Читать книгу Biografía de Azucena Villaflor - Enrique Arrosagaray - Страница 9

Оглавление

Capítulo 1

Desde los conventillos

Cuando el otoño de 1924 avanzaba con su secuela de árboles desnudos y de echarpes envolviendo los cuellos de las muchachas cálidas, nacía en una casa muy humilde de la barriada de Valentín Alsina, Partido de Avellaneda, República Argentina, una nena que salía del cuerpo fresco de una chica quinceañera. Las dos de cutis blanco y cabellos rubios. La madre se llamaba Emma. A la niña la llamaron Azucena, como la flor. Seguramente no supieron jamás que ese nombre era de origen árabe y que hundía sus raíces específicamente en su vocablo “al-susana”.

Sin embargo, a pesar del parimiento, a pesar del sudor, de los dolores, de los pujos y de la desesperación protagonizada exclusivamente por Emma, el que reconoció legalmente a la criatura fue sólo el padre, Florentino Villaflor, quien el 24 de abril se llegó hasta la oficina del Registro Civil de la localidad para informar del alumbramiento.

Esta declaración, transformada en la formal partida de nacimiento de Azucena —asentada bajo el número 532 del tomo II de 1924—, está tal cual como en aquella época, en unos libracos que ahora reposan en los estantes polvorientos de la sede central del Registro Civil del partido de Avellaneda, y especialmente, en el rincón denominado Sección Piñeiro, oficinas que funcionan en la localidad de Sarandí, dentro del mismo Partido.

Allí quedó asentado su nacimiento, como ocurrido a las ocho de la mañana del lunes 7 de abril de 1924, y en calidad de “hija natural” porque no se cita el nombre de la madre. El acta indica también que el parto fue en una casa particular, ubicada en la calle Uruguayana número 2630, domicilio personal que declara Florentino, dato del que se desprende que además era el domicilio de la pareja. Aunque en ese documento escrito no se habla de ninguna pareja.

Esa partida de nacimiento contiene una pequeña mentira de Florentino, o un error de cálculo del empleado, ya que él aparece declarando 22 años cuando en realidad le faltaban ciento cincuenta y cuatro días para cumplirlos. Pero parece que hubo otro error en la partida, justamente en la fecha de nacimiento, ya que todos los familiares siempre le festejaron el cumpleaños a Azucena el día 4 de abril y ella misma decía que había nacido ese día. Es imposible a esta altura poder determinar la exactitud de una u otra afirmación, la emergente de la documentación escrita o la que proviene de la documentación oral.

Por suerte no es un dato esencial y, sea una u otra la verdad, no altera en nada el aporte que Azucena hiciera contra la dictadura más atroz y sangrienta que conoció la Argentina y a favor de la dignidad humana.

Firmaron como testigos de esta declaración los señores Ángel Mariscotti, argentino, y Mariano Maidana, brasileño. Ambos ilustres desconocidos para los familiares contemporáneos y descendientes de Azucena.

La calle Uruguayana, citada en la partida de nacimiento de Azucena, se llamó legalmente así hasta el 26 de diciembre de 1916, fecha en la que por Ordenanza Municipal nº 28, emanada del gobierno del Partido de Avellaneda, pasó a llamarse Gobernador Oliden. Pero como es habitual, la población —y como vemos, hasta los funcionarios oficiales— siguió llamándola con su nombre anterior. Antes de llamarse Uruguayana había tenido otros dos nombres que la historia enterró: el de Coronel Pringles y el de Neuquén.

Hasta 1944 el Municipio de Avellaneda estaba conformado por muchas localidades, entre ellas la de Lanús y la de Valentín Alsina. Desde aquel año, Lanús pasó a ser la cabecera de un nuevo Municipio que, con ese nombre, incluyó a la barriada de Valentín Alsina, por lo tanto las calles de la zona recorrieron con un mismo nombre dos Municipios. Es el caso de la actual calle Oliden. En Avellaneda tiene veinte cuadras y por lo tanto está numerada hasta el dos mil, cuando ésta llega a su intersección con la calle Chile cambia de Municipio y entra en Lanús, mantiene el mismo nombre, pero empieza numerándose otra vez desde el inicio. De todos modos, por suerte, quedan amuradas aún algunas viejas chapas con la numeración antigua que dejan pistas claras y definitivas acerca de la zona en donde estaba ubicada la casa natal de Azucena.

