Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 12
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Y ESTE, ¿QUÉ ES LO QUE QUIERE?
A las ocho de la tarde nos hemos pateado la Calle Serrano; donde no compramos nada, Gran Vía, la Red de San Luis y Plaza del Callao. Me duelen las piernas y no me siento la planta de los pies. Victoria es una chiflada de las compras, como imaginaba. Conoce todos los tipos de tela, colores que yo no sabía que existieran y el nombre de los diseñadores más cosmopolitas en orden alfabético. En un par de zapaterías me he dado un caprichito. Después del día que llevo, creo que merezco un poco de mimo. A falta de pan, buenos son zapatos. O algo así.
Al final, me he comprado un vestido rojo agarrado al cuello y cuerpo de sirena, fruto bendito de la caminata que nos hemos dado. Berta ha optado por el azul marino y Victoria… Victoria lleva dos pantalones, tres blusas, una chaqueta, maquillaje, pantis, rímel y trescientos pares de zapatos.
A las ocho y veinte me despido de ellas y las dejo tomando unas cervezas en uno de los bares donde hemos terminado exhaustas. Dentro de media hora he quedado con el inspector Hidalgo, y quiero pasar por casa a dejar las bolsas. Cojo un taxi que me espera en la puerta del apartamento mientras subo y aprovecho la parada para vomitar en la soledad de mi cuarto de baño. Llevo toda la tarde aguantando las ganas.
Son las nueve y doce minutos cuando entro en el Café Oita. El aroma a pan recién hecho, azúcar tostada, chocolate y levadura, entre otros, me inunda y reconforta. Sacudo la cabeza de lado a lado desperdigando gotitas de agua alrededor. Caen chuzos de punta. La cafetería me espera casi vacía, solo un par de parejas charlan delante de una taza de café cargado con millones de sensaciones. Adoro este sitio. Las paredes de piedra, el suelo de madera y el destartalado mobiliario hacen que te sientas como en el salón de casa de tus abuelos. Posee esos colores tan agradables a la vista y tan reconfortantes.
Solo lo he visto una vez, pero el aire de agente de autoridad que lo rodea no da lugar al error. Espera sentado sobre un sillón chester de los años cincuenta. Se da perfecta cuenta de mi presencia. Me mira y, con un gesto de cabeza, me invita a acercarme.
—Siéntese, por favor. —Intenta ser educado, pero desprende una superioridad que no me gusta. En él no.
Tomo asiento en una silla de estilo francés dorada.
—¿Desea tomar algo?
—No, gracias, prefiero que me diga cuál es la razón de su insistencia. Estoy muy ocupada. —Y preferiría dormitar tumbada sobre mi sofá que escuchar lo que usted me quiera decir. El día está siendo interminable. El agotamiento me aflige.
—¿Qué relación le une al señor Llorens?
—No sé por qué querría saberlo.
—Créame. Le interesa ser sincera conmigo.
—Es el dueño de la galería de la que soy directora, pero eso ya lo sabe. —Suelto de un tirón. No por lo que ha dicho, solo deseo que me deje en paz lo antes posible. Y no me gusta su tono.
Da un sorbo a la taza de café y la deja sobre la mesa sin prisas. Me mira y levanta suavemente una ceja. Espera más información, información de la que ya está al tanto, estoy segura.
—Fuimos pareja en la universidad, ¿algo más?
—Me gustaría que confiara en mí. Solo quiero ayudarla. ¿Por qué está tan a la defensiva?
—No alcanzo a adivinar la razón por la que necesitaría su ayuda. Si sabe algo sobre el intento de robo en la galería, debería hablarlo con el señor Llorens. No entiendo qué hacemos aquí.
—Supongo que no sabría decirme qué ocurrió aquel día. —Clava su mirada en la mía y sigue—. El que entró en la galería, sabía lo que buscaba y estoy seguro de que no se fue sin conseguirlo. No nos consta, sin embargo, que se llevaran nada, a menos que su jefe trate de ocultarnos algo. —Intento disimular mi confusión. ¿Qué va a ocultar Álvaro? Entraron a robar y se presentó una denuncia. Es cierto que nos consta que no se llevaran nada, tal vez no encontraron lo que buscaban. O tal vez…—. O sí lo hallaron, pero al señor Llorens no le interesa que se sepa. En cualquier caso, no me queda otra opción que investigar en más direcciones. —No me gusta su tono condescendiente y amenazador.
—¿Qué trata de decirme?
—No la conozco, pero estoy seguro de que es una mujer inteligente y sabe lo que le conviene.
