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Capítulo 3

Emma Nitz: la madre

Emma Nittz era una mujer de estatura mediana y ligeramente gordita, de cutis muy blanco y rubia. Por su apellido deducimos que a pesar de que era argentina, por sus venas corría sangre lejana, alemana o suiza.

Apenas salió de la niñez —hasta esos días permaneció siempre bajo el ala de sus padres— fue de alguna forma “capturada” por un muchacho más grande al que los amigos le decían El Bizco. Sus días estuvieron atados a él hasta que una tarde, sorpresivamente, le vinieron con la novedad de que Florentino Villaflor, su hombre, se había muerto en un accidente de trabajo en la fábrica en donde se ganaba un sueldo. Emma tenía en esos días 33 años y dos hijas.

Quienes la conocieron y trataron hablan de una mujer tranquila, sumisa y sufrida, como resignada a una convivencia —un tanto voluntaria y un tanto obligada— con el mencionado Florentino.

A sus quince años —en 1924— paría a su primera hija, Azucena, y cuando rondaba los veinte tuvo otra mujercita, a la que llamó Elsa. Con la primera compartió el techo pocos años y a la segunda la tuvo siempre al lado suyo.

En general, Emma tuvo que hacer a lo largo de los años lo que El Bizco Florentino le ordenó, seguramente más de una vez, cosas ingratas. Aunque hay quienes se atreven a recordar que en algunas oportunidades sacudió su sumisión. Un tema habitual de conflicto entre ellos era el de la tenencia de Azucena. Relatos inseguros —y con certeza parciales— recuerdan que una vez se puso muy firme ante Florentino pidiéndole que traiga a su hija de nuevo a la casa, bajo la punzante amenaza de abandonarlo si no lo hacía.

Emma falleció en Buenos Aires a fines de 1982. Su hija menor, y única hermana de Azucena, falleció en la localidad de Salsipuedes, provincia de Córdoba, en 1993.

Florentino Villaflor: su padre

Florentino nació el 5 de septiembre de 1902, a las seis de la mañana, en los suburbios de la Capital Federal: avenida Caseros 3065, dos kilómetros al oeste de la terminal ferroviaria de Constitución. Era hijo de Bernardino Villaflor, cuarteador, con 33 años en ese momento, y de Clotilde Ojeda, de 32 años. Deambuló con sus padres por varios conventillos y jugó en patios pobres hasta que en 1906 ó 1907 cruza con ellos el Riachuelo hacia el sur y se instala en una pieza alquilada en otra casa de inquilinato. Era en la calle Italia 44, a media cuadra de la avenida Mitre, arteria fundacional de esa vecindad, la de Barracas al Sud (llamada Avellaneda desde 1904) y que partía del pequeño y viejo Puente Pueyrredón hacia el sur.

Luego de pasear sus primeros juegos por varios conventos sureños, las necesidades de la familia lo hacen obrero cuando no tenía más de diez años. Trabajó en la fábrica de vidrio Papini, en donde un alto porcentaje de los trabajadores eran chicos y mujeres. Los hombres eran sólo oficiales y expertos, y por lo tanto más caros que esa otra mano de obra excedente y barata, fácilmente contratable y echable, a la que sometían a un trato tan humillante que la distancia con la esclavitud era bien pequeña. No era extraño ver a algún capataz golpear a un chico-obrero por haber realizado mal alguna tarea.

También trabajó en el frigorífico La Negra y en otros establecimientos, siempre como obrero llano. Cuentan que de muchacho era bastante pendenciero y que sus conductas habituales eran lejanas a la santidad. Relatos de familiares y conocidos arriesgan con renovado rencor, que nunca vieron a Florentino trabajando, que era un vago y un vividor, que usaba a los demás en beneficio propio. Relatos dolorosos y sinceros hacen referencia a la opresión a la que sometió a su joven mujer Emma —siete años menor— con consecuencias graves para esa pareja y para esa familia.