El primer domicilio de Azucena estaba ubicado entonces en el corazón de la barriada de Valentín Alsina, sobre la actual calle Oliden, en una cuadrita de no más de treinta metros de extensión, entre la calle principal de esa localidad, Presidente Perón —hasta hace pocos años denominada igual que la localidad, Valentín Alsina— y otra llamada Jean Jaures.

Esa pequeña cuadra contiene cinco frentes. El de la casa nativa de Azucena ahora no es más que una pared lisa con un portón muy descuidado. A su lado un cartel que ofrece reparación de automóviles que desde hace mucho tiempo está cerrado, sin trabajar. A sólo quince metros hay una plaza que, según los vecinos, existe “desde siempre”. Es la llamada Plaza 1º de Mayo, que está formada por dos lonjas de tierra divididas una de otra por la calle Presidente Perón. Con sólo verlas se puede apreciar que ese espacio fue diagramado desde hace muchísimos años como lugar público. Esto se comprueba no sólo con el comentario de vecinos viejos o con el resultado de investigaciones específicas sobre la división territorial del sector, sino simplemente viendo, con ojos de neófito pero con un mínimo de agudeza, las ancianas palmeras, enormes, altas, rectas hacia el cielo, que están ubicadas —armoniosa y programadamente— sobre el terreno de ambas parcelas.

Pero digamos además —y ahora sí como consecuencia de investigaciones muy específicas— que cuando Azucena nació menos de la mitad de los terrenos tenían construcciones, lo que predominaba era el barro y los potreros, por más que viviera a unos pasos de la avenida principal.

Este pueblo fue dibujado en la década del ´70 del siglo XIX, a pedido de Daniel Solier, el gran propietario de todas esas extensiones, cuando se le antojó lotear y vender. El eje de las 101 manzanas que comprendía el proyecto era una arteria de mayor anchura que llamaron inicialmente Boulevard Alsina (luego llamada Valentín Alsina y actualmente Presidente Perón), que unía la avenida Rivadavia con el Puente Uriburu (más conocido por todos —hasta en la letra de los tangos— como Puente Alsina) y a lo largo de este boulevard se dibujaron dos plazas: Plaza Progreso y Plaza Constitución, ambas de una hectárea aproximadamente. Media hectárea quedaba de un lado del boulevard y la otra mitad del otro. Por lo tanto, cada media hectárea de plaza estaba rodeada de cuatro pequeñas manzanas casi triangulares (geométricamente hablando son trapezoides rectángulos porque cada figura o manzana tiene dos ángulos rectos, otro agudo y el último obtuso y la longitud de los cuatro lados es desigual), incluyéndose dos diagonales de cada lado. De modo que si uno se para en medio del boulevard a la altura del centro teórico de ese espacio verde, puede apreciar cómo desembocan sobre las plazas ocho calles, cuatro en línea recta y otras cuatro en diagonal. Un dibujo raro —por lo menos en Buenos Aires— de un arquitecto que fue respetado en su proyecto original.

Por el Boulevard Alsina ya circulaba cuando nació Azucena, el Tranvía Eléctrico del Puerto, además de carretas, tílburis, galeras, caballos y algunos automóviles.

La Plaza Progreso cambió de nombre al otro año del nacimiento de Azucena por el de 1º de Mayo, como se llama en la actualidad.

Desde el aburrido punto de vista catastral, Azucena nació en la manzana número 46 de ese barrio, limitada por las calles Primero de Mayo, Boulevard Alsina, Oliden y Jean Jaures.

Para mensurar la importancia que tenía Valentín Alsina cuando nació Azucena, digamos que de acuerdo al censo oficial de 1914, el total de habitantes del partido de Barracas al Sud eran 145.000 habitantes. De ellos, 37.600 vivían en el pueblo cabecera, 33.800 en la franja este del actual Lanús y sólo 5.212 en Valentín Alsina, o sea, sólo el 3,6 % del total de habitantes del Partido. Estas cifras no serían muy distintas una década después, y menos aún las proporciones.

Es de suponer entonces que Azucena debe haber tomado aire y sol no sólo en el patio de la casa de alquiler ahora desaparecida, sino también en esa plaza.

Afirmamos lo de casa de alquiler porque la familia encabezada por Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda —padres de Florentino y de Magdalena y “jefes” de ese núcleo— nunca fueron propietarios de una casa y siempre vivieron en piezas alquiladas en conventillos. O posteriormente, ya viejos, en las casas de sus hijos.