«Se nota que no te conoce».
Pongo los ojos en blanco mentalmente.
—Disculpe, inspector…
—Jorge —me corta.
—Lleva razón. —Lo ignoro—. no me conoce, no sabe quién soy. ¿Qué le hace pensar que voy a ayudarle?
—No tiene otra opción. Solo hay una razón por la que se negaría. Y, sinceramente, no creo que usted esté implicada.
¿En qué? ¿De qué coño está hablando?
—Tengo que irme. —Me levanto de la silla y cuelgo el bolso de mi hombro izquierdo.
—¿Se va? —Sonríe cínicamente.
No debería haber venido.
—Le parecerá raro, pero… no me gusta que me acusen de no tengo ni idea de qué y mucho menos que me amenacen. —Espero que suene con el mismo cinismo que él ha utilizado.
—Le interesa escucharme.
—No tengo nada que hablar con usted. No voy a hacerle de chivo expiatorio.
—Álvaro Sanz Llorens no es la persona que usted cree —dice su nombre completo.
Me giro y camino hacia la puerta. Lo escucho levantarse.
—Puede estar en peligro.
Por un segundo detengo el paso, sin embargo, no llego a parar. Salgo del café y tomo una bocanada de aire. No me sigue. Encuentro la calle desierta. Lo que cae del cielo no se puede llamar lluvia sino manto de agua intensa que no deja ver nada. El corazón me late desbocado por el intenso momento que he pasado dentro. Desde que me senté, supe que la conversación no sería amena. Pero que terminara diciéndome todas esas cosas, no me lo esperaba. ¿Álvaro no es la persona que creo? ¿Si estoy implicada? ¿En qué?
Miro al final de la calle y veo un taxi doblar la esquina. Salgo corriendo junto a la carretera y lo paro. Pido a Zeus, Urano, o al dios griego que corresponda, que no permita que me alcance un rayo. Tomo asiento empapada y le doy las buenas noches al pobre hombre que saluda resignado mientras mira la tapicería del coche.
—¿Qué tal el día? —Sara me saluda desde el sofá mientras cruzo el salón dejando un reguero de agua por donde paso.
Un puto desastre.
—Voy a darme una ducha. Estoy helada.
Me quito la ropa y la dejo sobre el suelo del cuarto de baño. Tardo más de dos minutos en entrar en calor bajo el chorro de agua caliente.
No sé qué me ha querido decir el inspector Hidalgo, pero en absoluto me ha gustado su tono ni su forma de hablar de Álvaro. Con todo lo que tengo encima, ni lo sé ni me interesa. Me queda poco para dejar la Galería, MKD y… Madrid.
Me tiro sobre el sofá enfundada en un pijama celeste polar de dos piezas y unos calcetines hasta las rodillas; sí, pijama por dentro, calcetines por fuera.
—Deberías secarte el pelo.
Me encojo de hombros mientras le doy un buen bocado a un trozo de pizza.
—¿Qué estás viendo?
—Nada, cambia si quieres.
Cojo el mando a distancia y comienzo a buscar algo que valga la pena ver en televisión. No es que me apasione la programación de ninguna cadena un lunes por la noche, sin embargo, me apetece ver algo que no me deje pensar demasiado. Tal vez me ayude un programa de esos rosas, así me distraería un poco olvidando todo lo que me ha acontecido hoy. Me planto en la cadena que emiten la película Love Story. Ese libro fue una de las primeras novelas románticas que leí. Me hizo llorar tanto, que me prometí no volver a leer historias tristes nunca más. Aunque trata de una pareja joven que se ama y lo demuestran hasta el final, no termina bien. Y no me gustan los finales donde no se lea que fueron felices y comieron perdices. El autor de un libro inventa el final a su antojo… ¿quién querría que terminara mal? Para dramas ya está la vida. La mía, por ejemplo. Embarazada sin saber quién de mis dos grandes amores es el padre. Queriendo a rabiar a dos personas a la vez y, según el inspector Hidalgo, en peligro. Esto último no lo entiendo muy bien.
—No tengo ganas de llorar. No dejes esta película —pide Sara.
Lleva razón, no es buena idea ver un drama ahora. Cambio de canal y dejo un debate sobre la monarquía en general y la Casa Real Española en concreto. Un tema tan manido que no le vamos a hacer mucho caso.
—¿Dónde has estado?
—Comprándome un vestido para la fiesta de navidad de MKD. Ha sido el día más largo desde que tengo conciencia.
—¿Cuándo es?
—¿La fiesta?
Asiente con la cabeza mientras mastica de forma exagerada.