Los padres de Emma: sus abuelos maternos

Sólo sabemos que los padres de Emma —es decir los abuelos maternos de Azucena— se llamaban Pablo Nitz y Emma Wiedner. Vivían en el corazón de Piñeiro, en la calle Rivadavia 650, partido de Barracas al Sud, a treinta metros de las vías férreas, o sea, en la misma barriada en la que los Villaflor vivieron buena parte de sus historias. En el espacio en donde estaba esta casa, hay ahora un “Tenis Paddle, for-all”. Estaba en diagonal, calle por medio, de la empresa Lanera Argentina, en donde falleciera accidentalmente su yerno Florentino y en donde trabajara y se hiciera sindicalista de renombre el tío de Azucena, don Aníbal Villaflor; a media cuadra de la fábrica Conen, en donde trabajará por el 50 y pico el joven Raimundo, hijo de Aníbal y primo de Azucena, quien sería secuestrado y asesinado luego de tres o cuatro días de tortura, en agosto de 1979, por la Marina argentina

Un recuerdo certifica, con la rigidez que da una buena memoria, que los Nitz-Wiedner eran alemanes de pura cepa, teutones afincados, no sabemos por qué, en este rincón sudamericano miserable en las primeras décadas del siglo. Miserable sólo para sus habitantes, porque los empresarios europeos venían, se afincaban, producían o hacían producir a sus trabajadores y se llevaban a sus terruños todo lo que podían llevarse.

Los padres de Florentino: sus abuelos paternos

Clotilde Ojeda —abuela paterna de Azucena— fue quien dio a luz a Florentino en una madrugada de invierno de principios de siglo, cuando contaba sobre sus hombros con 32 años. Estaba casada con Bernardino Villaflor, un año mayor.

Ambos hunden sus orígenes estrechamente con la vida de campo. No sólo por el escaso desarrollo productivo y urbanístico de este país por esos años, sino por las características, las tareas, la ubicación geográfica y las relaciones de sus familias concretas.

Clotilde Ojeda era hija de un matrimonio formado por un soldado y por una paisana. Un soldado que venía de recorrer el norte y el oeste del país; el norte, por participar en una guerra terrible contra el Paraguay y el oeste, por formar parte de tropas del Gobierno de Buenos Aires cuando éste se lanzó contra caudillos provinciales en la zona de Cuyo.

Es en ese oeste, seguramente en la zona de Cuyo, en donde se conocen con Cristina Contreras y se casan. Y por allí, zona semidesértica, es sin duda en donde nace esta abuela de Azucena, a la que conoció y trató estrechamente ya que convivió bajo el mismo techo muchos años. El recuerdo de su nieta Lidia dice que le escuchó contar a Clotilde que era nacida en el pueblo de Las Achiras, provincia de San Luis, y que contaba que su infancia la había pasado en otra provincia cuyana, Mendoza, tierras de las que hablaba siempre con admiración y añoranza. Sólo un relato concreto apareció en su boca sobre recuerdos contados por su abuela. Y muy vago. Alguna vez Clotilde contaba que de chiquita se trepaba a un árbol de higos para empacharse con ese fruto tan dulce y tan al alcance de la mano. Pero que cierta vez tuvo dificultad para bajarse y se quedó colgada y a los gritos: “¡Cristina, bajame Cristina!”. Ya viejita, Clotilde mencionó, en su sano juicio e incluso en delirios, a esa tal Cristina como a su madre, cosa que coincide con los documentos escritos, ya que en los orales aquel nombre ya estaba olvidado.

Clotilde Ojeda se casó a los 18 o a los 19 años. Algunos recuerdos muy precarios dicen que tuvo dos hijos que, o fallcieron a pocos días del parto, o no llegaron a nacer. Es razonable que esto haya ocurrido porque es raro que en esa época no hubiera tenido hijos hasta los 28 años.

Luego tuvo con certeza siete hijos: Magdalena (26-6-1899 / 23-3-1986), Valentín (27-10-1900 / 30-12-76), Florentino (5-9-1902 / 23-3-1942), Aníbal (22-5-1905 / 22-7-1994), Abraham (29-1-1907/¿?), Azucena María (15-12-1908) y Mario (1-2-1911), aunque estos dos últimos fallecieron de muy pequeños.