Ese rincón de Valentín Alsina es hoy en día una zona colorida, de intenso tránsito, con muchos comercios y, por lo tanto, con gente que los frecuenta y con andanadas de chicos y muchachos que se instalan en la plaza dándole vida siempre sonora y movediza.

Esa casa estaba a veinte cuadras de la empresa Siam, a la misma distancia del frigorífico Wilson, a quince cuadras de la enorme lanera Compomar y Soulas, a quince cuadras de Lanera Argentina, a ocho cuadras de la legendaria planta que sobre la calle Chile tenía la fábrica de vidrio Papini y a sólo ocho cuadras —derechito por Oliden— exactamente de donde la misma Azucena tendría su propio almacén un cuarto de siglo más adelante de su historia.

Siempre fue una calle importante la que mencionamos como Valentín Alsina porque siguiéndola lleva al Puente Uriburu; puente que comunica —Riachuelo mediante— con la sureña, proletaria y religiosa barriada capitalina de Nueva Pompeya, uno de los pocos cruces sobre el Riachuelo que comunican la Capital Federal con la Provincia de Buenos Aires.

Era, en síntesis, una barriada obrera en tiempos en que era muy duro ser obrero porque gobernaba el país la más rancia aristocracia a través de un hombre del legendario y otrora insurreccional —qué paradoja— partido Unión Cívica Radical: don Marcelo Torcuato de Alvear. Hombre bien conocido hasta en Europa, puesto que supo ser recibido por algunas de las más altas personalidades de la época.

Era un país que intentaba lograr buenas cosechas y mantener el gran stock ganadero que poseía. Un país en el que para aquella época —igual que ahora— la propiedad terrateniente ya dejaba claro quién mandaba en el campo y en el que reinaba la leyenda de que con dos buenas cosechas andábamos de parabienes. Claro que los que andaban bien eran los dueños de la tierra, quienes en sus haciendas en el medio de la fértil llanura pampeana, hablaban entre sí en francés porque era el idioma de la gente civilizada y que eran, además, quienes monopolizaban la centralización de las exportaciones. El resto, tenía que ser humilde y maldecirse por no haber tenido un abuelo oficial expedicionario del desierto junto al general Roca, ya que por esa época se repartió tierras a manos llenas para los apellidos ilustres.

En un país y en una época nació Azucena en el que todo estaba en disputa: desde los grandes mercados exportadores hasta el plato de comida gratis que se solía dar para los pobres en alguna institución caritativa; desde más tierra para acumular poder hasta un puesto de peón en un frigorífico; desde el gobierno hasta un miserable cuarto de conventillo.

Para 1924 ya llevaba ocho años de gobierno la misma corriente política. La Unión Cívica Radical (UCR) ya había completado un período electoral con la presidencia de Hipólito Yrigoyen y continuaba ahora —desde 1922— con Marcelo T. de Alvear. Los “conservadores” habían tenido el gobierno desde 1880 hasta 1916 y a pesar de que los radicales detentaban ahora el gobierno, las palancas claves en la trastienda política seguían en manos de aquellos hombres que encarnaban, en concreto, los intereses de la oligarquía terrateniente. Esos intereses ponían el centro en la producción cerealera y en la exportación de ésta. Era literalmente cierto que si tenían dos buenas cosechas consecutivas, todo andaba bien y regaban con el mejor champagne los acuerdos comerciales obtenidos. Y hasta cierto punto se verificaba que todo andaba bien, porque el mercado se movía, porque había algún dinero, porque una parte de esas ganancias enormes iban a parar a algunos nuevos emprendimientos en las ciudades y se creaba la ilusión de que la Argentina crecía.

Pero la gente común sabía que la realidad era otra. Sabía que los portones de los frigoríficos, de los lavaderos, de las curtiembres y de las incipientes metalúrgicas, se llenaban cada madrugada de cientos de hombres en busca de un puesto de trabajo, aunque sea por el día.

