Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 9

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VALE, ¿Y AHORA QUÉ?

No se le va una, ¡qué relista es mi Sarita! Recuerdo una vez, hace ya varios años, adivinó que me había liado con su amiga. Solo besos, no pasamos de ahí, y andaba bastante borracha, tanto como para no reaccionar sobre el hecho de que las mujeres no me atraen sexualmente en absoluto. Pues lo supo antes de que se lo contara. No lo iba a hacer. Que conste. Me llevaría el secreto a la tumba, sin embargo, no fue así. Dice que tengo una cara muy transparente, incapaz de ocultar nada. Y estoy de acuerdo, algunas veces me asusta lo transparente que puedo llegar a ser.

—No sé de qué hablas. —Paso por su lado y salgo del baño.

—No me tomes por tonta.

—No lo hago.

Llego a mi habitación y abro compulsivamente los cajones buscando ropa interior. No cierro la puerta, no serviría de nada. La echaría abajo sin pensarlo dos veces. Ella nació así, su ímpetu la pierde. La admiro en muchos sentidos, en otros me desquicia. La de veces que nos hemos peleado en alguna fiesta por culpa de sus exagerados arrebatos.

—¿No piensas decírmelo? —escucho a mi espalda.

—¿Qué quieres que te diga? —Me giro hacia ella levantando la voz.

—Eres… eres…

—¿Qué soy? —La reto.

—¡Eres gilipollas! ¿Cuánto tiempo crees que lo podrás ocultar? —Levanta los brazos desesperada.

—Déjame en paz, —Salgo de la habitación. Camino hasta el baño, abro el grifo de la ducha y me quito la camiseta.

—¿Sabes quién es el padre?

—¿Puedes dejarme sola? Quiero ducharme. —Ignoro la pregunta.

—Por supuesto que no lo sabes. —Pone los brazos en jarra.

La miro. Me mira.

—No lo vas a dejar pasar ¿verdad? —Levanta las cejas y abre los ojos. Claro que no. Me resigno. Suspiro. Me siento sobre la tapa del inodoro y me toco la sien. Abro el último cajón del mueble del lavabo, ese donde metemos los utensilios que no sirven para nada, pero que no tiras por si algún día necesitas, y saco el test de embarazo que me hice hace una semana. Lo dejo sobre el mármol—. Estoy embarazada. —Lo admito. Ante ella y ante mí.

Coge la prueba fehaciente de mi actual estado, la mira unos segundos, la deja donde estaba y cambia el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—¿Puedes explicarme cómo coño ha pasado?

¿De verdad quiere que se lo explique? Chica y chico se desnudan…

—¡¿Estás loca?! —Sigue.

Me incorporo, cojo el palito blanco con las dos rayas rosas y voy a la cocina casi desnuda. Lo tiro a la basura como si con ese gesto se acabara el problema, vuelvo a mi habitación, me pongo un chándal con prisas y me voy a la calle.

—¿A dónde vas?

No respondo, cierro la puerta de un portazo y bajo las escaleras demasiado deprisa.

No tengo muy claro por qué no le he dicho nada antes a Sara. Tal vez que lo sepa otra persona lo hace real. Tangible. Tal vez me avergüenza encontrarme en esta situación. Una cosa es aceptar que eres una descerebrada, y otra muy distinta admitirlo ante el mundo y exhibir todas tus debilidades. Mi amiga me conoce mejor que nadie, sabía que no podría ocultarle esto demasiado tiempo. Sin embargo, no creí que lo averiguaría tan pronto. ¡Yo lo sé de hace tan solo una semana!

Camino muy cabreada. Debería ser yo quien decidiera si contárselo o no, que se ponga así porque opté por la prudencia no es lógico. Solo quiero tomar decisiones al respecto antes de implicar a nadie en lo que me pasa. Mi amiga me estabiliza tanto como me vuelve loca.