Tal vez en esta Azucena fallecida esté la causa del nombre puesto a quien motiva este trabajo. Sólo tal vez. Digamos además que de estos cinco hermanos que llegaron a adultos, surgieron quince descendientes directos, primos de sangre entre sí.

Para el primer nacimiento, el de Magdalena, la pareja ya estaba instalada en los suburbios sureños de la Capital Federal.

Bernardino Villaflor fue, desde muchacho, hombre de a caballo. Recuerdos muy claros lo describen, para cuando andaba por los treinta, siendo un paisano con ropas de gaucho, espuelas y una silla de montar siempre cerca. Ocurre que con su hermano mayor, llamado Francisco pero conocido por todos con el apodo de Pancho, y con su hermanastro Mariano Mayol —hijo de la misma madre— hacían la tarea de cuarteadores en los suburbios de la ciudad; a unos quinientos metros de donde ellos vivían.

Para entender esto de tareas de gaucho en la ciudad, es bueno hacer un breve relato. La ciudad de Buenos Aires se fundó y comenzó a desarrollarse sobre un sector apenas más alto que el resto circundante. Especialmente hacia el sur, había una pendiente muy marcada —aún existente aunque suavizada— que dificultaba el acceso de los carros cargados de mercadería desde el sur a la ciudad. Cuando aparecieron los tranvías a caballo, éstos también tenían esa misma dificultad. Entonces, en puntos estratégicos se ubicaban grupos de hombres a caballo —los cuarteadores— quienes enlazaban con una cuarta el transporte en dificultades y lo ayudaban, a cambio de una pequeña paga, a escalar la subida y penetrar la ciudad. El grupo en el que estaba Bernardino, según recuerdos precarios, cuarteaba en la barranca de la Convalecencia —llamada así porque allí había un lugar para la convalecencia de enfermos mentales— hoy Plaza España, cerca, muy cerca de la calle Caseros, también muy cerca de la antigua calle Armonía —ahora Pedro Echagüe— y a pocos pasos de la calle Santa Magdalena.

En estas tres calles citadas nacerán todos sus hijos. No es casual que en la esquina del antiguo conventillo de la calle Santa Magdalena —conventillo que aún resiste en ruinas su despedida de la historia—, en el que nacieran el cuarto y el quinto hijo de este matrimonio, existe en la actualidad una fonda que se llama “Los Cuarteadores”, aunque su actual dueño no sabe por qué se llama así.

Pero un día, vaya a saber por qué, Bernardino contrajo una enfermedad que le produjo odiosas llagas en la cara, que no cerraban, que persistían pestilentes a la vista de todos. Y el hombre se fue acobardando y encerrando, vergüenza tal vez, por el origen de aquella enfermedad.

Desde sus cuarenta y pico de años hasta su muerte hizo todos los esfuerzos por aislarse. No trabajó más. Y su carácter fue cada día más hosco, oscuro y detestable. Algunos familiares se lo perdonaban pero otros no. Sus hijos no. Recuerdos dolorosos apenas asomaron, aún con franco rencor, de la boca de su último hijo en morir, casi no podía hablar de su padre, y sólo lo hizo con tristeza para marcar a fuego que no trabajaba, que le delegaba todo a su esposa y que no hacía más que rezongar y maldecir. Dicen que era un hombre malo.

Esta pareja vivió junta, entre las mismas paredes, hasta el casamiento de su hija mayor, en 1925, unos veintisiete años. A partir de allí, Bernardino vivió con su hijo Aníbal y Clotilde con su hija Magdalena.

Magdalena Villaflor: su tía y madre de crianza

Una tal Valentina Rodríguez, treintañera, se acercó el 30 de junio de 1899 a la sede del Registro Civil capitalino para informar que cuando daban la una y media de la madrugada del 26 de junio, en una casa pobre de la calle Armonía 1831, había nacido una chiquita desde las entrañas de la señora Clotilde Ojeda, que la flamante madre tenía 28 años y que era argentina y casada.

Declaraba además que el papá de la criatura se llamaba Bernardino Villaflor. Pero cuando hace referencia al nombre que le ponían a la pequeña, quedó registrado el de Juana Amalia.

