Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 5

Оглавление

PRÓLOGO

Llego a casa enfadado conmigo mismo por el modo que he tenido de hacer las cosas. Alejandro no se merece lo que está pasando. Soy el culpable de todo lo que ha ocurrido. Cruzo el salón del ático sin encender las luces, entro en la habitación y me detengo junto a la cama. La miro como si no la reconociera. Como si no fuera la misma en la que duermo cada noche cuando estoy en Madrid, como si en ella no hubiera pasado días enteros abrazado a Dani durante casi cuatro años. Ella. Todo sigue oliendo a ella. Una única luz baña la habitación, la que atraviesa la gran ventana. Miro el reloj y compruebo la hora, las cuatro de la mañana. El color blanquecino de la luna llena de esta madrugada cubre parte de la colcha. Me siento sobre el filo y entierro los dedos de ambas manos entre las fibras. Agacho la cabeza y lleno de aire los pulmones. Siento cómo se ensanchan. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Me gustaría gritar, gritar hasta desgarrarme las entrañas. Ver la cara de mi hermano hace un par de horas ha sido desalentador.

Alejandro siempre ha cuidado de mí. Me ha protegido como el padre que nunca tuve, porque a Marcos no le puedo llamar padre. Ni siquiera intentó desempeñar ese papel. Solo hubo ausencias, excusas y falta de tiempo. Casi no tengo recuerdos de su presencia a la hora comer. Ni de cenar. Ni en ningún otro momento. A veces me pregunto por qué consintió en tener hijos. Se perdió mi infancia y la de Noelia. Nunca le pude preguntar cuándo me saldría la barba ni por qué me estaba cambiando la voz. Mantuvimos pocas conversaciones y, si las teníamos, en el seguro enfrentamiento mediaba mamá. Nuestra última gran discusión tuvo lugar el día que decidí hacerle partícipe de mi decisión de estudiar Bellas Artes. Por supuesto, mostró su desacuerdo. Me dijo que estaba loco, que solo lo hacía para cabrearlo, que iba a destrozar mi vida por odiarlo tanto. Eso me dolió porque, en buena medida, constituía una gran verdad. No quería dedicar mi vida al arte por sacarlo de quicio, sin embargo, llevaba razón en que lo odiaba.

Odiaba lo poco que nos quería, renegaba de la falta que le hacía a mi madre, me devoraba el daño que le causaba. Sandra se lo merecía todo y él no le daba nada. Mujer bella, tierna, afectuosa y altruista. Nos amaba y nos lo demostraba. Recuerdo su beso cada noche antes de dormir, cómo nos cantaba mientras nos acariciaba, con cuánta devoción nos susurraba «te quiero» justo antes de arroparnos. Se mostraba cariñosa y atenta. Con todos. Incluso con la gente que no conocía. Y feliz. O, al menos, eso es lo que atesora mi corazón, su constante y maravillosa sonrisa que iluminaba todas las sombras. No puedo quejarme de mi infancia, porque, aunque Marcos no formó parte de ella, no noté en exceso su abandono. Sandra, Noelia y, por supuesto, Alejandro, llenaron los huecos que ese cabrón dejó.

Un domingo, tendría unos ocho años, acompañamos a nuestra madre al Rastro. Noelia iba sentada sobre su sillita y yo agarrado a un lateral del manillar. Alejandro caminaba junto a Sandra, que empujaba el carro. Nos detuvimos en un puesto de antigüedades. Mamá se acercó a ver lo que creo que era un anillo y durante unos segundos la perdí de mi campo de visión. Mi hermana se soltó el cinturón y de un saltito se puso de pie sobre el suelo. Le dije que volviera a sentarse, pero sonrió, tocó su pelito y empezó a correr buscando a mamá entre el gentío. Salí con urgencia detrás de ella y, después de creer que la había perdido, la divisé llorando asustada debajo de una mesa con tarritos de porcelana sobre su tapa. Me agaché, la cogí en brazos y traté de mostrar normalidad y que no se diera cuenta del miedo que recorría mi cuerpo. Miré a derecha e izquierda sin saber qué dirección tomar. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde nos buscaría Alejandro? Puse a Noelia en el suelo cuando mi cuerpecito empezó a temblar y, sin soltarle la mano, comencé a caminar hacia donde creía que nuestra familia se encontraba. Había mucha gente. Después de lo que me pareció un día entero, me di por vencido y nos sentamos sobre un escalón.