Comienzo a correr, necesito soltar adrenalina. Cinco kilómetros después siento que alguien me sigue, una sensación rara que últimamente me acompaña a todas partes. No entiendo qué me ocurre. A lo mejor la paranoia forma parte del embarazo. He leído que las hormonas se revolucionan y te vuelves más protectora y desconfiada. Giro una esquina a la derecha y cruzo un callejón por donde no pasa nadie. Escucho un ruido a mi espalda y me asusto, sin embargo, no me detengo. Solo me quedan unos metros para salir de él y llegar a otra avenida principal. Acelero mucho más el paso y en la esquina choco con una mujer que lleva varias bolsas en las manos, haciéndolas caer. La ayudo a recogerlas, pido disculpas y vuelvo la cabeza hacia la solitaria calle buscando no sé muy bien el qué. O a quién.

Llego a casa empapada en sudor. Ahora sí que necesito una ducha y, ni Sara con su charla, evitará que me relaje bajo el grifo durante, por lo menos, media hora. Cruzo el salón mientras mi amiga se atiborra de comida china sentada sobre la alfombra mirando las noticias en la televisión. Afortunadamente no dice nada. Me quito el vendaje de la mano con cuidado ya en el baño, me desnudo y me meto bajo la ducha.

Cuarenta y cinco minutos después, y ya más tranquila, salgo al salón en mallas y camiseta. Mi compañera de piso cambia de canal tumbada en el sofá.

—Tienes comida en el microondas. —Me informa sin mirarme y sin dejar de hacer lo que hace. Zapping.

Caliento el recipiente de arroz durante unos segundos, lo cojo con una mano mientras en la otra llevo un vaso de agua y me siento sobre la alfombra. La conversación llega antes de tragar el primer bocado.

—¿Cuándo pensabas decírmelo? —pregunta tranquila.

¿Nunca?

—No lo sé. Quería asimilarlo antes.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—El lunes. Y tú ¿cómo te has enterado?

—¿De verdad me lo preguntas? No paras de vomitar, siempre estás dormida, no bebes alcohol y no quieres tomar antibióticos.

La miro extrañada. Vale que son indicios suficientes para sospechar algo, pero ella no es una experta en el tema. En devorar hombres por las noches –por la mañana y por la tarde– sí, pero ¿en síntomas de embarazo? Nunca deja de sorprenderme.

—Encontré la prueba de embarazo anoche buscando tiritas. —Levanta el dedo anular enseñándome una herida. Eso tiene más sentido—. Pero solo sirvió para confirmar lo que ya sospechaba. ¿Qué piensas hacer?

Resoplo. Eso quisiera saber yo. Qué hacer. Esto no se arregla pidiendo a la tierra que me trague y me escupa en las islas Phi Phi. Y, en el caso de que me tragara, al escupirme seguiría embarazada.

«No era necesaria la aclaración»

Por si acaso.

—No lo sé.

—¿Vas a tenerlo?

—Deja de agobiarme.

—Tienes que decidir pronto. ¿De cuánto tiempo estás?

—No lo sé.

—¿Sabes algo? —satiriza— ¿Has ido al médico?

Me atosiga a preguntas.

—Por esto no quería contártelo —Me cubro la cara con la palma de las manos.

—Quiero ayudarte. Solo… trato de entenderte.

—Pues no lo hagas. No me entiendo ni yo. —Aparto la comida y bebo un sorbo de agua—. Ni siquiera sé quién es el padre. Podría ser cualquiera de los dos. Parezco la protagonista de una jodida telenovela. —Cierro los ojos y me tiro de espaldas sobre el suelo. Sara lo hace a mi lado y entrelaza nuestras manos. Miramos al techo sin decir nada durante más de cinco minutos. Un canal de noticias veinticuatro horas es lo único que evita que el silencio nos envuelva.

—Te apoyaré decidas lo que decidas —Aprieta mi mano.

—Lo sé. —Le devuelvo el gesto.

El domingo transcurre mucho más tranquilo. Roberto y Sofía pasan por el apartamento por la tarde y vemos una película. Ellos la ven, yo duermo. Clara me llama para saber cómo estoy e informarme que volverá lo antes posible. Tuvo que viajar a Londres por trabajo justo después de la fiesta de mi cumpleaños. Le aseguro que me encuentro perfectamente; una verdad a medias, y le obligo a colgar después de tres minutos de disculpas por su parte por no poder acompañarme en estos difíciles momentos. Me siento afortunada por todas las personas que se preocupan por mí. Me sentí muy sola tras el fallecimiento de mis padres. Sin embargo, mis amigos han conseguido que ese sentimiento muy pocas veces vuelva a aparecer. Cuando lo hace, lo trato como a un viejo amigo al que ves de año en año. Intento disfrutar de su presencia lo que tarde en desvanecerse. Nada dura eternamente, para mal o para bien.