Aunque parezca un chiste, esta mujer nació con un nombre legal, vivió con otro ya que familiarmente siempre fue conocida como Ana Magdalena, y falleció con otro, porque su partida de defunción dice Magdalena, a secas.

Tal vez sirva como explicación que esta mujer fue artista. Ni las propias hijas supieron de estos avatares con su nombre, hasta nuestra investigación.

La mencionada Valentina Rodríguez, que no sabía escribir ni firmar, acudió con un poder otorgado por la parturienta Clotilde para hacer el trámite. Un tal Alejandro Guiditta le hizo el favor de rubricar por ella el acta de nacimiento, además de los testigos Luis Modenessi y José Gatto.

Creció inhalando el perfume de los conventillos, mezcla de malvones, ropa limpia, perros, orines, guisos, polenta y sudor. Ayudó desde pequeña a conseguir algún dinero para que en la mesa haya comida, sumando su esfuerzo al de sus hermanos y madre, realizando tareas en su casa que las fábricas solían dar a domicilio. Pero la embargó desde siempre el arte del teatro, de la actuación, de ser otra aunque sea por un rato. Fue también obrera textil en la fábrica Masllorens y contó a quien quisiera escucharla, cuál era la táctica para que cuando los cosacos —hombres de la policía que, montados a caballo, solían cargar sobre huelguistas y manifestantes— atacaban, no ser víctima de sus golpes: el secreto era tirarse al suelo y quedarse bien pegado contra los adoquines. “Así ni el caballo ni los sables te pueden hacer nada”, contaba.

Desde muchacha formó parte de numerosos elencos teatrales, de tipo vocacional en un principio y en otros de gran prestigio, luego. Trabajó con actores de enorme renombre como Alberto Bello, y en la compañía de Santalla y de Camila Quiroga. Tuvo trato con Francisco Álvarez, otro prócer de la escena nacional. Interpretó papeles en obras que recorrieron todos los escenarios, incluso tablados de otras latitudes: El rosal de las ruinas, Casa de Muñecas, El conventillo de la paloma, Con las alas rotas y Las de Barranco, entre otras. “A mí no me gustaba ir a verla porque eran todos dramones y me hacían llorar”, cuenta su hija menor Lidia. “Una de las últimas cosas que hizo fue la obra Amparo, sería para fines del 40. Ésa era más amena, con un final dramático pero no como las otras. En esa obra también incursionó mi hermana Nora, que tendría trece o catorce años”.

Siendo artista comenzó a cuidar a Azucena y se casó con un tal Alfonso Moeremans. Tenía los veintipico bien cumplidos y ya llevaba orgullosamente varias suelas gastadas en las tablas.

Magdalena también estuvo vinculada, en menor medida, a la actividad artística radial, cuando este medio de comunicación lo era también de entretenimiento e incluía en su programación novelas y teatro.

Alejada luego de la actividad histriónica, se dedicó exclusivamente a vivir en familia.

Ya anciana enfermó y falleció el 23 de marzo de 1986, cuando llevaba ochenta y siete años de vida y veintidós años de viuda. Nunca supo del secuestro de Azucena pero sí se enteró del secuestro de su nieto Néstor, a pesar de que la familia se lo ocultó primero y se lo negó cuando ella lo supo por otros conductos.

Alfonso Moeremans: su padre de crianza

Apellido de origen belga, los progenitores de Alfonso lo eran. Su padre pertenecía a una legendaria y prestigiosa profesión: ebanista. Y la ejercía aquí, en Argentina, en el ferrocarril Roca, línea que une la Capital desde su terminal en la estación Constitución con todo el sur argentino.

Alfonso era argentino, nació el 23 de enero de 1903. Fue educado —o por lo menos intentaron hacerlo— en un colegio religioso, pero lo echaron cuando un tintero que había iniciado vuelo desde su palma, chocó contra un cura. De mozo definió el perfil que lo acompañaría toda su vida: algo más de un metro ochenta, rubio y de ojos claros, corpulento y educado. De pocas palabras y de imagen respetada.

Y muy peleador por las cosas de sus hijas. Por todas, incluida Azucena.