—Quiero ir con mami. ¿Dónde está mami? —Noelia me miraba haciendo un puchero sin saber muy bien lo que estaba pasando. Aún tenía el corazón encogido del sofocón.

Recuerdo cerrar los ojos y pedir por favor a mis lágrimas que no salieran, sin embargo, como cualquier niño, no lo conseguí. Una gota escapó furtiva y rodó por mi sonrosada mejilla hasta chocar con los adoquines del suelo de Madrid.

—¿Por qué lloras, Ito? —Así me llamó Noelia durante mucho tiempo. Hasta que, unos años después, le expliqué que ya era mayorcita y que le agradecería que me llamara por ni nombre. Ella lo aceptó y solo volvía a hacerlo cuando quería enfadarme y ponerme de los nervios.

Me limpié la cara con la manga del chaleco de hilo azul marino y pensé que Alejandro nos encontraría. Siempre lo había hecho. Cuando más asustado estaba, él llegaba con su fuerza y su valentía y me arropaba con sus brazos. Si me caía, él me levantaba. Si soñaba, él me despertaba. Si me equivocaba, él me corregía. Nuestro hermano sabría buscar y nos localizaría. Y no erré en absoluto. Apreté la manita de mi hermana, le dije que no pasaba nada y miré hacia arriba como si ya supiera lo que iba a encontrar. Alejandro corría hacia donde nos encontrábamos, casi más asustado que nosotros. No pude reprimirme más y me eché a llorar, como cualquier niño asustado superado por la situación. Se agachó, nos abrazó y nos susurró que él nunca dejaría que nos ocurriese nada. Así es él y… así le estoy pagando yo.

Rompo a llorar como hace muchísimo tiempo que no hago, desde que me perdí, aunque Dani intentara con uñas y dientes que eso no ocurriera. He cometido muchos errores durante mis treinta y un años. No me perdonaría jamás hacer daño a las dos personas que más quiero en esta vida. Le rompí el corazón a Daniel hace cinco años, y he destrozado el alma de Alejandro hace escasas tres horas.

El sábado me levanto como me quedé dormido, vestido sobre el mullido colchón. Cuchillos clavados sobre el pecho y truenos dentro de mi sien me saludan dándome los buenos días. Camino a la ducha, me desvisto y, sin quererlo, me encuentro conmigo mismo frente al espejo. Los ojos negros, el pelo despeinado sobre la frente, los hombros anchos y el pecho definido. Soy yo sin serlo. Me toco la brecha de la ceja con la yema de los dedos. Imágenes fugaces de la tarde en la que me la hice aparecen como flashes en mi mente. Cierro los ojos y me transporto veinticinco años atrás.

De nada vale huir de tu vida, tus sentimientos ni de tus circunstancias. Forman parte de ti y de lo que eres y te acompañarán siempre. Escucho la sonrisa jovial de Alejandro correr detrás de mí y de Noelia, jurándonos que nos pillaría y nos haría pagar lo que le hemos hecho a su habitación. Reímos a carcajada limpia. Noelia va dando saltitos, tropieza y se cae. Freno para cogerla y caemos los dos rodando hacia una mesa de hierro forjado con patas en relieve haciendo una enredadera. Si Alejandro no se tira y nos frena, me rajo la cabeza por la mitad. Abro los ojos y vuelvo a verme en el espejo. Agarro el mármol del lavabo con las manos y lo aprieto con fuerza hasta casi hacerlo añicos. Solo me tuvieron que coger puntos, sin embargo, mi hermano se fracturó la mano derecha y tuvieron que operarlo de urgencia. Siempre he sabido que daría la vida por nosotros. Por mí. Hasta ahora.

Me meto bajo la ducha y abro el agua fría. Soy un completo imbécil. El agua cae sobre mi cuerpo, congela todas mis esperanzas, desbarata mis ilusiones y rompe por la mitad mi miedo. Apoyo las palmas de las manos sobre los azulejos y agacho la cabeza. Aprieto la mandíbula hasta escuchar el rechinar de mis dientes. Sé lo que tengo que hacer. Me visto con unos vaqueros, una sudadera gris y unas converse negras. Cojo la cartera y las llaves del coche. Salgo de casa acompañado de las ganas de hacer las cosas bien y la certeza de que, pase lo que pase, haré lo correcto. Se lo debo. Voy a ser sincero conmigo y con él.

