Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 8
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¿QUIERES CAFÉ? PUES TOMA TRES TAZAS
Hace exactamente una semana que no lo veo ni sé nada de él. Una semana de penurias, sollozos y autocompasión. Roberto lleva razón, doy pena. He debido perder varios kilos y el maquillaje hace mucho que me abandonó. Sin embargo, él… Alejandro, sigue siendo el mismo. Impresionante, impoluto. Perfecto. Lleva un traje negro de tres piezas hecho a medida, un abrigo Armani del mismo color y el pelo perfectamente alborotado. Se detiene junto al coche y Carlos se acerca hasta él. Hablan durante unos segundos, el chófer asiente serio mientras el jefe le da órdenes. Mi corazón se dispara con tan solo recordar su voz. Me separo de Roberto sin soltarnos de la mano y nota mi nerviosismo. Me pregunta qué ocurre y yo intento sonreír, pero, como ya es costumbre, mi cuerpo no reacciona a mis súplicas cuando está cerca de él. Levanto la mirada inconscientemente, o eso quiero pensar, hacia lo que me perturba y Alejandro la atrapa deshaciéndome por dentro. Sus ojos, más azules que el cielo que nos cubre, penetran en mí hasta llegar a sitios que solo él conoce. Inalterable, aparta la mirada y sigue caminando hasta desaparecer en el vestíbulo de la torre. Le acompañan dos guardaespaldas que no sobrepasan su altura. Todo mi mundo se vuelve gris, los pájaros se quedan mudos y los pitufos cantarines desaparecen por la alcantarilla. Nubarrones enormes vislumbro sobre el horizonte.
Argg.
Verlo me recuerda muchas cosas; que en realidad no he olvidado, solo he pasado de ellas. Metí la pata hasta el fondo con él, le pedí sinceridad y le pagué con engaños. Me duele tanto haberle traicionado de esa forma, que he llegado a odiarme durante muchos momentos de esta larga semana.
Se me revuelve el estómago de nuevo, e inconsciente me llevo las manos al vientre. Otro tema que urge tratar.
Después de jurarle y perjurarle a Roberto que me encuentro bien y que no pasa nada, me armo de valor y entro en el edificio. Subo en el ascensor preguntándome si han aspirado el oxígeno aquí dentro. Cuando llega a la planta 212, me he convertido en un manojo de nervios incapaz de controlar las manos. Victoria se hace eco de mi estado y me pregunta si necesito algo. Bromuro, pienso, o una puerta mágica a otra dimensión. Me escondo en mi despacho cual conejo huyendo de un halcón y cierro la puerta, como si eso me fuera a salvar de todo lo que me espera. No sé si porque la temperatura de mi cuerpo ha subido varios grados, o por el roce del abrigo, mi mano quemada comienza a arder y a dolerme horrores. Salgo al baño más cercano rezando a todos los dioses no encontrarme con Alejandro. No me importa qué dios de los tan nombrados se haga eco de mi petición, pero que me concedan lo rogado. Pongo la mano bajo el grifo, el escozor se atenúa y vuelvo a cobijarme detrás del ordenador. Después de una hora, me siento mucho más tranquila. El reloj marca casi las cinco de la tarde. Berta se despide de mí recordándome que debería irme ya porque es viernes, somos jóvenes, porque sí y porque hay que empezar un finde tododisfrute. Considero sus argumentos suficientemente convincentes, así que apago el ordenador y recojo el abrigo. Justo antes de apagar la luz, Victoria aparece detrás de mí dándome un susto de muerte. Esta mujer debería llevar cascabel.
—Oh, lo siento ¿te he asustado?
—No te preocupes, pero ¿cómo consigues ser tan sigilosa con esos tacones?
—Práctica. —Se encoge de hombros divertida—. El señor Fernández quiere verte en su despacho —termina mucho más seria.
Karma ¿por qué me odias tanto?
Ahora sí que me ha atemorizado.
¿Qué? ¿Por qué? ¿Para qué?