Una enfermedad fulminante lo mató cuando tenía sesenta y un años. Murió en la casa de la calle Bernal 114, Lanús, el 27 de noviembre de 1964.

Alfonso se casó con Magdalena el 6 de julio de 1925. El presidente Alvear estaba en su apogeo patricio y los cines no sólo crecían en las grandes avenidas céntricas sino que brotaban como hongos por los rincones de los barrios. Cosa buena para Alfonso porque era operador cinematográfico y por lo tanto tenía trabajo seguro.

Durante el 24 conoció a Magdalena y se puso de novio con ella. No hizo problemas a que la muchacha criara a una bebita hija de uno de sus futuros cuñados, Florentino, a la que llamaban Azucena.

¿Por qué debía cuidarla ella y no la madre genética? Nadie se arriesga a responder. Sólo aparece una tímida e insegura reflexión: habrá sido porque la mamá era muy chica, porque tenía nada más que quince años, porque… Nadie sabe con precisión por qué Emma y Florentino no se encargaron de criar a su hija. Nadie.

Los escasos, conflictivos y luchadores Villaflor

El padre, Florentino, y su madre de crianza, Magdalena, eran los dos Villaflor. Azucena era Villaflor. No queremos hacer ningún misterio rebuscado sobre este apellido, pero por más que busquemos en guías, en archivos de registros civiles y de iglesias, en el archivo del ejército, los Villaflor son extremadamente escasos. Escasísimos. Casi no los hay. Y si limitamos nuestro foco investigativo a la Capital Federal y al Gran Buenos Aires, es decir, si analizamos nada más que unos catorce millones de habitantes de la Argentina, los Villaflor —una decena de familias— tienen una ubicación geográfica común a principios del presente siglo: el centro del municipio de Avellaneda, propiamente el centro, porque vivieron frente a la Plaza central, o a la vuelta o a un costadito. Todos muy cerca.

Para tomar una fecha indicativa: en 1908 un tal Francisco Villaflor vivía en la calle O´Gorman 81 —actual calle 25 de Mayo— a menos de cien metros de la Plaza y de la avenida principal; en ese mismo momento, vivían Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda en la calle Italia 44, a menos de media cuadra de la avenida, a dos cuadras de la Plaza y a dos cuadras y media del mencionado Francisco. Todo indica que serían parientes o, por lo menos, que se hubieran conocido y tratado, pero sus descendientes no saben nada, no entienden, no reconocen parientes comunes y para colmo, tampoco ideas comunes: los primeros, radicales casi desde antes que naciera el radicalismo; los otros, anarquistas, virados luego —y sólo en parte— al peronismo. Tal vez esta raíz política que los distancia tanto sea el motivo que en realidad los une: la diferencia, la pelea, el no quererse ver o vincularse. Es pura especulación, pero digna de investigarla.

La otra especulación, ya más íntima, también tiene que ver con la diferencia que tal vez las une: en las dos familias hay un Francisco para la misma época. Y para colmo, el Francisco de la familia de raíces radicales aparecía firmando con una inicial, la “B”, entre su nombre y su apellido. Con el tiempo supimos que esa “B” significaba Bernardino, como el abuelo de Azucena. Pero no es el mismo, pues hay algunos años que estorban lo suficiente como para estar seguros de que eran personas distintas.

¿Y entonces? ¿Algún hijo desheredado, algún tío mayor apartado de la familia por su fanatismo radical, alguna desavenencia de otro tipo? Por ahora no lo sabemos, pero el núcleo de los Villaflor está allí.

Azucena se crió cerca de los tíos anarquistas. Uno de ellos tiene que haber dejado huellas especialmente en su carácter, en su formación e incluso en sus ideas políticas, esas que se van formando en todas las cabezas desde chicos y que toman forma cuando grandes, más allá de posibles adhesiones partidarias. Nos referimos a su tío Aníbal Clemente Villaflor, nacido en la barriada del sur capitalino de Barracas al Norte, el 22 de mayo de 1905, en un conventillo cercano a una enorme terminal ferroviaria de carga. El yotivenco tiene4 cuatro grandes patios consecutivos con tres piezas, una cocina y una pileta por patio y con los baños al fondo, comunes para todos. Un conventillo con una sala al frente —que era el cuarto más prestigiado porque tenía una entrada independiente por el frente y otra desde el primer patio—, cuartos con piso de listones de madera y techos de chapa, paredes gruesas de material y calle de tierra cuando se iba más allá del umbral.

