Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 11

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NO PUEDO CON LOS DOS.

MEJOR DE UNO EN UNO

¿Qué demonios hace aquí? Lidiar con ellos de uno en uno ya es difícil. Pero tenerlos a los dos a la vez frente a mí, haciendo además preguntas que ni borracha me atrevería a contestar, resulta prácticamente imposible. Borracha perdida, un estado que parece que tardaré en rememorar. Eso me recuerda que cualquiera de los dos hombres que tengo frente a mí, puede ser el padre del bebé que crece en mi interior. A ver cómo salgo del inesperado embrollo. Este podría ser el momento de decirles «Hola chicos, me alegra tener la oportunidad de hablar con los dos. No es nada importante, no os preocupéis. Estoy embarazada, pero no tengo ni idea de quién puede ser el padre. Sabéis que me acosté con los dos en un corto periodo de tiempo. Así que… ¿cómo lo hacemos? Esperamos a que nazca y vemos a quién se parece más, solución no muy práctica porque como hermanos cabe la posibilidad de que herede rasgos de cualquiera de los dos. O mejor, interrumpo el embarazo y problema solucionado. Perdonad. No debería haber dicho nada. Olvidadlo». Lo más inteligente es optar por el silencio ya que el nerviosismo volatiliza el filtro. Encontrarme en medio de los dos y hablar no es buena idea. Cualquier tontería puede salir de esta linda boquita.

«Despídete y sal de aquí cagando leches». Mi subconsciente me aconseja con sabiduría.

—Yo… yo… ya me iba. —Cojo el bolso y lo cuelgo sobre mi hombro izquierdo.

En un gesto duro, Alejandro levanta el brazo impidiéndome el paso.

—Tengo que hablar con los dos —dice en un tono neutro.

Oh, oh.

—No creo que sea el momento —interrumpe Álvaro.

Alejandro hace caso omiso a su implícita petición y sigue hablando.

—La semana que viene me acompañarás a una reunión. —Clava sus ojos en los míos. Asiento con la cabeza. No es nada fuera de lo común, lo hago a veces. Esta misma mañana he estado con él fuera de Madrid—. En Nueva York. Volveremos el día antes de Navidad. —Me llega la mandíbula al suelo. Ha dicho Nueva York, no he podido escuchar mal a metro y medio de su imponente cuerpo.

—No puedes hacer eso —contesta brusco Álvaro.

—Salimos el lunes a primera hora. Carlos te recogerá —sigue ignorando a su hermano.

—La necesito aquí. El traslado de la exposición se realizará pronto.

Alejandro le lanza una mirada que tensa el ambiente hasta casi dejar sin oxígeno la habitación.

—Señorita Sánchez, puede irse —dice mi dios sin desconectar la mirada de la de Álvaro.

Salgo de la sala de reuniones y cierro la puerta. Sin embargo, mi yo más cotilla, ese que destaca entre los demás, me ordena a voces que escuche tras la sofisticada madera.

Lo hago.

No lo hago.

Lo hago.

No lo hago.

El debate dura unos segundos. Lo hago. ¿Alguien dudaba?

Pego la oreja cerca de la ranura, pero no escucho absolutamente nada. Mi improvisado plan A no surte efecto. Al retirarme, una luz se enciende dentro de mi cerebro. Algunas veces las grandes ideas llegan cuando menos las esperas. Paso al plan B. Camino hasta el final del pasillo y llego hasta la puerta que da a la escalera de incendios. Abro y subo dos escalones para topar con otra que llega a una habitación colindante a la sala donde se encuentran. Entro con sumo cuidado, de puntillas atravieso la estancia, llego a otra puerta que la une con mi destino y me escondo detrás de la hoja que, afortunadamente se encuentra entornada. No me siento bien con lo que hago, por si alguien se lo pregunta, pero a situaciones desesperadas, medidas «locasdelcoño».

—Pero no era necesario que vinieras. Dejar tirado a Bennet, no nos conviene —habla Álvaro enfadado.

—Me importa una mierda ese imbécil —contesta Alejandro en el mismo tono—. Marcus sospecha que están cerca.

—Llevártela no es la solución.

—Es lo mejor.

—¿Para quién?

—¿Crees que lo hago por mí?