Muchos hombres habían luchado para cambiar esta situación, pero sólo los radicales habían sabido denunciar con alguna profundidad y credibilidad la corrupción política del régimen imperante y su carácter antipopular, por lo que llamaron más de una vez a luchar frontalmente contra ese régimen. Fue la única fuerza política que por aquellos años organizó levantamientos armados contra los conservadores y la oligarquía. Levantamientos no sólo organizados sino también encabezados personalmente, fusil en mano, por políticos prestigiados como Leandro N. Alem en primer término, e Hipólito Yrigoyen posteriormente. Es cierto que fueron levantamientos parciales y con demasiado peso de pequeñas facciones militares, de burguesía y de pequeña burguesía, pero fueron verdaderos levantamientos político-militares que amenazaron el orden imperante, que aparecía, para muchas miradas cultas e incultas, como natural e indiscutible. Pero estos levantamientos fracasaron. Tal vez por su carácter predominantemente putchista, por la carencia de un verdadero apoyo y participación de buena parte del pueblo, tal vez por la desconfianza y en algunos casos hasta el odio que gran parte del proletariado simpatizante del anarquismo sentía por los radicales, o por lo que sea. Pero fallaron, con su secuela de muertos, presos y exiliados. Y de cansancio. Por esto hubo una enorme alegría en gran parte de la población cuando Yrigoyen triunfó electoralmente en 1916: ahora era Presidente de la Nación el mismo hombre que había organizado personalmente el levantamiento de 1905, aplastado a sangre y fuego por los personeros que los viejos sectores oligárquicos tenían en las fuerzas armadas. Fue un triunfo del pueblo contra aquella oligarquía. Pero esa oligarquía, si bien había perdido el gobierno, sustentaba el poder aún con más fiereza.

Esta puja estará presente durante los seis años de gobierno de Don Hipólito. Se expresará también en la designación del candidato a presidente por la misma Unión Cívica Radical para las elecciones de 1922 y quien finalmente resultará triunfante: Marcelo Torcuato de Alvear.

En unas pocas líneas queremos hacer una reflexión más sobre este particular.

Los sectores oligárquicos tuvieron que soportar el triunfo de Yrigoyen, pero no lo hicieron de brazos cruzados. Por el contrario, se dieron a la tarea de encontrar los mecanismos para desgastarlo y retomar el gobierno de la forma más tranquila posible. Su táctica fue, como ocurrió con otras fuerzas políticas en el mundo ante situaciones similares, la de socavarlo desde adentro, dividir ese partido y ganar un sector mayoritario para sus propios intereses.

La división del partido se tradujo en crear una corriente “antipersonalista”, para lo que se había trabajado previamente en acusar a Yrigoyen de tomar con frecuencia actitudes “personalistas”. Luego se buscó el candidato óptimo dentro mismo de las filas radicales, pero verdaderamente confiable para las clases dominantes locales y para las grandes potencias que dominaban el mundo en aquella época. Para 1922, el candidato era Alvear, embajador argentino en Francia. Más confiable para el jet set europeo, imposible.

Pero no fue fácil lograr que Yrigoyen aceptara la designación de este candidato. A pesar de que sus sostenedores realizaron un largo trabajo, desde diversos ángulos, para presionar al “Peludo” Yrigoyen, ya en marzo del 22 no había más tiempo para nada y las presiones se fueron cerrando alrededor del líder radical. El 10 de marzo se reunió la convención de la UCR y el 11, en una reunión muy tensa en el Café París —¡¡¡vaya casualidad!!!—, lograron que Don Hipólito dé su media palabra de aceptación por la candidatura de Alvear. Al día siguiente, la convención reunida en el Teatro Nuevo aprueba la fórmula presidencial: Marcelo Torcuato de Alvear y Elpidio González.

A pesar de esta designación Alvear no regresó al país. Por el contrario, intensificó su trabajo en Europa.

Las elecciones fueron en abril y sobre un padrón de 623.380 ciudadanos, algo más de 450.000 votaron en favor del radicalismo. Pero tranquilo, Alvear se quedó en París. En el centro del mundo. Allí recibió felicitaciones de los gobernantes de los países que eran ejemplo para el planeta. El rey Víctor Manuel de Italia lo invitó en julio del 22, tras su triunfo electoral, y lo agasajó como a un verdadero triunfador; luego hizo lo propio Jorge V de Inglaterra, y, como para no ser menos, el rey de España, Alfonso XIII, lo recibió en su corte y con una gran fiesta se manifestó contentísimo por el triunfo categórico en las elecciones de aquel lejano país de Sudamérica. En medio de estos fastuosos agasajos se tejieron seguramente algunos de los acuerdos más importantes que, con el transcurrir de los meses, se transformarían en negocios concretos, recuperando el gobierno argentino su imagen confiable para los intereses de las clases dominantes europeas.

Viajando hacia el sur, se detuvo en Brasil primero y en Uruguay después, recibiendo nuevas y calurosas felicitaciones de ambos gobiernos. A Buenos Aires arribó el 14 de agosto y asumió la presidencia el 12 de octubre de 1922, gobernando hasta 1928.