Este hombre, nacido en la pobreza, en la verdadera pobreza, lleno de hambre, de ignorancia y de piojos cuando chico, con sólo dos grados cursados en la escuela primaria, llegó a ser Intendente de su municipio designado personalmente por el Presidente de la Nación general Juan Domingo Perón y por el Gobernador coronel Domingo Mercante. Y fue recibido por el propio Primer Magistrado más de una vez. En la primera de ellas, Perón lo saludó especialmente y le agradeció cuánto había hecho y cuánto había arriesgado para que él pudiera quedar libre primero y llegar al poder, después.

Sin embargo, cuando era joven repartía diarios libertarios y le hacía la gauchada a un dirigente anarquista de ir al barrio de Nueva Pompeya, al suroeste de la Capital, a buscar las bombas de estruendo que hacía un gallego dinamitero, para hacerlas estallar en los próximos combates callejeros o para anunciar y propagandizar sus inigualables conferencias sobre el mundo mejor que entre todos debíamos construir solidariamente.

Pero como eso no le daba de comer, desde los ocho años fue obrero de la fábrica de vidrios Papini; luego, en el inmenso frigorífico La Negra, en el que trabajaban cientos de chicos como él; ya de muchacho bebió de la teta libertaria entre los obreros panaderos, especialmente españoles, bien anteriores a quienes protagonizaron la Guerra Civil desde el 36, que hacían escuela en el sindicato local; más adelante en la metalúrgica Siam, en el Puerto y en la Lanera Argentina, lavadero de lanas y cueros de dueños franceses, en la que rindió examen de dirigente, aprobándolo con las mejores notas. Tenía cuarenta años y llevaba muchos pares de zapatos baratos gastados aprendiendo a bailar y a deambular entre adoquines, malvones y zaguanes pobres.

Aníbal Villaflor protagonizó la histórica jornada del 17 de Octubre de 1945. Se entrevistó con el presidente de la república, el general Edelmiro J. Farrell aquella mañana de crisis nacional, y tuvo la desfachatez plebeya de exigirle, cara a cara y en la propia Casa de Gobierno, la libertad del coronel Perón porque si no, no sacaban a las decenas de miles de trabajadores que se habían concentrado en la Plaza. Una hora después se entrevistó con el propio Juan Domingo Perón, mientras éste permanecía detenido en un cuarto del Hospital Militar.

Todo esto cuando Azucena tenía 21 años y era empleada de la metalúrgica Siam, la misma empresa en donde este tío se había ganado el puchero algunos meses, pocos años antes.

Azucena fue, a su modo, otra protagonista de aquellos días. Más pasiva, es cierto, pero todo lo fue viendo, lo fue escuchando y palpando día a día, hecho a hecho. Nadie se lo contó porque sus ojos fueron penetrados directamente por los acontecimientos que la historia argentina guardaría en sus páginas, por más que decretos gubernamentales y libros de historiadores oficiales lo trataran —y aún tratan— de borrar de la memoria del pueblo argentino.

Y Aníbal Villaflor, su tío, fue inmediatamente después de estas jornadas que cambiaron la orientación de la historia nacional, y durante casi un año, intendente de Avellaneda —Comisionado Obrero, como se denominó esa responsabilidad en aquella coyuntura— haciéndose respetar en dominios antiguos, exclusivos e indiscutibles de los conservadores; en la ciudad más industrial de Sudamérica. Avellaneda era un municipio que tenía apenas cincuenta y un kilómetros cuadrados —incluidos quince o veinte de características rurales— y que reunía más fábricas y más puestos de trabajo que varias provincias argentinas juntas.