«Para joderte viva. Y no en el sentido que te gustaría». Mi subconsciente, dormido desde hace una semana, hace una aparición estelar y por todo lo alto. Bienvenido al mundo, donde la cruda realidad te abofetea varias veces cada día.
La tranquilidad, que había invadido mi cuerpo los últimos minutos al darme cuenta de que se acercaba la hora de irme y no me lo había cruzado por la planta, desaparece al instante. Las ganas de verlo en estos momentos son directamente proporcionales a las que tengo de que dos trenes de alta velocidad me arrollen y destripen en un choque frontal. Menos que ninguna. Me gustaría poder decir que no y largarme de aquí a la chita callando, sin embargo, no puedo negarme. Es el jefe.
—De acuerdo, gracias.
—Que pases un buen fin de semana. —Se despide con una sonrisa de ánimo. Sabe más de lo que cuenta. Estoy segura.
Camino por los pasillos tratando de controlar la respiración. Si me descuido, hiperventilo. Me sudan las manos y las rodillas las siento de plastilina. Tal vez debería haber venido a verlo en cuanto tuve oportunidad y pedirle disculpas de nuevo. Si no lo he hecho, ha sido por prudencia. No es de esos hombres a los que se les puede avasallar. Nadie se acerca a Alejandro si él no quiere. Y sé que no desea que yo lo haga. Este pensamiento me lastima. Yo sí lo necesito a mi lado, pero no siempre tenemos lo que queremos. Lo aprendí hace ya muchos años, cuando las dos personas más importantes de mi vida desaparecieron para siempre cuando yo tan solo rondaba los dieciséis años. Toco la pulsera tratando de apaciguarme y lo único que consigo es ponerme más histérica al notar la flor y la casita que me regaló hace escasamente unas semanas. Mi lugar, él, se encuentra tan lejos de mí que casi no lo veo.
Natasha ha debido marcharse, su mesa duerme desierta. Me acerco a la puerta de su despacho, totalmente cerrada, llamo con un temor difícil de definir y, tras escuchar un neutro pasa, empujo la madera y entro. Su olor, que inunda la habitación, me envuelve al instante. Huele a jabón caro, a limpio, a locura, a noches de sexo y desenfreno, a… él. Todos y cada uno de los poros de mi piel absorben su aroma y lo transforman en un relámpago que me recorre de pies a cabeza. Levanto la cara luchando contra mi cuerpo y noto que no se ha dado cuenta de mi reacción. Ni siquiera me mira, centrado como está en la pantalla de su ordenador. El relámpago se transforma en decepción. No se inmuta, no le afecta mi presencia ni lo más mínimo. Hace siete largos días que no nos vemos y él no parece haberme echado de menos. No es que piense que lo normal hubiese sido lo contrario, pero… sí, sería lógico ¿no? Es imposible que me haya olvidado tan pronto, aunque me portara como lo hice.
«Como una auténtica cabrona».
No es necesaria tanta sinceridad, pero sí.
Me quedo plantada en medio de la habitación esperando que diga algo, pero no lo hace. Creo que es el minuto más largo que recuerdo –y lo he pasado muy mal durante mi vida académica esperando sentada las preguntas de un examen–. Miro hacia el ventanal por donde el sol se esconde tras los edificios y lo envidio. Eso me gustaría hacer a mí, agazaparme tras metros de hormigón y acero. Vuelvo la mirada hasta el imponente hombre, y me animo a mí misma a aguantar estoicamente el momento. Aprovecho para admirarlo y fustigarme con el hecho de que sea tan perfecto. Esos mullidos labios, la barba de varios días, el cabello sobre la frente, los brazos torneados. No lleva chaqueta, y la blusa blanca deja a la vista sus definidas formas. Freno sobre su pecho y siento su respiración subir y bajar a un ritmo mucho más lento que el mío. No conoce el nerviosismo. Desde luego no causo en él el efecto que él causa en mí.
—Señorita Sánchez. —Levanto la mirada y la suya me espera. Me ha pillado admirándolo, pero no me importa. No tengo nada que perder. No deseo nada si no lo tengo a él—. Siéntese. —La frialdad con la que me trata, y el tono neutro de su voz, me despedazan.
