Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 7

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SOY UNA COTILLA, NO LO VOY A NEGAR

Algunas veces, nos ensimismamos y preocupamos tanto por escondernos del mundo a la espera de que se detenga, que no nos damos cuenta de que ese mundo sigue girando a nuestro alrededor a pesar de todos los pesares. Que no somos otra cosa que una mota de polvo en el universo y que a nadie le importa nuestro bienestar si no eres tú mismo el que se preocupa por él. No somos tan importantes. De nada vale encerrarse en una burbuja esperando que todo pase porque no lo hace. De nada sirve huir de tus miedos, porque te seguirán dondequiera que vayas.

Yo llevo una semana metida en una habitación, por las mañanas cambio mi dormitorio por la oficina, pero son las mismas cuatro paredes. Cuatro muros de hormigón armado, sin ventanas ni puertas, porque yo misma las he cerrado a cal y canto. Con la cal del miedo, la ira de la tristeza, y el canto del desconsuelo. Desespero de que me liberen de este sufrimiento, que alguien o algo haga las veces de parapeto. No quiero llorar más, aunque sé a ciencia cierta que no puedo evitar que me hagan daño.

La pretensión de ocultarse tras espesas cortinas no soluciona nada, es más, lo empeora todo, porque te hace vulnerable. Preferible salir al campo de batalla y luchar que esconderse a la espera de que te apresen. Y por esa razón, he dejado que estos dos descerebrados me arrastren hasta el Club Adara esta noche; porque no voy a huir, pero eso no significa que lo que veo a unos diez metros me entusiasme lo más mínimo.

El ascensor a nuestra izquierda se abre y una bella mujer sale de él acompañada de una cara que me resulta familiar. Conozco a la fémina antes incluso de que se gire. Rubia, alta, delgada… despampanante. Verónica, la gerente, charla seria con su acompañante al que también reconozco. Marcus, el hombre para todo de Alejandro. Desaparecen tras una puerta al final de la barra donde nos encontramos. Parecen mantener una acalorada discusión. Me pongo nerviosa al instante al pensar que tal vez Alejandro se halle cerca. Mezcolanza de sentimientos se arremolinan en mi estómago. Ilusión y dolor. No estoy segura de cuál prevalece sobre el otro. Roberto se da cuenta del cambio en mi estado de ánimo; de apática antipática a asustada y temblorosa, me rodea los hombros con el brazo y me da un beso en la sien. Lo miro y sonrío tratando de obviar cierta posibilidad y ponerme histérica. No podemos controlar lo que nos rodea, pero sí la forma de actuar, así que decido ser una mujer fuerte y no perder el control. Lo consigo a duras penas.

Termino con el refresco de un trago, se aplaca la sed que me reseca la garganta y voy al baño más cercano. Suspiro exasperada al llegar al pasillo. Presiento que no voy a aguantar la media hora que va a tardar en desalojarse el lugar. Cuento once personas que esperan tan desesperadas o más que yo. Vuelvo a la barra y miro con impaciencia detrás de los sofás blancos de la zona vip. No estoy segura de que sea buena idea pulsar el botón del ascensor, ni si se abrirá, pero lo hago y en un instante, el maldito ascensor abre las puertas para recibirme. Mi yo kamikaze hace acto de presencia abandonando a mis yoes en la otra dimensión y me empuja hacia adentro sin preguntarme si es lo que deseo. Echarle la culpa de todos mis errores y locuras a otros, aunque sean parte de mí y lo sepa, es uno de mis mejores dones. ¡Oh, yeah!

Miro a un lado y solo veo monitores, al otro el cristal enorme que cubre la pared y desde donde se divisa todo el Club. Camino despacio y apoyo la palma sobre él. Cierro los ojos y un calambre caliente me recorre de pies a cabeza. Aquí he vivido uno de los momentos más morbosos que recuerdo. Alejandro me hizo suya de una manera desmedida, brutal. Me dijo con voz desesperada y ronca que era suya, que le pertenecía y fue lo más excitante que había escuchado. No solo por lo que dijo, sino cómo lo dijo, un desgarro de dolor. Sé que nadie pertenece a nadie. Somos personas libres en esencia. Sin embargo, sentirme de Alejandro de esa manera tan primitiva, en ese contexto, me excita a niveles que nunca antes había considerado y mucho menos experimentado.

Manos, saliva, gemidos, besos, dientes, susurros, gritos.