Recibo algunos mensajes de Fernando recordándome que lo llame cuando pueda. Necesitamos terminar de preparar la última voluntad de mis padres y quiere que me reúna con él y con un asesor financiero de su confianza. Me ha enviado más mensajes a lo largo de la semana, pero los he ignorado como voy a hacer con estos. No me siento preparada para ver mis cuentas tan abultadas. Necesito tiempo para asimilar todos los cambios que suceden en mi vida. ¿Cuatro millones de euros? ¿Estamos locos? ¿Qué hago yo con tanto dinero?

«Comprar zapatos».

No es mala idea la de mi subconsciente, pero creo que el destino de ese dinero no va a ser ropa ni complementos.

El lunes me despierto antes que el despertador suene. Es raro, aprovechar hasta el último segundo, agazapada en la cama, forma parte de mi día a día. Normalmente la alarma suena dos o tres veces. La repetición automática es uno de los grandes inventos de los últimos tiempos. Sin embargo, a las siete me encuentro de rodillas frente al inodoro con la cabeza dentro. Las náuseas matutinas me visitan cada vez con más frecuencia, no me puedo imaginar hacer esto durante nueve meses.

«Has decidido tenerlo»

Ufff. No lo sé. Complicado saber qué hacer cuando ni siquiera tengo claro quién es el padre de la criatura.

«Ni claro ni oscuro, no tienes ni idea»

De todas formas, no estoy segura de ser capaz de deshacerme de él.

«O de ella»

O de ella. Repito en mi cabeza.

Ya perdí un bebé una vez ,y fue una de las experiencias más duras de mi vida. Cierto que no vivo la misma situación. Si decido frenar el embarazo, sería meditado y repensado. Sin embargo, la sola idea de barajar la posibilidad, me entristece. Por ese motivo no he pensado mucho en el tema. Tengo la cabeza hecha un lío.

No sé nada de Álvaro desde un par de días después del cumpleaños. Si no recuerdo mal, dijo que volvería el viernes pasado, pero no tengo ni idea de si ha vuelto o no. No espero que se ponga en contacto conmigo, ni siquiera que me llame para decirme que ha vuelto, pero necesito hablar con él sobre la reunión de hoy con el marchante de arte. Tal vez lo llame luego.

Entre pensamientos inconexos, llego al vestíbulo de la Torre de Cristal. Veo mi reflejo en uno de los espejos que cubren parte de las paredes y no me encuentro demasiado mal. Nadie diría que media hora antes tenía la cabeza metida en el váter. El maquillaje hace verdaderos milagros. Zapatos de salón negros, pantalón ancho gris, blusa blanca, chaqueta y abrigo negros, pelo suelto y labios rojos. Compruebo que nada se haya movido de su sitio y miro a un lado y a otro buscando al hombre de mis deseos y dueño de mi corazón. Decenas de personas entran durante los minutos que espero allí de pie.

—Buenos días, señorita Sánchez —El chófer de Alejandro me saluda—. ¿Le importaría acompañarme?

—Buenos días, Carlos. —Sonrío y muevo la cabeza. Camino unos pasos delante de él hasta que me sobrepasa y abre la puerta del coche haciendo una reverencia para que entre. Mi corazón comienza a latir de manera desbocada. No lo puedo controlar. La certeza de que me voy a encontrar con él, tiene ese efecto en mí. Me entusiasma, me excita, me hace feliz. Sin embargo, todas las sensaciones me abandonan por una sola en cuanto me siento sobre el mullido cuero y me doy cuenta de que estoy sola. La decepción cubre como una manta todo mi cuerpo. Me hace daño verle y no poder acercarme a él, pero merece la pena el sufrimiento por todo lo bueno que me hace sentir.

Carlos arranca y se incorpora al tráfico. Durante unos minutos no digo nada esperando a que me saque de mi confusión, pero como no lo hace, pregunto desconcertada.