Tomo asiento en una de las sillas de cuero acolchadas delante de su mesa y le agradezco en silencio que no me permita seguir de pie. No descarto la posibilidad de desmayarme, y desde aquí el porrazo se minimiza. Le tengo mucha estima a mi dentadura. Entrelazo las manos sobre mi regazo y muevo los dedos sin saber qué hacer.
—El lunes tengo una reunión con SunnyDay. Me acompañará. —Lo miro extrañada. No entiendo por qué tengo que asistir—. Los chicos de las gafas —especifica, molesto.
—Los recuerdo —musito. Mi voz ha desaparecido junto a mi tranquilidad en algún lugar del núcleo de la tierra.
—Necesito que se lleve estos informes y los estudie. El proyecto ha avanzado bastante durante las últimas semanas y han realizado algunos cambios que me gustaría que repasara. —Los deja frente a mí. Poso las manos sobre ellos y los acaricio observándolos. ¿Me tiene que tratar con tanta formalidad? ¿Es necesario?
—Lo siento. —La disculpa sale de mi boca antes de que mi parte racional del cerebro la detecte. Levanto la mirada y, por un segundo, me da la sensación de que su imperturbable estado se tambalea, pero se recompone milésimas después y su mirada azulada se vuelve en instantes gris metálica. Me arrepiento de lo que he dicho, pero mi yo kamikaze, que también ha vuelto de su viaje astral, parece que no porque sigue—. Sé que no hice las cosas bien, que te oculté…
—Me mentiste. —Me corta dejando de lado las formalidades. Sus ojos traspasan los míos y me duele. Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Se levanta y camina hasta el ventanal dándome la espalda ampliando mucho más la distancia que nos separa. Y no me refiero solo a la física—. La veo el lunes a las ocho en el vestíbulo, señorita Sánchez. —Vuelve a tratarme de usted y me echa del despacho, de su lado y de su vida como si nunca hubiera habido nada entre nosotros.
Mi yo loca y descerebrada no piensa amilanarse y me obliga a levantarme y posicionarme detrás de él. Mi subconsciente y todos mis yoes han decidido volver a la vez. Me gustaría que se largaran por donde han venido. Algo me dice que solo van a causarme problemas.
—Perdóname. —No es una súplica. Lo digo de corazón y con conocimiento de causa. Puedo sentir su pecho hincharse por completo y cuadrar los hombros a continuación.
—Está todo olvidado.
—No lo hagas, no te olvides de mí. —Esta vez sí ruego. No soportaría que eso ocurriera. ¿Eso es lo que he significado para él? ¿Tan fácil le ha sido? Si borrar de su mente lo que hice implica borrarme a mí, prefiero que lo recuerde todo.
Se gira y atrapa mi mirada. En ese preciso instante, siento un pinchazo en la mano y suelto un pequeño quejido a la vez que la aprieto. Alejandro se da cuenta y la mira. Da un paso en mi dirección y me acobardo. Su olor penetra con más fuerza en mí llegando a cada rincón. Coge mi maltrecha mano con las suyas y la mira.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. —Trato de restarle importancia—. Me he quemado con el café.
—¿Cuándo? —Su voz me atemoriza.
—Esta mañana. —Noto su tacto sobre el mío y un escalofrío me recorre.
—¿No has ido al hospital? —pregunta sabiendo la respuesta. Cada vez está más malhumorado.
Niego con la cabeza.
—Parece más de lo que realmente es. —Tiro del brazo y me suelto.
Me mira como si tuviera tres cabezas. Bufa. Camina hasta el armario donde cuelga la chaqueta y el abrigo. Se pone ambas prendas, coge el móvil que tenía sobre la mesa y se lo lleva al oído mientras avanza hasta la puerta.
—Prepara el coche. —Cuelga y me mira—. Nos vamos.
Bajamos en el ascensor en silencio. Me parece increíble que se haya enfadado tanto como para dar por finalizada nuestra charla y salir del despacho sin ningún tipo de explicación. No es que necesite darlas, pero ha sido brusco y desconsiderado. Me cuesta asimilar que no le importe en absoluto. Sin embargo, que me trate con la dejadez que trata al mundanal ruido me va a costar acostumbrarme.