Trago saliva e inspiro profundamente intentando parar el calor que crece entre mis muslos. Lo hace un momento después al escuchar el ascensor ponerse en funcionamiento. Miro hacia la puerta de salida, llego hasta ella y tiro hacia adelante y atrás sin conseguir abrirla. Busco otra vía de escape. Veo la puerta del cuarto de baño entreabierta y corro hasta allí. Entro y la dejo tal y como estaba, un poco entornada. Una punzada en el bajo vientre me recuerda que necesito hacer aguas menores ¡o mayores! ¡Ya no aguanto más! Levanto la tapa, me bajo las braguitas, me siento en el inodoro, y la satisfacción me pone los vellos de punta. Dispongo de unos segundos antes de que el ascensor vuelva a subir. Un minuto después escucho voces amortiguadas al otro lado de la habitación. Pego el oído a la puerta y trato de escuchar. No tengo que llamar a voces a mi yo cotilla, porque nunca me abandona. Se encuentra junto a mi yo detective privado, listo y preparado para desplegar nuestras depuradas dotes de espionaje.

—No creo que sea buena idea —dice una voz masculina, amenazante.

—No me iré sin más. No después de todo. —Verónica le replica. Me acerco al hueco que queda entre la hoja de madera y la pared y compruebo que el hombre es Marcus.

—Ya no tienes nada que hacer aquí.

—Me necesita.

En ese momento suena lo que debe ser el teléfono del hombre para todo, lo coge, se lo lleva al oído y escucha durante unos largos segundos.

—De acuerdo. —Es lo único que le dice al interlocutor. Cuelga, lo mete en su bolsillo y mira con dureza a la que hasta ahora era la gerente del Club. No estoy segura de que ya lo sea. Hasta donde sé, Alejandro le compró su parte por medio millón de euros.

—Vete, Verónica. No me obligues a echarte.

—Como ya no le sirvo, se deshace de mí.

Un largo silencio. No escucho nada durante lo que me parece demasiado. Comienzo por ponerme nerviosa y, justo antes de desmayarme, Verónica retoma la conversación.

—Está bien. Me iré, pero esto no quedará así —concluye. No me gusta el tono. Suena a amenaza y hay que tener los ovarios muy bien puestos para encararse con el armario empotrado que tiene enfrente. Resulta intimidante, poco menos que peligroso.

Escucho el ruido de tacones cada vez más lejanos y un portazo en seco. Un momento después, Marcus desaparece en el ascensor. Casi me pillan. Lo hacen y me muero de la vergüenza. ¿Cuál podría ser la explicación? «Hola, me he perdido».

Llego hasta Sara y Roberto, que siguen junto a la barra enzarzados en una discusión sobre quién aguantaría más tiempo sin follar o, concretamente, sin tener ningún tipo de sexo. Mi respuesta es rotunda: ninguno resistiría más de cuatro días. Muchas horas son esas. Me preguntan dónde he estado y me excuso por tardar demasiado. Mi tour turístico por el Club no ha sido premeditado. Lo juro.

El viernes me despierto con un dolor de cabeza terrible. No he dormido más de cuatro horas. Me incorporo y un ardor incontrolable sube desde mi estómago hasta la garganta. Me levanto, rápida, y llego al baño justo a tiempo de vomitar dentro del inodoro. Los problemas no desaparecen porque se ignoren. Lo sé. Paso palabra.

Me meto en la ducha, y trato de refrescarme. De vuelta a la habitación, envuelta en una toalla y un poco más recuperada, escucho a los dos, esos que renegaban del sexo hace escasas cinco horas, desatados tras la pared. Esta vez la echan abajo. Miro el reloj en el móvil y compruebo que tengo exactamente media hora para secarme el pelo, maquillarme, vestirme, desayunar y llegar al trabajo.

Ni de coña. Ni convirtiéndome en Superwoman me da tiempo.

Entro en la cocina como un torbellino. Cojo una taza de café para llevar con la frase «Vivir es fácil si sabes cómo» del armario y vierto el líquido caliente con prisas. Derramo parte sobre mi mano izquierda y grito de dolor. La piel me arde. Pongo la mano bajo el grifo y Roberto llega hasta mí preocupado.

—¿Qué ha pasado?

—Me he quemado —me quejo.

—Deja que lo vea. —Coge mi mano y le echa un vistazo—. No parece grave, pero tal vez debería verte un médico y prescribirte alguna crema.

—Estoy bien, no te preocupes, Doctorpuedovivirsinsexo —le aseguro, por segunda vez, en menos de doce horas. Miro la herida y tengo la piel enrojecida. Puede que lleve razón y necesite que me lo vean. Me pasaré por la farmacia de camino. Tiro para soltarme de su agarre y cierro la taza con la tapadera—. No quiero llegar tarde.