Llego a casa de Alejandro pasadas las cinco de la tarde. No tengo que dar explicaciones al portero para concederme paso, hasta ahora no se me ha vetado la entrada en casa de mi hermano. Posiblemente eso ocurra pronto, pero todavía no ha tomado esa medida de precaución. Soy persona non grata, seguro, porque no abre ni da señales de vida, después de llamar de forma ruda unas cuatro veces al gran portón de madera, y acompañar mi insistencia pulsando el timbre repetidamente. Sé que está aquí. Estoy seguro de ello. Lo conozco, conozco sus pasos, su forma de hacer las cosas, de moverse, de actuar, de reaccionar. Después de diez minutos, la puerta se abre. Claudia me mira sobrecogida desde el otro lado.

—Su hermano no se encuentra bien. Será mejor que venga otro día.

—¿Dónde está? Necesito hablar con él.

—Lleva en su despacho todo el día. No ha querido comer.

—¿Ha bebido?

—No demasiado.

—Claudia, voy a entrar —digo, seguro de mí mismo, y surte efecto. Se aparta a un lado, paso y cierra la puerta detrás de mí.

La del despacho también la tiene cerrada. Golpeo con el puño y nadie contesta al otro lado.

—Alejandro, sé que estás ahí. Abre.

Tras insistir y no conseguir nada, doy un paso atrás, cojo fuerza y choco contra la ranura donde se unen las dos hojas consiguiendo que se abra de par en par. Me recompongo y busco a mi hermano con la mirada.

Lo encuentro de pie junto a la ventana, contemplando el skyline de la ciudad a través del cristal con una copa de bourbon en una mano. No se gira, no me mira, no me presta atención.

—Alejandro, tengo que hablar contigo. —Casi suplico. Obtengo el silencio por repuesta. Va a escucharme, aunque no quiera. Camino hasta el centro de la estancia, cojo aire y me animo a hacer las cosas bien: ser sincero y pedir perdón.

Comienzo por explicarme.

—Conocí a Dani el primer año de universidad. Ella me ayudó, sin saberlo, a superar todo lo que me pasaba por aquella época. Tú siempre cuidaste de mí y me sentía solo y abandonado tras tu marcha a Australia. Dejé de hablarme con Marcos y me enfadaba que mamá lo defendiera. Me enamoré tan rápido de ella que me asusté como un niño pequeño; pero no tardé en darme cuenta de todo lo bueno que me daba. Supe que sería para toda la vida y eso no ha cambiado. —trago—. He venido a ser sincero contigo. Quiero que conozcas mis sentimientos y por qué he hecho las cosas que he hecho. —Levanta el brazo y bebe un trago. Lo mira y gira el líquido despacio—. No pretendo que me entiendas. Ni yo mismo lo hago. Solo… déjame pedirte perdón. Déjame… expurgar mis pecados.

—No soy ningún dios. —Su voz arroja una mezcla de dolor y desesperanza.

—Para mí siempre has sido más que eso.

Se gira hacia mí tras escuchar mis palabras y sus ojos se clavan en los míos. Duelen más que si afilados cuchillos me cortaran la piel y se hundieran despacio en las carnes.

—Vete.

—No voy a irme sin que me escuches.

—Ya lo he hecho. Vete. —Camina hasta el armario, lo abre, coge la botella y vuelve a llenar el vaso hasta la mitad. La cierra ceremonioso, la guarda, se lleva el borde del cristal a los labios y bebe un trago largo. Se gira y comprueba que no me he movido del sitio.

—¿Qué más tienes que decirme? Te la llevaste a París a conciencia. ¡Sabiendo y queriendo lo que ocurriría! —Reacciona.

—¡Llevo cinco años esperando volver a verla! ¡Cinco años de noches incompletas, cinco años de días enteros sin ella! Sí, me la llevé a París para intentar reconquistarla. Te dejó, la cagaste y…

—¡Vete! —grita, pero hago caso omiso y sigo hablando.

—Volví a Madrid por ella. Ignoraba que se había enamorado de ti. Me rompió el corazón saberlo. ¿Qué debía hacer? ¡Es la mujer de mi vida! Ya me rendí una vez sin luchar, ¡no volveré a hacerlo!

—Pero esta vez yo soy el enemigo. —Cierra los ojos.

