y frunce sus hombros grandes sin poder resignarse a no tenerla—. Eso sí, cuando se lo llevaron a Néstor, ella cambió. Siguió viniendo, sí, pero menos. Además estaba un ratito y decía: Bueno, ¿vamos Pedro?”.

Con Pedro tuvo un noviazgo de unos tres años largos y se casaron el 11 de agosto de 1949. Ambos peronistas, se unieron en la época de oro del primer período de gobierno de su Líder.

Pero no les fue tan fácil casarse pues apareció un problema para ello: Azucena no estaba bautizada. Y en esa época ningún cura quería bautizar a una persona de 25 años. Buscaron y buscaron un alma caritativa con sotana, pero no aparecía hombre de la iglesia que estuviera dispuesto a enfrentar lo que al parecer era un terrible pecado.

Una vez más tuvieron que intervenir Alfonso y Magdalena y se entrevistaron con el cura de la iglesia de Remedios de Escalada, en la calle Rosales. Volvieron con la buena nueva de que se haría el bautismo.

En la ceremonia, sencilla y solemne, el párroco le preguntó a Azucena qué nombre tenía:

—Azucena —contestó.

—¿Y el segundo nombre? —preguntó extrañado el cura.

—No tengo otro, me llamo nada más que Azucena —le contestó ya incómoda, seguramente pensando que ése sería otro requisito inexpugnable para obtener el bautismo.

—No puede ser, así no puede ser —carraspeó para sus adentros el cura y fijó su vista en los papeles que tenía sobre una pequeña mesa. Anotó algo y luego le dijo:

—De ahora en más eres Azucena María —y comenzó con el acto litúrgico.

En síntesis: entró con un nombre y salió con dos. Todo porque para el cura no podía ser que tuviera un solo nombre.

A pesar de la incomodidad —que en definitiva produjo más risas que preocupación— ya había allanado el impedimento para su casamiento por iglesia.

Calles adoquinadas seguramente por italianos alcoholizados, porque no había uno al mismo nivel que el otro. Casas bajas o con no más de una planta, casi siempre de madera. Cercanía al Riachuelo. Ruidos crujientes de los ejes de los carros y golpes múltiples y agudos de los cascos de los caballos sobre aquellos adoquines.

Ésa fue la escenografía de la niñez y de la juventud de Azucena. Mucha chapa y madera, ruido creciente y rítmico de balancines, carros que iban dejando su función a camionetas y camiones y por lo tanto, las pilas de bosta —con sus infaltables clientas, las moscas— que los barrenderos ya iban dejando de encontrar durante sus recorridas callejeras. Aunque todavía, y por varios años, seguirían existiendo vendedores de pan, de pescado y de verdura que, con la mejor voz que Dios les dio, ofertaban a los vecinos su mercadería fresca y a los mejores precios. Iban en carros, seguidos inevitablemente por un perro que zigzagueaba su trote entre las patas del caballo y las ruedas del transporte.

Valentín Alsina, Lanús, Villa Castellino, Avellaneda, todas barriadas obreras, todas, que colgaban al sur de la Capital produciendo, cada día desde muy temprano, lo que la sociedad precisaba. Desde los churrascos para el almuerzo hasta las armas para la represión, desde la concentración de frutas y verduras, cueros y lana en el Mercado Central de Frutos hasta fósforos, desde hierros y caños hasta fideos.

La abuela Clotilde había trabajado en las tareas de campo en su Cuyo querido y en Buenos Aires había hecho de todo, hasta trabajar por horas para otras familias, lavando ropa o haciendo lo que le indicaran. Su mamá de crianza, Magdalena, había sido obrera textil. Ella misma, empleada metalúrgica. Tres generaciones de mujeres trabajadoras durante seis décadas, hasta el centro del siglo XX.

Por lo tanto, aquello de que ahora —en los finales del siglo XX9— la mujer se incorpora al mundo del trabajo, como dicen algunos sociólogos y estudiosos de las relaciones laborales y de las novedades sociales, es parcialmente cierto.

Azucena terminó de trabajar en relación de dependencia en 1950. Unos meses antes, dijimos, se casó.

Azucena y Pedro estuvieron en el Registro Civil primero y luego en la Iglesia del Sagrado Corazón. Ambos en Lanús. Luego, pasado ya el mediodía, hicieron un brindis en la casa de Pedro con toda la familia De Vincenti, y luego otro brindis en la casa de tía Magdalena, sobre la calle Bernal. Por alguna razón —tal vez de celos o de algún tipo de rencores— no unificaron este pequeño festejo. “Yo, como fui la madrina del casamiento —cuenta Angela De Vincenti— tuve que ir a los dos brindis. Pero de mi familia fui yo sola a lo de los Moeremans. Nadie más”. Lo mismo —pero a la inversa— hizo el padrino de la novel pareja, que fue el operador cinematográfico belga Alfonso Moeremans.

Sólo en el primero de los brindis estuvieron presentes Emma, la mamá de Azucena, y su otra hija, Elsa. Y al otro día también estuvieron para ayudar a ordenar la casa y a lavar vasos, copas, platos y fuentes, usados en el brindis por el casamiento de su hija genética.

Cuando comenzaba la noche, la pareja se fue al centro de la ciudad, a un estudio fotográfico importante para que les hicieran las placas clásicas e inolvidables y al rato nomás, cuentan algunos relatos semiseguros, se instalaron cómodamente en un hotel capitalino. Hubo noche de bodas pero no hubo luna de miel. No había dinero para semejante lujo. Para colmo, días después se enteraron de que las fotos se habían velado. ¡Y no podían casarse de nuevo! Entonces tomaron una decisión singular: hicieron otras fotos. Pero los que estuvieron en los brindis y tienen buena memoria, recordarán que la ropa con la que aparecen en las fotos de casamiento no son las mismas que las que tuvieron el día del enlace.

Lo de la noche de bodas en un hotel, si existió, no fue más que eso. Al otro día al mediodía ya estaban en la casita de la calle Lacarra, pues habían quedado con el padrino que al mediodía siguiente les llevara comida sobrante del segundo brindis.

El primer domicilio de casada, Azucena lo tuvo sobre la calle Lacarra, localidad de Gerli, en Lanús. Una casita alquilada, linda para la época y para la zona. Desde días antes al casamiento, los novios y por lo menos la asistente Lidia —que andaría por los catorce o quince años— trabajaron en pequeñas reparaciones y en la pintura de la casita, para que sea, simplemente, más acogedora.

Pero en cortísimo tiempo —tal vez cuando Azucena quedó embarazada— ambos resolvieron dejar la Siam y emprender algún proyecto solos, con la ayuda económica de alguna indemnización que la empresa debió abonarles.

Así fue que Pedro conversó con su primo Nicolás Pantuso y resolvieron encaminarse comercialmente con un almacén en la esquina de Mario Bravo y Oliden. Iniciaron así una sociedad comercial que creó gran expectativa e ilusión, pero que tuvo poca vida productiva.

8 Conocí esa casa en 1995 y puedo asegurar que se mantenía muy parecida a la descripción mencionada.

9 Reiteramos que este libro fue editado por primera vez en 1997.

Biografía de Azucena Villaflor

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