—¿Comemos juntos? Tengo una reunión cerca de las torres.

—Llámame a lo largo de la mañana y quedamos. —Lo beso en la mejilla y me despido con celeridad.

—¡Hasta luego Maricarmen! —escucho a Sara gritar, justo antes de cerrar la puerta. Se ha levantado de muy buen humor. No me extraña. Cuatro días sin sexo…, no aguantaría ni unas horas. Estoy segura.

Cruzo el vestíbulo de La Torre de Cristal pasadas las ocho, me he visto obligada a parar y comprar algo dulce para sentar el estómago. Freno en seco antes de chocarme de frente con un grupo de personas paradas en medio del hall. Rozo la mano con el abrigo de una de ellas y suelto un quejido de dolor. La miro y la encuentro cada vez más hinchada. Espero a que el ascensor llegue a la planta baja y subo escondida al final. Mi rutina matutina. No deseo encontrarme con ninguno de los dos en un espacio tan pequeño. Ya me cuesta respirar con los cuatro metros repleto de gente. Con Alejandro y Álvaro compartiendo este espacio, no podría bombear oxígeno al cerebro.

—Buenos días, Dani. —Victoria me saluda simpática como cada mañana—. Estás guapísima. ¿De dónde es el vestido?

Miro hacia abajo comprobando qué he utilizado para cubrir mi cuerpo. Iba con tanta prisa que no lo recuerdo muy bien, no obstante, me doy el beneplácito al ver un vestido verde botella de terciopelo largo hasta el tobillo, cuello alto y mangas largas. No enseño nada de piel, pero se me pega al cuerpo como un guante.

—De Zara.

—Es precioso. —¡Y sexi!

—Gracias —digo con una sonrisa pagada.

Camino hasta mi despacho acelerada, miro y compruebo que el de Álvaro sigue herméticamente cerrado. Entro, entorno la puerta, me siento en mi mesa y respiro. Lleno los pulmones de aire y ordeno al oxígeno llegar a todos los rincones de mi cuerpo. Creo que dejo de respirar al entrar en el edificio cada día. Temo encontrarme con cualquiera de los dos y no saber cómo reaccionar. La previsible situación me sobresalta, me pone muy nerviosa.

Berta entra poco después con un café capuchino en cada mano, su forma de darme los buenos días y animarme. Se sienta frente a mí. Aunque se fue de la fiesta poco antes de que pasara todo, sabe que algo ocurrió y que mi relación con Alejandro no se encuentra en su mejor momento. No ha preguntado, y yo he evitado hablar del tema. Con todo, mi estado de ánimo y varias miradas han sido suficientes entre nosotras para entendernos sin tener que dar explicaciones.

—¡Hola, chicas! —Victoria interrumpe nuestra conversación sobre las entrevistas que varios medios de comunicación nos solicitan. La publicidad siempre es buena, necesaria por rentable; así que le indico a mi ayudante y amiga que lo agende para media mañana. Realizaré las llamadas después—. ¿Tenéis ya modelito para la gran gala? —Se sienta junto a Berta. Se refiere a la fiesta de Navidad de MKD. Esa que no me apetece en absoluto y de la que, como ya he sido avisada por la «Súper Detective Victoria», es imposible escapar. Me parece curioso cómo se entera de todos los cotilleos antes incluso de que ocurran, y parece no haberse percatado de que la relación entre el jefazo y yo ha terminado. Al menos, no del todo. Tampoco he hablado con ella, pero alguna vez durante estos días se ha dirigido a mí como la Primera Dama y yo, por no enfrentarme a la situación, no la he sacado del error. Berta tampoco lo ha hecho, que yo sepa. El evento se celebrará la semana que viene, unos días antes del día de Navidad. No sé mucho sobre el tema. Llevo toda la semana enterrada en papeles, a propósito, para esconderme, tratando de que el tiempo pase lo más rápido posible—. Si no es así, podemos ir de compras mañana. ¡He visto un vestido en una boutique de Malasaña que quita el hipo! —habla entusiasmada.

—¿No hay que ir disfrazada? —pregunta Berta, confusa. Yo también creo recordar que comentó que cada año trataba de una temática diferente.

—Por lo visto este año va de versos. —Nos miramos extrañadas—. Sí, sí, de versos. Al entrar nos darán un sobre con algún poema conocido sin terminar. Durante la noche tenemos que encontrar la otra mitad que podrá estar en posesión de cualquier persona.

—¿Y dónde será la fiesta? —pregunto distraída. Un primor si optan por la no obligación del disfraz.