Álvaro agacha la cabeza y apoya las palmas de las manos sobre la mesa. Parece derrotado. Algo le pesa sobre los hombros.

—No es culpa tuya —el tono de Alex ahora es condescendiente.

—Sí lo es. Si le pasara algo…

—Eso no va a ocurrir.

—Lo siento. —Se incorpora y mira a su hermano.

—No lo sientas y arréglalo.

Alejandro se gira y camina hacia la salida. Se detiene cuando escucha las palabras de su hermano.

—Voy a seguir luchando por ella.

Desde donde me encuentro, solo veo su espalda. Unos segundos después desparece tras la puerta sin decir ni una palabra más.

—Hola chicas, siento llegar tarde. —Me siento junto a Berta y Victoria que comen en el gastrobar al que ya somos asiduas.

—No sabía que vendrías. —Berta me hace sitio a su lado y llama al camarero.

—Tengo un hambre atroz. Me comería un oso sin afeitarlo. —Y es cierto. Un oso entero supongo que no, pero un jabalí… Mmm –qué apetito más raro–, siento como si no hubiera comido en todo el día.

«No lo has hecho».

Me tomé un café.

«Que vomitaste después».

Aparto a mi subconsciente de un manotazo imaginario.

—¿De qué hablabais? —pregunto.

—He hecho una lista de las tiendas que vamos a visitar. Solo tenemos tres horas hasta que cierren.

—¿En algunas se puede comprar zapatos? —Eso salvaría la tarde.

—Por supuesto ¿por quién me tomas? Os voy a poner tan guapas que no os reconocerán.

—¿Nos estás llamando feas? —Berta sonríe mientras deja la Coca Cola sobre la mesa.

—No. Sois dos bellezones, pero no os lo toméis a mal, podéis sacaros mucho más partido. Gastar un poco de dinero en ropa no os vendría nada mal. —Y se queda tan pancha. Creí que le gustaba mi ropa, me halaga a menudo.

Miro a mi amiga y rompemos en carcajadas. El día está siendo una mierda, sin embargo, la comida resulta de lo más divertida. Pido un montadito de lomo ibérico y una botella de agua y hablamos sobre las virtudes que sí tenemos.

«Algunas serán».

—Por cierto —interrumpe mi ayudante—, me ha dicho Raúl que te acompañará a la fiesta. —Victoria asiente feliz.

—No sabía que podíamos llevar acompañante—El camarero pone el agua y una copa ante mí.

—Lo indican en la invitación. —Se encoge de hombros—. siempre ha sido así. ¿Llevaréis a alguien? —Creo que se arrepiente al instante de lanzar la pregunta. Agacha la cabeza y pincha una zanahoria.

—Puedes invitar a Roberto —hago como la que no se hunde en el asiento y tiene ganas de ahogarse con la botella de Font Vella,–no sería imposible, en un capítulo de CSI dijeron que solo necesitas un centímetro de agua para morir ahogada. Esta información me dejó impactada–.

—¿Yo? Estás loca. —Berta me mira con recelo.

—Venga. Seguro que dice que sí.

—Casi no lo conozco.

—Es muy buen tío. —Lo vendo bien.

Le enumero una a una todas las virtudes del que considero casi mi hermano mientras terminamos de comer.

Suena el teléfono y descuelgo sin mirar quién llama mientras entro en mi despacho.

—¿Sí?

—Hola, Dani. —Es Fernando.

—Hola, disculpa que no te haya llamado. —Dejo el bolso sobre la mesa esperando que no me recrimine la de llamadas que he ignorado.

—Entiendo que tengas reparos en formalizar la documentación, pero no te portes como una cría. Estás obligada a aceptar lo que nuestros padres dejaron para ti. —Me regaña con tono de hermano mayor responsable y cumplidor.

—Papá y mamá no me dejaron cuatro millones de euros. —Me sigue sorprendiendo ser dueña de tal cantidad de dinero—. Juraría que has sido tú —contesto a la defensiva.

—No tengo ganas de discutir contigo. Apunta esta dirección.

Suspiro. Cojo un post-it rosa y me preparo. Escribo lo que dice sin saber cuál es el fin.

—Nos vemos mañana a las diez allí. Te presentaré a mi asesor financiero. Te aconsejará qué es lo mejor.