La Unión Cívica Radical mantuvo en su seno la división mencionada: personalistas y antipersonalistas. Pero no ocurrió lo que los sectores oligárquicos esperaban, es decir, un definitivo desprestigio de Yrigoyen. A pesar de toda la presión en contra y de toda una maquinaria puesta a trabajar para desprestigiar al líder radical, Yrigoyen ganó primero las elecciones internas dentro del propio partido radical y luego las nacionales, retornando al gobierno cuando la década del 20 sólo tenía por delante catorce meses de vida. Y a un puñado de semanas nada más del estallido de la bolsa de Nueva York que repercutió en el mundo entero.

Pero ya las clases dominantes locales y los personeros internacionales no lo soportaron más y lo echaron por la fuerza con un golpe de estado militar a un año y pico de gobierno, comenzando en 1930 lo que se llamó en Argentina “la Década Infame”.

Azucena nació en el marco de esta disputa política y se crió en un hogar no ajeno a los temas políticos. En este caso cuando hablamos de hogar no nos limitamos a las influencias de quienes compartían el mismo techo, sino que incluimos a los que frecuentaban la casa o, a la inversa, las opiniones que existían en las casas que ella frecuentaba. Nos referimos especialmente al trato con los cuatro hermanos de Magdalena Villaflor.

Una última aclaración sobre este marco político. Si bien en el país el radicalismo había hecho una irrupción entusiasta y casi arrolladora a partir de mediados de la década del ´10, en Avellaneda —en donde había nacido y vivía Azucena—, los conservadores seguían mandando con una solidez notable.

Era la familia Barceló la que controlaba todo. O casi todo. El menor de los numerosos hermanos, llamado Alberto, fue veintidós años intendente de esta ciudad y su familia hizo y deshizo a voluntad durante casi medio siglo, a partir de la intendencia de su hermano Domingo en 1901, aunque éste ya tenía notable influencia como presidente del Concejo Deliberante desde 1899. Algo así como la reina Victoria y su “época victoriana” en Inglaterra, pero en este caso, más humilde, del tercer mundo y a principios de siglo.

En Avellaneda existía el radicalismo y con mucha fuerza. Casualmente o no, entre los primeros nombres del radicalismo local aparece un tal Francisco Villaflor, domiciliado a media cuadra de la plaza central de esta ciudad. También había socialistas, comunistas y anarquistas, pero a contramano de la política nacional seguían mandando abiertamente los conservadores. Tanto prestigio tenían entre una amplísima capa de la población que durante décadas viejos radicales y peronistas han recordado siempre, con buenas opiniones, al líder conservador, a pesar de que en principio eran sus más acérrimos enemigos políticos.

Diversos trabajos literarios e historiográficos han citado a Alberto Barceló. Incluso algunos filmes han descripto su época en general y su política en particular. Pero hay algo que seguramente ninguno de ellos ha logrado transmitir al lector o al espectador: esa admiración de parte de una gran masa de la población hacia alguien que podía resolver todo lo que se le iba a pedir; desde ser perdonado por una multa municipal hasta ser beneficiado por el resultado de la lotería, desde conseguir la libertad de un pariente preso por algún desliz sin importancia, hasta un puesto de trabajo y, por lo tanto, un sueldo ganado con el sudor de la frente.

La admiración y el respeto ganado por ese estilo —independientemente de lo que tenía que hacer el beneficiado a cambio del favor— estaba por encima de las banderas y de las explicaciones ideológicas más medulares. Recurrir a Don Alberto —y lograr ser atendido— era conseguir lo que se precisaba. Y conseguir lo que se precisaba era muchas veces solucionar una angustia que tenía mal, muy mal, a toda una familia.

Este prestigio es el que explica cómo es que numerosos conservadores e íntimos colaboradores directos de Barceló pasaron a las filas del peronismo sin costos denigrantes por el cambio notorio en su perfil político, llegando incluso a asumir puestos de gobierno tras el golpe de estado de 1943 y, posteriormente, tras el triunfo peronista en las elecciones de febrero de 1946. Pero, claro está, no cualquiera tenía acceso al líder y menos de forma inmediata, salvo alguna urgencia encaminada por alguno de sus punteros más hábiles.

El hombre de don Alberto Barceló en Valentín Alsina fue Alfredo Suárez y bajo sus leyes nació Azucena.

Biografía de Azucena Villaflor

Подняться наверх