Un tío que por ponerse a la cabeza de un reclamo salarial de los empleados municipales que dependían de él, tuvo que dejar el cargo y volver al puerto, a hombrear bolsas a cambio de un jornal insuficiente. Un tío que tuvo que soportar los secuestros y la desaparición de dos de sus hijos, Raimundo y Josefina —primos de Azucena— hacia fines de 1979 y al que sus amigos de andanzas, de gremios y de la política, olvidaron hasta el límite de dejar de visitarlo.

Desde 1947 hasta 1993 vivió en su primera —y única— casa propia, comprada gracias al esfuerzo ahorrativo de su esposa Josefina. Una casita de madera y chapa, la que a pesar de su enorme humildad recibió dignamente a altos personajes de la política, como por ejemplo al capitán Russo, al delegado personal de Perón durante parte de su exilio, John William Cooke, y a su esposa Alicia Eguren. Era una casita muy pobre sobre la calle Pasteur, también en Sarandí, a unas doce o trece cuadras de la casa de Azucena.

A pesar de la cercanía, tío y sobrina —ya casada— se visitaban poco.

Aníbal, longevo como muchos Villaflor, murió cuando cumplía 89 años y dos meses, viviendo en la casa de su hija Clotilde. Pero poco antes la ciudad de Avellaneda reconoció formalmente, a través de su Concejo Deliberante, que tenía un Ciudadano Ilustre, nombrándolo como tal en una sesión especial realizada a fines de 1990.

Este tío, junto a sus cuatro hermanos, entre ellos Florentino, padre de Azucena, y Magdalena, su tía y madre de crianza, eran nietos de Francisco Villaflor y Magdalena Olguín por vía paterna, y de Clemente Ojeda y Cristina Contreras por vía materna.

Los bisabuelos del tronco Villaflor

Francisco Villaflor tiene que haber nacido en la tercera o en la cuarta década del siglo XIX. De pibe tiene que haber escuchado el nombre de Juan Manuel de Rosas como contemporáneo suyo y tiene que haber vivido —ya adulto— las presidencias de Roca, de Sarmiento, de Avellaneda, de Mitre y ni soñaría con la posibilidad de guerras mundiales. Este hombre —al que algunos recuerdos muy borrosos le insinúan el sobrenombre de “El portugués”— se casó con una señora llamada Amara Hidalgo. Con ella tuvo un hijo al que llamaron —para no romper con los hábitos dominantes— también Francisco. Años después, y ya grande, se casó por segunda vez, con Magdalena Olguín. Con ella tuvo, por lo menos, un hijo varón al que llamaron Francisco Bernardino. Es muy probable que de esta unión haya nacido también una mujercita, que se habría llamado Celestina.

Magdalena Olguín dio a luz a Bernardino a los veintitrés o veinticuatro años. Por lo tanto deducimos que su marido Francisco tuvo que haber fallecido poco tiempo después de ese nacimiento, ya que Magdalena Olguín tuvo tiempo para llorar la tragedia, para estar de luto, para noviar y casarse de nuevo y para tener por lo menos otros cuatro hijos antes de llegar a la edad infértil.

Al primero de los descendientes mencionados, la generación que le siguió lo llamaba tío Pancho, al siguiente los familiares lo llamaron siempre Bernardino. Los hijos de éste último sólo supieron el otro nombre cuando el padre era un hombre viejo.

Pocos años después de su matrimonio con Magdalena —que era argentina, nacida en 1846 y que llevaba sangre chilena, por su padre Francisco Olguín, y también española, por su madre Carmen Arroyo— el viejo Francisco falleció. Entonces, Magdalena reorganizó su vida y se casó con Mariano Mayol, con quien tuvo a Mariano, Alfredo, Rafael y Josefa. Todos hermanastros de los Villaflor, con quienes se mantuvieron relacionados por décadas, a veces estrechamente y otras más distanciados por los complicados avatares de la vida.

Clemente Ojeda era viejo en 1910 y murió poco después. Para 1865 era soldado activo, de esos que van al frente de batalla, sable en mano; y para 1870 era flamante padre. Con estos datos absolutamente seguros y con el expediente militar en nuestras manos, podemos reconstruir, brevemente, algunos aspectos claves de su larga y agitada vida.