—¿No lo puedes hacer tú? O… quédatelo. No lo quiero.

—Hasta mañana —ignora mi último intento de seguir siendo pobre.

Dejo el teléfono sobre la mesa y el almuerzo me sube hasta la garganta. Corro hacia el baño y vomito toda la comida. Enterita. Un jabalí de los de Obélix completo. Me lavo la cara y, blanca como las paredes de parte de esta planta, bajo hasta la cafetería dos pisos más abajo. Descarto el ascensor y opto por las escaleras. No me apetece que me vean convertida en fantasma de la ópera al que se le ha corrido el rímel. Desciendo los escalones de dos en dos hasta que resbalo y planto las posaderas en el suelo.

¡Ay!

Miro hacia arriba y me encuentro un semblante demasiado serio acompañado de un traje Armani negro de dos piezas, corbata del mismo color y camisa blanca. Lo he visto hace escasas dos horas, sin embargo, desde aquí abajo impone mucho más. Mmm. Me lo comería a bocaditos. Despacito. Empezaría por el cuello, bajaría por su pecho, su torso, vientre, oblicuos… le lamería la polla desde la base hasta la punta…

«Necesitas echar un polvo».

Estoy de acuerdo.

Alejandro me coge de las manos y me levanta dejándome frente a él. Siento el latir de su corazón muy cerca del mío. Palpita con fuerza, pero no está nervioso. Yo, en cambio, soy un manojo de nervios.

—Podrías tener más cuidado. Has estado a punto de rodar por las escaleras. —Mierda de tono cabrón que me pone a cien. Es curioso que no me moleste cuando me regaña y, en las mismas circunstancias, sí me incomoda que lo haga Fernando.

Querrá decir que el escalón ha estado a punto de tirarme por las escaleras. Mi equilibrio era perfecto hasta que «apareció» delante de mí. ¡Mi vida transcurría tranquila hasta que Alejandro surgió de la nada como un huracán!

—Coge el ascensor la próxima vez. Es más seguro.

—¿A qué te refieres? Estamos en el piso 212, si alguna vez se descuelga, la muerte está asegurada. —Dramatizo. No es que piense que eso vaya a ocurrir, pero ha hecho ademán de irse y no quiero. Huele demasiado bien.

—Aquí no hay cámaras de seguridad.

Frunzo el ceño. No tengo ni idea de por qué eso me debería importar.

Me mira.

Lo miro.

No hay cámaras de seguridad…

Comienza a hacer calor.

Mucho calor.

El ambiente se vuelve más denso, las rodillas me flaquean y mis ojos brillan reflejados en los suyos. Ahora mismo me agacharía, le abriría la bragueta y lo haría correrse en mi boca. Ya lo he comentado antes ¿no? Sí, salida perdida.

Ninguno de los dos dice nada. Escuchamos la puerta de arriba cerrarse y unos pasos bajar con rapidez a nuestro lado. Una mujer muy atractiva lo saluda cordial y sale por el piso inferior.

—Será mejor que me vaya. —Lo rodeo y lo dejo atrás. Y él me deja marchar, he de decirlo. Porque todos sabemos que con solo una palabra o un gesto mi cuerpo deja de hacerme caso para rendirse a sus pies.

La cafetería parece el desierto de Gobi. Ni un alma en sus mil quinientos metros cuadrados. No exagero sobre su enormidad. Rodeada de cristales, muestra la ciudad a vista de pájaro. Imagino que todas las plantas se asemejan. Y lo del desierto lo digo también por la cantidad de arena que hay por todas partes. El motivo, parte del bar se encuentra en obras. Un hombre con un mono azul pasa por mi lado cargado de trastos y me da un pequeño empujón. Ni disculpa ni nada. ¡Viva la educación! Me acerco a la barra y pido una caña de chocolate. La atenta camarera me la ofrece y, al pagar, descubro que me he dejado el bolso arriba. Palpo mi ropa y busco un posible escondite de monedas sueltas. A punto de pedir disculpas, alguien deja un billete de cinco euros sobre la barra justo a mi lado. Levanto la cabeza y me encuentro con Álvaro.

—Gracias —sonrío.

—No lo hago por ti. Es la última. Tendremos que compartirla. —Tuerce la boca en un gesto que dice muchas más cosas de las que me gustaría.