—Este jueves.
—¿Y has ido sola?
—¿A dónde?
—De compras.
Estamos espesitas hoy.
—No. Con Berta y Victoria. Vic es una loca de las compras.
—¿Quién?
—Victoria. No podía con las bolsas que llevaba. Y eso que ella ya se había comprado el vestido. Seríais buenas amigas.
—Dijo la sartén al cazo. —Llena los vasos de agua—. ¿Cómo has pasado el día? ¿Has tenido nauseas?
—Un poco, sí. ¿Durarán mucho tiempo?
—Pues después de mis tres embarazos, no sabría decirte.
Le doy un codazo en el costado y nos reímos.
—¡Qué idiota eres!
—¿Has pensado qué vas a hacer? —Su tono cambia a uno mucho más serio.
Paso palabra.
—Deberías ir al médico —insiste.
En eso lleva razón, pero me da miedo. No estoy muy segura de qué. Puede que aún no me lo crea y considere mi situación una odiosa pesadilla de la que despertar lo más tarde mañana por la mañana. Mi ruptura con Alejandro, el daño que le he hecho, mi embarazo… Que un profesional de la medicina me diga lo que ya sé, enviará al traste mi esperanza de que esto no esté pasando.
—Mañana por la mañana llamaré a mi ginecóloga.
Día nuevo, vida nueva. Enn…nop. Qué más quisiera yo. El martes me levanto peor que el lunes. Llevo media hora en el cuarto de baño tratando de recomponerme cuando Sara llama con los nudillos a la puerta.
—¿Estás bien? —Asoma la cabeza.
—Tengo ganas de morirme.
—¿Solo eso? Te he hecho una infusión.
—Gracias.
—Estamos acompañadas —dice críptica—, no salgas en pelota picada. —Y cierra la puerta tras de sí.
Me doy una ducha rápida, me pongo un vestido blanco recto de mangas acampanadas con volantes de Missguided y unas botas de terciopelo negro hasta las rodillas a juego con el abrigo. Me seco el pelo y lo dejo suelto. Maquillaje, colorete, eyerline, rímel, labios rojos y lista para comerme el mundo. Uff, ¿comer? Se me vuelve a remover el estómago.
Entro en la cocina metiendo el móvil en el bolso y me encuentro con una escena que muchos definirían como pornográfica: Sara sentada sobre la encimera con Mike de pie entre sus piernas. Todo lo que veo son manos y lenguas.
Carraspeo. Se separan después de unos segundos demasiado largos para mí. ¡Un día de estos me quedo ciega! He visto escenas mucho peores, más explícitas, pero no tan intensas. He sentido las ganas que se tienen, esa ansia del otro y la impresión malsana que se te queda en el cuerpo al darte cuenta de que nunca tendrías suficiente, que jamás te saciarías de él. Me apeno al pensar que esos besos yo no los puedo dar.
Alzo las cejas buscando a mi amiga que aparta la mirada. Oh, oh. Esto es más serio de lo que yo pensaba. Y ¿cuándo ha llegado el del culo perfecto? Porque parece que lleva aquí bastante tiempo dada la poca cantidad de ropa que cubre su perfecto y musculado cuerpo. Me entran ganas de aplaudirle.
—Te vas a resfriar. —Le digo divertida.
—Hola. —Se acerca e intenta darme dos besos. Supongo que ya me considera su amiga. Sin embargo, le paro con cara de asco y señalando su desnudez. Sonríe—. Voy a vestirme. —Desaparece tras la puerta de la cocina.
—No hace falta, chato. Te necesito desnudo para lo que quiero hacerte después —grita mi amiga, salida como si llevara meses sin probar carne humana.
—¿Cuándo ha llegado? —Me siento en un taburete.
—Entró anoche de madrugada. A hurtadillas. Cuando me desperté, tenía su cabeza entre mis piernas y la lengua en mi vagina —deja una taza delante de mí.
Pongo mala cara.
—¿Por qué tienes que ser tan explícita?
—Tú has preguntado.
—Me hubiera conformado con un… Anoche.
Se encoge de hombros.
—¿Tiene llave? —caigo en la cuenta.
Me ignora.
—¿Le has dado una llave? —Esto no había ocurrido nunca.
—Me dijo que salía muy tarde de trabajar, pero que se moría por meterse entre mis piernas y hacerme delirar. No me pude negar. Y… me daba penilla.
—Excusas baratas. Conmigo puedes ser sincera. —No me contesta. Cambio de tema—. Estuve hablando con Roberto.
—¿Te dio el regalo? —sonríe como si recordara algo.