El rastro certero más antiguo de este bisabuelo de Azucena lo ubicamos cuando se incorpora al Ejército en junio de 1865. Si seguimos con algún cuidado su reducido expediente militar, nos encontramos con que la incorporación se produce en el Batallón San Juan —en la provincia homónima— y que su primer destino fue el de la ciudad de Río Cuarto, al sur de la provincia de Córdoba. Aquí comienza un itinerario largo y duro como un hombre más de las tropas argentinas que —aliadas a las brasileñas— combatirán a muerte contra el gobierno de la República de Paraguay, encabezado por el general Francisco Solano López.

Desde el sur cordobés va a Rosario —que era un centro de concentración de tropas, armamentos, suministros y equipos en general— con destino al norte, a la frontera con el país hermano. En pocos días forma parte de las tropas que, a bordo del vapor Chacabuco, recorrerán lentamente el río Paraná hasta desembarcar en la ciudad de Corrientes el 10 de enero de 1866. Inmediatamente se sucede un período de instrucción hasta abril, en la localidad de Ensenada, frente a territorio guaraní, y al mes siguiente está en Itapirú, fortaleza paraguaya que es bombardeada y tomada por las tropas aliadas. Luego forma parte de los sorprendidos en la localidad de Estero Bellaco por fuerzas paraguayas. Mil cuerpos quedan sin vida pero no el suyo, que inmediatamente marchará a Tuyutí. En octubre, Clemente entrará triunfante en Curuzú, otra fortaleza paraguaya bombardeada días antes por los brasileños y tomada por las tropas argentinas, pero al costo de otro millar de vidas. Otros tres meses los pasa en Tuyutí otra vez, y ya estamos en enero de 1867. En este período se produce un acuerdo entre ambos bandos para concretar un alto al fuego, ya que la fiebre amarrilla estaba arrasando los dos ejércitos. Esto le permite al presidente argentino Bartolomé Mitre retirar parte de las tropas que tiene en el norte, y entre ellas al bisabuelo de Azucena, para destinarlos a otro frente de batalla, el interno, contra el gauchaje sublevado contra el gobierno porteño, en las provincias de Cuyo, al centro-oeste del país. En febrero del 67 Clemente está otra vez al sur de Córdoba, en la localidad de Fraile Muerto (ahora, Bell Ville), de allí a Membrillos y luego a San Ignacio. Es ascendido a Cabo Segundo en junio del 67 y en diciembre del mismo año recibe otro ascenso. Ahora pasaba a ser Cabo Primero. Recorre las localidades de Valle Fértil, Jáchal, Saujil y Vinchina y regresa a San Juan.

Repentinamente, su legajo sorprende. Porque a pesar de los ascensos recientes, con fecha del 25 de mayo del 68, dice lacónicamente que se lo “destituye de su empleo”. Destitución extraña porque sigue como hombre del ejército en San Juan. Recién en enero de 1869 su legajo afirma secamente “baja”, y es el punto final, aparentemente, de su historia como militar.

Sarmiento ya tenía tres meses y dieciocho días como Presidente de la Nación.

Pocos meses después, en 1870, nace su hija Clotilde Ojeda. Sale de la panza de Cristina Contreras, aquella mujer que se decía nacida en Las Achiras, San Luis.

Decimos que aparentemente allí terminó la carrera militar del soldado Clemente Ojeda porque la duda aparece en un recuerdo del mencionado tío Aníbal : “por el Centenario —es decir alrededor de 1910— me acuerdo que mi abuelo nos visitó en el conventillo de la calle Paláa, venía con su sombrero puntiagudo y con su traje militar lleno de medallas, y unos cordones trenzados que le cruzaban el pecho, los chicos del conventillo corrían alrededor de él cuando lo vieron entrar ¡claro, era una cosa rara!”.

Este detalle tal vez un poco largo sobre el tronco genealógico de los Villaflor, lo hacemos porque tiene que ver con el núcleo principal y directo de personas en el que se formó y al que estuvo vinculada Azucena.

4 Llegué a conocer y caminar por esos patios cuando muy a principios de la década del 90 lo busqué. Estaba semiabandonado pero con personas viviendo aún en las pocas habitaciones enteras. Poco después fue derribado.

Biografía de Azucena Villaflor

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