—No comparto mi dulce.

—Prácticamente es mío. Lo he pagado yo.

Bufo.

—Trato hecho —claudico. Mi vida por un poco de chocolate.

La cojo, abro el plástico y le ofrezco la mitad.

—Sentémonos un rato.

—Tengo mucho trabajo.

—Te doy unos minutos de descanso —sonríe.

Cruzamos hasta una zona limpia donde los albañiles no han empezado a trabajar y nos sentamos frente a frente. Unos plásticos blancos cuelgan desde el techo hasta el suelo. Diferencian el desierto de Gobi de la Casa Blanca. El salón presidencial debe estar tan limpio como esto.

—Tienes un poco de chocolate aquí. —Con un dedo limpia la comisura de mis labios y se lo lleva a la boca.

En un gesto casi progresivo aparto la cabeza y termino de retirar el chocolate yo misma.

—Supongo que quieres hablar. —Voy al grano. Está siendo un día demasiado largo.

—Chica lista.

Van a volverme loca entre los dos. Necesito unas vacaciones. Y las necesito ¡ya!

—Pareces cansada.

—Lo estoy.

—¿Cómo lo llevas?

Bien, pero a veces me quiero morir.

—No debe ser fácil tener que lidiar con los dos. Me hago cargo —sigue.

¿Fácil? La física cuántica me parece mucho más liviana que enfrentarme a Álvaro y Alejandro todas las mañanas. Si esto dura mucho tiempo, me plantearía engrosar las listas del paro. Total, soy rica.

—¿Qué quieres? —pregunto.

—Que seas sincera.

—Lo soy. Si tú también lo hubieras sido hace seis años, no nos encontraríamos en esta situación. —Mardita lengua que me pierde.

—¡Wow! —Se toca el pecho como si le hubiera disparado una flecha justo en el corazón—. Tocado y hundido.

—Estoy segura de que necesito mucho más para hundir el acorazado ruso en el que te has convertido. —Le doy un bocado al dulce. Nunca ha sido un enclenque, sin embargo, ahora su trabajado cuerpo recuerda a un modelo de ropa interior masculina; pero de esos a los que se le puede rallar queso sobre el abdomen. Nada que ver con el chico que conocí.

—Sigo siendo el mismo. Y… —Me clava su mirada—, Sigo sintiendo lo mismo. No voy a darme por vencido.

No soy la única que ha pensado ser directa en la sobremesa del lunes. ¡Qué bien! Ironizo para mí.

—Creí que esto ya lo habíamos hablado.

—Ya…, soy un bonito recuerdo. Solo eso, ¿no?

«Venga, contesta. Sácanos de dudas a todos». Mi subconsciente me mira con los brazos cruzados y la espalda sobre una pared esperando la aclaración.

—Álvaro, siento lo que pasó…

—No te creo. Es imposible.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque solo me siento completo cuando estás cerca de mí.

En otro momento, tras escuchar estas palabras de la boca de Álvaro, me hubiera sentido la mujer más afortunada del universo, pegaría saltitos rodeada de griterío de ángeles con grandilocuentes «oes» acompañados de los acordes de algún instrumento celestial –no se me viene ninguno a la mente… ¡Sí! ¡Un arpa!–. Sin embargo, ahora no sé cómo sentirme. Mi cuerpo se mueve en un vaivén de sensaciones que alteran constantemente mi estado de ánimo.

—Álvaro… —repito su nombre tratando de concentrarme—, yo… no sé qué decir. —Me toco la sien.

—Dime que lo pensarás.

—Tengo que irme.

Llamo al ascensor, pero tarda demasiado en llegar. Opto por las escaleras de nuevo. Subo los escalones como los bajé, de dos en dos. Antes de llegar al primer rellano, me tropiezo y caigo de rodillas al suelo. ¡Joder! Que termine el dichoso día ya. Empiezo a dudar si sobreviviré al lunes. Una mano me rodea la muñeca y me levanta. Esta vez la de Álvaro.

Ha salido detrás de mí.

—Te has podido romper algo. Deberías utilizar el ascensor.

Otro con la dichosa cantinela.

Puff.

Esas vacaciones, ¿dónde están?

Quédate conmigo, por favor

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