Cruzamos el casi solitario vestíbulo y salimos a la calle. Creo que musito un «hasta la semana que viene» y paro a varios metros de la limusina que lo espera. Él no lo escucha porque ordena con voz ruda:
—Sube.
—Gracias, señor Fernández. Prefiero ir en taxi. —Y con esto le quiero decir que no necesito que mi jefe, ese ser distante que tengo delante, me acompañe a ningún sitio.
—No te estoy preguntando —Se impacienta.
—No te he pedido que me lleves —replico.
—No hace falta. Alguien tiene que cuidar de ti si tú no sabes cómo hacerlo. —Su tono condescendiente me cabrea.
«Lleva razón y no sabe ni la mitad»
Pufff.
—Me voy a casa. —Me giro y camino. No llego a dar el segundo paso. Me coge del brazo y me pone frente a él.
—No vamos a casa. Subes por tu propio pie o te meto a rastras. —Nos retamos con la mirada. Observo a la gente que pasea junto a nosotros y a los ejecutivos que a estas horas salen de la torre. No quiero hacer un numerito ni que lo haga él. Así que, claudico, suspiro, me suelto de un tirón y camino hasta el coche. Carlos abre la puerta, me saluda amable y me dice que se alegra de verme. Alejandro entra detrás de mí.
Salgo del hospital Universitario Quirón después de una hora en la sala de un cirujano amigo de «Don Controlador» aguantando la charla que me han dado entre los dos sobre el cuidado de la piel, la importancia de acudir a tiempo a asistencia sanitaria tras un accidente y cuánto tengo que cuidarme la mano durante los próximos días. Me he sentido una niña pequeña traviesa que no sabe lo que hace. No es para tanto. No me desangraba.
—Gracias por acompañarme. —Me despido de Alejandro en la puerta de la clínica.
—Te voy a llevar a casa.
—Ya has hecho mucho por mí. Prefiero volver sola.
—Es tarde. Sube —Vuelve a ordenar.
Me mira. Quiere decirme que no tiente a la suerte.
Lo miro. Me gustaría decirle…
«Que te lo coma todo», termina mi subconsciente.
Pufff…
Puf.
Puf.
Lo hago. No me apetece discutir. Se sienta frente a mí y le dice al chófer que me lleve a casa. No especifica la dirección, Carlos sabe exactamente dónde vivo. La noche ha caído y luces de todos los colores alumbran Madrid. Los cristales tintados de la limusina no imposibilitan que la radiante luz de esta ciudad lo traspase. Respiro y me doy cuenta de una cosa. No estamos juntos y él ha decidido no acordarse de mí. Me desespera su cabezonería y me frustra no poder acercarme a él, sin embargo, tengo que admitir que no desearía estar ahora mismo en ningún otro lugar que sentada sobre el cuero de su limusina. A su lado. Me siento bien. Casi como si flotara…
—¿Te duele? —Me saca de mi ensimismamiento.
Miro la mano vendada y la dejo sobre mi regazo.
—Bastante menos. Tengo que agradecértelo a ti.
—Y a los analgésicos. —Levanta levemente el labio de un lado tratando de distender el ambiente.
—Sí, desde luego. —He tenido que inventar mil excusas para evitar que me metieran chutes y chutes de medicamentos varios en vena. Solo un poco de paracetamol para el dolor que no me ha sentado demasiado bien, o sí. Vuelo como si me hubieran metido alguna droga de las buenas.
«¿Volvemos a pasar palabra?»
Por supuesto.
—Tengo sueño —susurro y cierro los ojos. Me pesan los párpados y todo el cuerpo. No lo puedo controlar. Ni siquiera entiendo por qué lo he dicho. Estoy con Alex y eso me tranquiliza. Unido a un poco de paracetamol, viajo a un estado de inconsciencia que necesito. Llevo una semana muy estresada tratando de no caer al abismo.