—El enemigo siempre he sido yo. Ese es el problema. Que no la merezco.

—Ninguno de los dos la merecemos. Vete, Álvaro.

—No.

—No quiero odiarte.

—Yo te he odiado por tenerla entre tus brazos.

—¡Lárgate! —Suelta el vaso, que cae al suelo haciéndose añicos. Ni siquiera me inmuto. Camina hasta mí y me da un empujón.

—¡Te has acostado con ella! ¿Cómo has podido? Me odio, ¡a mí! Me odio por las ganas que tengo de matarte.

—¡Hazlo! —grito. Coge la tela de la sudadera a la altura del cuello y me levanta unos centímetros.

—Juré a mamá que siempre cuidaría de ti —escupe contra mi cara. Me suelta y se aleja un paso—. No quiero volver a verte.

—Sabes que eso es imposible.

No contesta. Camina de nuevo hasta la ventana y pierde la mirada en la lejanía.

—Perdóname. No lo merezco, pero lo necesito —suplico.

—¿La sigues queriendo?

—Más que a nada, pero te ha elegido a ti.

Escucho cómo coge aire con fuerza y lo suelta despacio.

—Eso cree ella, pero se equivoca. Está tan desorientada como tú. Lo he visto. No entiendo cómo no me he dado cuenta antes.

—No… —intento explicar tantas cosas que se amontonan en mi garganta, pero no sale ninguna.

—Vete, Álvaro. Tal vez algún día podamos hablarlo.

Respiro y, tras unos breves segundos, giro sobre mi cuerpo y dejo de luchar contra lo que deseo: que mi hermano no me mire con rencor. Camino hasta la puerta y me detengo antes de cruzarla.

—Sé que te ama —Reconocerlo en voz alta me cuesta tanto como respirar bajo el agua.

—No más que a ti. Y eso no lo soporto.

—Lucharé. Quiero que lo sepas —Me sincero del todo.

—Si vuelves a hacerle daño, te mataré.

Llego a casa debatiéndome entre lo que dice mi cabeza y me dicta el corazón. Solo escucho barullos inconexos trazando líneas irregulares en mi mente. Muy pocas cosas veo claras y muchas menos tienen sentido. Solo una de tantas resalta escrita con letras gruesas sobre lo demás. Mis intenciones no han cambiado a pesar de todo lo que ha pasado. Volví a por ella y no me voy a ir sin conseguirlo. «Quiero que seas feliz. Si es él quien puede conseguirlo, tendré que aprender a dejarte ir». Esto le dije el viernes en su cumpleaños antes de que todo se desmoronara; y la dejaría marchar si estuviera seguro de que sería feliz así.

Entro en la habitación y abro el segundo cajón de la mesita de noche. Saco de él la caja morada de terciopelo que guardé hace un par de semanas al llegar de París. Me la llevé con la intención de encontrar la oportunidad de ofrecerle el anillo que guardo en su interior. Como una promesa y una forma de perdón. Supe, no obstante, que no sería fácil volver a hacerla mía. Mía con mayúsculas. En cuerpo y alma.

Abro la cajita sobre mi mano izquierda y miro la sortija con anhelo. Codiciando lo que un día tuvimos, lo que un día fuimos, lo que significamos el uno para el otro. Sentirse el centro del universo de alguien es una sensación maravillosa. Sentir a alguien como tu universo lo es aún más. Sin reservas, sin condiciones, sin ambicionar nada, solo la creencia de que tu mundo gira en torno a esa persona. Y dárselo todo, eso forma parte del juego, pero, cuando ese todo se convierte en recelo y desconfianza, el primer planteamiento consiste en descubrir cómo cambiar las cosas desde la base. Daniel no confía en mí ni en el amor que siento por ella. Mi error fue de dimensiones descomunales, y todo el daño que le he causado no se olvida de la noche a la mañana.

Cierro el estuche y vuelvo a meterla dentro del cajón de la mesita de noche. No la guardo en la caja fuerte. Tal vez, algún día, no muy tarde, acepte mi regalo y toda la vida que deseo darle.

El domingo me despierta el sonido incesante de mi teléfono móvil. La luz entra a raudales por el gran ventanal. Me tapo la cara con el antebrazo y palpo sobre la mesita de noche tratando de que cese el estridente ruido. Descuelgo y me lo llevo a la oreja.