—En el Hotel Silken Puerta Madrid. —Mala noticia lo que acabo de escuchar. Se me hiela la sangre. ¿En serio? ¿Qué le he hecho yo al puto universo? Hace años que trato de evitar pasar incluso por la puerta. Me trae recuerdos dolorosos que he tratado de olvidar. El hotel donde celebramos la fiesta de graduación. El mismo en el que encontré, o creí encontrar, a Álvaro acostándose con otra.

Joder. No podía ser en otro lugar.

Mierda de Karma.

En ese momento, mi móvil comienza a sonar y vibrar sobre la mesa. Echo un vistazo y leo el nombre de la persona que llama. Algo me dice que no debería seguir ignorando al Inspector Hidalgo; sin embargo, lo hago. Apago el altavoz evitando que suene y sigo la conversación que mantienen mis compañeras. Todavía guardo la nota que encontré sobre mi mesa del despacho el día que entraron en la galería sin saber qué hacer con ella, sin imaginar que pueda significar algo importante.

—Tengo que dejaros. La mañana se presenta movidita. ¿Nos vemos para el almuerzo? —se despide Victoria.

—De acuerdo.

—Yo no puedo. He quedado con Roberto —Me disculpo.

La recepcionista nos deja a solas y seguimos con el trabajo. Leo correos, devuelvo llamadas y concierto una reunión para el lunes con un marchante de arte interesado en algunas de las obras.

A media mañana, entre llamadas a revistas, programas de radio y varios medios digitales, Roberto me envía un mensaje en el que me pregunta si nos vemos a las dos en María Antonieta, un bar de tapas no muy lejos de aquí. Le respondo con muchas caras sonrientes, cierro la aplicación de WhatsApp y dejo el móvil sobre la mesa. Otra vez siento el estómago revuelto. Me levanto y llego al baño justo a tiempo. Me refresco la cara y me doy un poco de colorete. Voy hasta la cafetería, que se ubica dos plantas más abajo, y que no suelo frecuentar, y compro una palmera de chocolate, me apetece algo dulce.

Espero al ascensor para subir de nuevo al piso 212; pero después de más de cinco minutos parada de pie, pierdo la paciencia y subo por las escaleras. Me doy cuenta al instante que tengo que hacer más ejercicio. Desde que hui de las clases de yoga, me falta mucha elasticidad y resistencia. Debería poner remedio, soy muy joven para ahogarme después de treinta y seis escalones. Me viene a la mente cierto Dios Griego del Sexo con una resistencia sobre humana… Mierda.

Mierda. Mierda.

A la una y media llaman a la puerta y Berta entra con una sonrisa de oreja a oreja.

—Tienes una visita.

—Parece que hayas visto a los Reyes Magos.

—Roberto es un regalo mucho más agradable a la vista. —No sabía que lo veía de esa forma. Mi amigo es un bombón que gusta a cualquier persona que se sienta atraída por el sexo masculino, sin embargo, mi ayudante nunca había hecho ningún comentario al respecto, que yo recuerde.

Me levanto y este cruza la puerta de mi oficina hasta llegar a mí y darme uno de sus abrazos.

—Creí que habíamos quedado dentro de media hora en María Antonieta.

—He terminado antes y me he pasado a saludar —miente. Viene a comprobar cómo estoy. Y no me refiero a la quemadura de la mano que, por cierto, me duele una barbaridad. Quiere comprobar si cierto jefe que me ha dejado sola y desvalida ha vuelto y ronda el lugar.

—Salgo a comer. Si necesitas algo, llámame al móvil —se despide Berta de nosotros.

Por fortuna, María Antonieta no está repleto de gente. Se agradece poder hablar y respirar en un gastrobar tan moderno y pintoresco. No recuerda a la reina destronada a la que cortaron la cabeza. No. Todo lo contrario, una oda al color y a la alegría. Macetas amarillas, verdes, azules y rojas adornan todas las paredes y la vegetación crece en cada esquina. Tiene un patio interior cubierto por cristaleras que dejan traspasar la luz natural. Hoy luce un sol radiante a pesar de que el mes de diciembre nos acompaña desde hace varios días. Nos sentamos cerca de un bonsay olivo y pedimos una botella de agua. A ninguno de los dos nos apetece tomar nada fuerte hoy.

—Tengo algo para ti. —Sonríe y deja una cajita sobre la mesa.

—No es necesario. —Le devuelvo el gesto y apoyo mi cabeza en su hombro. Estamos sentados casi uno al lado del otro.