Me despierta su olor momentos después, o son horas, no lo sé. Acomodo la cabeza en su pecho y rodeo su cuello con mis brazos. Me equivocaba al pensar que no había otro lugar mejor que a su lado en la limusina. Claro que lo hay. Abrazada a su cuerpo, sintiendo su calor. Camina conmigo encima. Escucho el ascensor subir hasta lo que imagino nuestro piso y a Sara dejándolo pasar. Hablan algo entre ellos, mientras me deja sobre mi cama y me tapa con una manta.
—No te vayas —pido.
Pero se va. Lo sé porque dejo de sentirme tranquila y cómoda. Vuelvo a perderme entre la oscuridad lúgubre de mis noches solitarias.
Me despierto abotargada. La luz entra por las ranuras de la persiana de mi habitación a medio bajar. Anoche tuve un sueño extraño. Alejandro me trajo a casa en brazos y me dejó sobre la cama. Giro sobre mi cuerpo y un pinchazo en mi mano izquierda me despierta del todo. La pongo frente a mí y me doy cuenta del vendaje que la cubre. Ayer fui al hospital y Alejandro me acompañó. No fue un sueño, me quedé dormida en la limusina y él debió subirme al apartamento.
Llego a la cocina siguiendo el olor a café y me siento en uno de los taburetes muy cansada. Apoyo la cabeza sobre las manos encima de la mesa y espero a que Sara salga de la ducha y desayunemos juntas. La he oído al pasar por la puerta del baño. Son más de las once de la mañana, sin embargo, vuelvo a quedarme dormida casi de pie.
—Oso Yogui. —Deja el café bastante brusca delante de mi cara. Abro los ojos y veo mi taza favorita, la que compramos en el Corte Inglés de Preciados. Amarilla con una margarita blanca en el centro—. Tu estado zombi está empezando a preocuparme.
—Buenos días —ironizo y acepto el mote que me ha puesto desde que hiberno.
—Buenas tardes. Son las doce y cinco. Has dormido… —Mira al techo pensativa— …más de catorce horas.
—¿No saliste anoche? —me parece raro que no lo hiciera y aprovecho para desviar la atención hacia ella.
—No me dejaron —contesta no muy contenta.
—¿Quién osó desafiar de esa manera a la muerte? —exagero.
—Muy graciosa. Y fue tu jefe, el moreno de ojos claros en concreto. —Me mira levantando las cejas. No sé por qué pregunto—. ¿Habéis hablado?
—No exactamente.
—Especifica.
—Me llevó al hospital. Después de tratarme como si no nos conociéramos. —Suspiro, me termino el café y me levanto.
—Tienes que tomarte el antibiótico.
No sé de qué me habla. Levanta el bote y lo agita delante de mí.
—Lo dejó aquí junto a tu cuerpo adormecido. Me obligó a jurar que no saldría, no te dejaría sola, te tomarías el tratamiento al pie de la letra y te cuidaría. —Cuenta con los dedos a la vez que habla.
—No voy a tomar nada. —Sin avisar, el café sube por mi esófago y salgo corriendo hasta el cuarto de baño. Vomito dentro del inodoro. Cuando me incorporo, Sara me mira con los brazos cruzados bajo el vano de la puerta.
—No me encuentro bien. —Abro el grifo y me refresco la cara. Cojo el cepillo de dientes, echo pasta sobre las cerdas y lo introduzco en la boca frente al espejo. Sara sigue observándome sin moverse del sitio mientras froto y froto. Trato de ignorar su mirada inquisitiva. Me escruta. Escupo varias veces, me enjuago y me limpio con una toalla pequeña que saco del tercer cajón. La tiro a la ropa sucia y cierro la taza del váter que había dejado abierta. Giro sobre mi cuerpo y me dispongo a salir del baño, sin embargo, mi amiga no se retira para dejarme paso.
—Llevas así más de una semana.
—He debido pillar un virus gastrointestinal. —Excusatio non petita, accusatio manifesta.
Me mira a los ojos, clava sus iris negros en los míos y sospecho qué viene ahora.
—¿Sabemos quién es el padre de tu virus gastrointestinal?