—¿Hasta cuándo van a durar tus vacaciones? —pregunta Jean con el tono desenfadado que siempre le acompaña, sin embargo, no me pasa desapercibido el toque duro e impaciente en su voz. Algo le preocupa.

—¿Desde cuándo trabajas los domingos? —contesto después de tragar saliva.

—Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

—¿Sucio? Tú no te has manchado las manos en tu vida.

Escucho su risa al otro lado de la línea mientras me incorporo, pero está distorsionada, esconde algo detrás de ella. Me siento en el borde de la cama. Me toco el pelo y la cara con la mano que tengo libre.

—Dime cuál es la verdadera razón por la que llamas. —Para de reírse y en el tono se nota cómo estará cambiando su semblante a uno mucho más serio y contraído. Tras un breve silencio, contesta claro.

—Ha ocurrido algo.

—¿Qué pasa?

—Álvaro, no te pongas nervioso. Lo solucionaremos.

—¿Qué ocurre?

—No tenemos noticias desde hace un par de días, no se ha puesto en contacto con ninguno de nosotros en el momento acordado…

—¡Jean…!

—Lucie ha desaparecido.

Tras escuchar esto último, me pongo de pie, introduzco los dedos entre mi cabello y tiro de él.

—¿Qué?

Cojo un avión dos horas después con dirección a París. El trayecto se hace eterno. La preocupación no me deja pensar en otra cosa. No me perdonaría jamás que le pasara algo a Lucie. Es…, es especial. El jet privado de Jean me espera en el aeropuerto. Adrien me recoge y me lleva hasta mi apartamento en el barrio de Montparnasse. Noto que algo ocurre justo al pararme en la cancela de hierro de tres metros del portal. Nunca está abierta. Miro hacia arriba y alguien ha dejado una especie de gancho para inutilizar el cierre electrónico. Alzo la mano y lo aparto. Miro a la calle en todas direcciones y Adrien, que espera de pie junto al coche, me observa con interés.

—¿Ocurre algo, señor?

Niego con la cabeza y le repito que no tardaré demasiado.

Encuentro la puerta del piso abierta. Entro y solo veo enseres tirados por el suelo. El sofá rajado, los cuadros descolgados de las paredes. Miro a un lado y a otro comprobando que no hay nadie. Inspecciono la cocina, habitaciones y el cuarto de baño. La puerta de la terraza está cerrada y también las ventanas. Han debido entrar y salir por la puerta.

Cojo el teléfono y marco su número.

—Han estado aquí.

El lunes por la tarde aún no he dormido. No tenemos noticias de Lucie. Lo prioritario, que la encontremos. Muchas cosas están en juego, el peligro que corre, su vida, lo primero. Me tiro en el sofá del ático de Jean y una de las chicas que trabaja para él me sirve una taza de café. Me la bebo de un sorbo, y le pido algo más fuerte. Tres whiskies después, todo se ve de diferente forma. Mentira, nada ha cambiado, pero el túnel de canalización se ha abierto bastante. Cierro los ojos y su sonrisa triste me cruza la mente. Daniel… Siempre la tengo presente; sin embargo, el problema que tenemos entre manos absorbe lo bastante como para obviar el hecho de que la echo de menos sin condiciones.

Saco el teléfono del bolsillo y escribo un mensaje a Dani. Siento la tentación de llamarla, pero desecho la idea. Entiendo que necesita tiempo después de lo que ha pasado. Mi cansancio supera niveles de peligro, tanto, que me cuesta mover los dedos.

«Dani. No sabría por dónde empezar. Siento tanto lo que pasó... Estoy muy preocupado por ti. Me hubiera gustado estar hoy en Madrid, pero no he podido retrasar más el viaje. No volveré hasta el viernes. Dime que estás bien. Por favor, llámame».

Tiro el móvil sobre la mesita baja que tengo al lado y cierro los ojos. No espero que me conteste. Tal vez se ha dado cuenta que ninguno de los dos somos buenos para ella y ha decidido sacarnos de su vida. No me extrañaría que lo hiciera. Solo le hemos dado problemas y decepciones. Somos dos indeseables incapaces de quererla como se merece.

Lucie…, ahora mismo, encontrarla se encuentra en la pole position de mis preocupaciones. Un minuto después el móvil me anuncia que he recibido un mensaje.

«Estoy bien».

Quédate conmigo, por favor

Подняться наверх