—Sí. Parece que nos vamos de viaje. —Le acompaño en el gesto.
—Será genial. Solo espero que no potes sobre otra viejecita en un autobús.
Tendría que poder emborracharme para que eso ocurriera. Aunque la idea no me parece tan descabellada si tenemos en cuenta que ahora puedo vomitar en cualquier momento del día, no necesito beber hasta perder la consciencia para dejar el regazo de una pobre señora como si le hubiera derramado encima una olla de potaje. Qué asco. Comienzo a salivar y me tapo la boca con la mano. Eso ocurrió hace mucho tiempo, en uno de nuestros viajes relámpago a una playa preciosa del sur de España, Punta Umbría por más señas.
—Me ha dicho que lo vuestro se acabó.
—Nunca hubo nada, cariño. —Se da la vuelta y enjuaga las tazas que han utilizado para el desayuno bajo el grifo—. Solo sexo. Roberto es muy bueno en la cama—. Gira de nuevo hacia mí—. Además de mi mejor amigo.
—No quiero saberlo. —Termino de beberme la infusión y meto la taza en el lavavajillas. Es capaz de ponerse a relatarme cómo se la mete por el culo.
Me despido de ella con un beso en la mejilla. Se me hace tarde.
—Llama al médico —me recuerda justo antes de cerrar la puerta.
Salgo del ascensor pasadas las ocho y media. No solo se me ha hecho tarde, según las normas de esta estricta empresa, llegar después de las ocho es pecado mortal. Razón suficiente para quemarte en la hoguera. Espero no tener que confesarme con el gran Dios. No me gustaría tener que revelar ninguno de mis pecados. Saludo a Victoria, que se encuentra tras el mostrador, y me dirijo hasta mi despacho. Me doy cuenta de que el ordenador está encendido, probablemente olvidaría apagarlo. Algo llama mi atención. Uno de los cajones del pequeño archivador que tengo a mi derecha tiene uno de los cajones abiertos. Me levanto y, después de mirar en su interior buscando no sé exactamente el qué, lo cierro.
—Buenos días, jefa —Berta me saluda con voz cansada.
—Me parece que no has dormido demasiado.
—Victoria anoche no solo fue la que más compró, también la que más bebió. —Se sienta derrotada frente a mí—. Después de marcharte, cenamos en un garito indio de Lavapiés, de ahí ya salimos bastante perjudicadas. Nos dieron un licor… Fenny creo que se llama. Me duele la cabeza solo de pensarlo. —Hace un gesto con la mano.
—Vete a casa si quieres. Yo estaré fuera toda la mañana, no hay mucho que hacer aquí.
—Oh, no, no. No puedo. Tengo que hacer varios recados al señor Llorens.
—¿Te ha pedido que recojas sus camisas de la tintorería? —bromeo.
—Tengo que entregar varios paquetes en persona por toooda la ciudad. No entiendo por qué no los enviamos por correo urgente. Creo que no le caigo bien y solo quiere putearme.
—¿Tienes las direcciones? Tengo que salir, a lo mejor alguno me pilla de camino. Puedo ayudarte.
—¿Harías eso por mí?
Efectivamente, una de las direcciones se halla cerca del despacho del asesor financiero con el que he quedado, así que me encargo de uno de ellos. A las nueve y cuarto salgo de la Torre de Cristal y pillo un taxi. Tardamos diez minutos en llegar al destino. Pago al taxista, y cruzo la calle de solo dos carriles después de cerciorarme que no viene ningún coche. Al poner los pies sobre la acera, algo llama mi atención. El humo de un cigarrillo sale por la ventanilla de un coche aparcado unos metros más atrás. Un hombre en su interior me mira sin tratar de disimularlo, sin embargo, no dice ni hace nada. Entro en el moderno edifico con el paquete en la mano y camino hasta que, un nada simpático portero de discoteca con traje de diseñador italiano, me para con un toque de voz. Le explico a qué he venido y me dice que él se encargará. Durante diez minutos trato de que entienda que soy una profesional y que prefiero hacerlo yo misma. Me indica la planta a la que tengo que subir, no sin antes registrarme como si estuviera a punto de entrar en un bis a bis. Pero ¿qué se ha creído? Cuando me ha tocado por debajo de las nalgas, le he dicho que si seguía subiendo le pateaba el culo. Pasar tanto tiempo con Sara deja secuelas, desafiar a la muerte es una de ellas.
Salgo del ascensor seis plantas más arriba y, antes de poner un pie fuera, escucho su voz. O ¿debería decir sus voces?