—Es un regalo. Lo encargué para tu cumpleaños, pero no llegó a tiempo. —No me extrañó que no me regalara nada ese día. A Roberto no le importan las fechas, él da cuando realmente lo siente, que, por suerte, es siempre—. Vamos, ábrelo. No me hagas sentir mal.

Cojo la cajita azul con las manos y la abro con cuidado. Algo brilla en su interior. Lo toco con la yema de los dedos, doy un suspirito de satisfacción y lo saco. De mis dedos pende un precioso colgante de oro blanco y circonitas con mi nombre en un tamaño no muy grande.

Miro a Roberto que despliega una sonrisa de oreja a oreja. Me conoce bien y sabe cuánto me gusta.

—Gracias. —Me tiro sobre él y lo abrazo—. Es maravilloso. Me encanta —susurro junto a su oído.

—Te quiero.

—Yo también te quiero. —Vuelvo a mi sitio y se la doy indicándole que me la ponga. Cuando ha terminado, me giro para que vea lo bien que me queda.

Nos traen la comida, cuatro tapas muy bien surtidas, y pedimos el postre. Mientras degusto un trozo de tarta de galletas con chocolate, Roberto se sincera.

—No me voy a acostar más con Sara. —Lo miro extrañada. No porque no lo vaya a repetir, sino más bien no entiendo por qué me lo cuenta—. Solo quiero que lo sepas.

—No me importa —aseguro—. Sois mayorcitos para saber lo que os conviene.

—Quiero a Sara tanto como a ti. Tal vez no de la misma forma… —Me mira a los ojos—. Pero es mi mejor amiga y quiero lo mejor para ella. Creo que ese tal Mike le gusta de verdad, sin embargo, me utiliza para huir de él. No me malinterpretes. No me molesta que me utilice para el sexo, yo también lo hago. —Se detiene unos segundos y piensa qué decir a continuación—. Quiero que sea feliz, y no voy a dejar que se esconda detrás de mí.

Mike es el del culo prieto y digno de premios internacionales, poemas y serenatas. Lo recuerdo. Yo también vi entre ellos una química extraordinaria hace solo unos días, pero no he vuelto a verlo por casa ni he escuchado hablar de él. ¿Y qué pasa con Joan? Creía que entre ellos había surgido algo serio. De verdad que lo creía.

—¿Qué dice Sara?

—Está de acuerdo.

Me encojo de hombros y terminamos de comer. Nos peleamos por ver quién paga la cuenta y salimos del local. Cubro mis ojos con los cristales ahumados de mis gafas de sol, le rodeo la cintura con el brazo y él lo hace sobre mis hombros. Hace un día precioso. El sol baña de luz cada rincón, ni una nube se vislumbra en un cielo que hoy me parece más azul, los pájaros cantan y un montón de pitufos azules bailan a nuestro alrededor. Vale, esto es coña, pero molaría mucho, siempre he sido fan de pitufo gruñón. Cruzamos un parque donde las hojas de los árboles se mecen al compás del poco viento que atraviesa Madrid. La ciudad hoy parece más feliz. Una inyección de vitaminas me recompone. Suspiro fuerte y Roberto se da cuenta.

—Estoy preocupado por ti —Me agarra de la mano y cruzamos juntos la avenida.

—Ya te he dicho que no pasa nada.

—Estás muy delgada y paliducha.

—Estoy cansada, solo eso. —Me planto frente a él justo en la puerta de la Torre de Cristal.

—Eso me recuerda que tengo otro regalo para ti. —Una sonrisilla traviesa le cruza el rostro. No entiendo cómo no me atrae sexualmente mi amigo modeloderevista. Saca del bolsillo un sobre pequeño y me lo ofrece. No espero a que me invite a abrirlo como hace unos minutos. Me quedo boquiabierta. Entre mis manos un billete de avión para dentro de dos semanas ¡a Granada! ¡Me encanta esa ciudad!

—Pero ¿estás loco? —Lo miro boquiabierta. Roberto ensancha su sonrisa—. ¿Qué voy a hacer yo en Granada?

—Pasear, comer, relajarte en unos baños árabes, darte un masaje…

—Pero… pero… —Me deja sin palabras.

—No vas sola. Tengo tres billetes más. —Lo miro, lo miro y me tiro sobre él y lo abrazo. ¡Iremos los cuatro! Sara, Sofía, él y yo. Es lo que necesito. Alejarme de aquí. Escapar, y Roberto lo sabe.

Toda mi alegría se va al traste un segundo después, justo cuando veo salir de la limusina al Dios Griego del Sexo, ese que no consigo quitarme de la cabeza.

Quédate conmigo, por favor

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