—¿A dónde vamos? —creí que había quedado con Alejandro para ir a una reunión, pero no lo veo por ninguna parte.

—Recogeremos al señor Fernández en seguida.

Casi una hora después; si no me he quedado dormida, ha sido por mi estado de expectación. llegamos a Conde Orgaz-Piovera, una zona residencial muy cara a las afueras de Madrid. La conozco bastante bien, Sofía vive aquí. Es más, creo que paramos en la puerta de un chalet en su misma calle. Tiene una valla blanca enorme rodeada de vegetación y una puerta de hierro de más de cuatro metros de altura. Me parece demasiado exagerado y presuntuoso. Varias cámaras de seguridad rodean la propiedad. Escucho un ruido metálico y observo la puerta abrirse despacio, un coche espera para salir al otro lado. Se detiene junto al nuestro y Alejandro sale de él con un maletín en la mano, vuelve la espalda y se despide de alguien a través del cristal. Marina de la Rosa lo mira con una sonrisa lasciva que me corta la respiración. Sin duda han pasado la noche juntos. No encuentro otra explicación. Me hundo en el sillón y en la desgracia. Puedo llegar a entender que se acueste con otras como si yo no hubiera existido, pero que me lo restriegue por la cara no. Además de no ser necesario, es ruin y rastrero.

«Como lo que hiciste tú».

Ya estamos.

Entra en la limusina y se sienta frente a mí. Da los buenos días sin mirarme siquiera mientras descuelga el teléfono y se lo lleva al oído. Está imponente. El pelo aún mojado le cae indomable sobre la frente. Huele a jabón y a limpio, sin embargo, esta vez no me transmite buenas sensaciones. Pensar con quién ha pasado la noche convierte todo lo que mi cuerpo siente, cuando lo tengo cerca, en cobardía ante lo que me espera sin él. Mi teléfono suena dentro del bolso, lo saco, miro la pantalla, suspiro y lo vuelvo a guardar. Unos minutos después vuelve a sonar y hago exactamente lo mismo. El inspector Hidalgo vuelve a la carga. Lleva todo el fin de semana sin llamarme y creí que se habría dado por vencido. Nada más lejos de la realidad. El dichoso aparato suena otra vez y lo ignoro. Alejandro termina con la llamada que atendía.

—¿No lo coges? —Parece que se hace eco de mi presencia por fin. Mi gozo en un pozo. Levanto la mirada y la atrapa con la suya. ¡Malditos infinitos ojos azules quema bragas!

—Se han equivocado —miento descaradamente.

—Tres veces. —Su tono me perturba. Inalterable— ¿Estás bien? —Mira mi mano.

—Mucho mejor, gracias.

Le ofrezco la documentación que me encargó estudiar el viernes y él la coge sin que el pulso tiemble como el mío. Sin embargo, no le hace demasiado caso, se centra en provocarme un infarto de miocardio con su turbada mirada.

—He hecho anotaciones en los márgenes y algunos cambios. Los diseños finales son demasiado serios para el público al que va dirigido. —Trato de centrar nuestra conversación en un asunto más profesional. En contra de todos mis pronósticos, abre la carpeta y la ojea con atención. Después de lo que me parece una eternidad, dice:

—Esto no son anotaciones, son obras de arte. —Vuelve a clavar su mirada en mí y esta vez noto su calor mezclarse con el mío. Es admiración, quién lo hubiera dicho—. Has hecho un buen trabajo.

—Creo que los colores deben ser más atrevidos… —Mi teléfono vuelve a sonar y me desconcentra—. Eh…

—Cógelo —ordena.

No quiero, pero lo hago. Decidida a ponerlo en modo silencio, lo saco del bolso y miro la pantalla. Me sorprendo al no ver inspector escrito sobre el cristal. Es otra persona mucho más importante para mí, alguien al que quiero más de lo que me admito, un hombre con el que también he jugado sin proponérmelo, a quien le debo una disculpa y con el que necesito hablar. Álvaro.

Descuelgo y lo atiendo.

—Buenos días, señor Llorens. —Con solo escuchar el nombre, a Alejandro le cambia el semblante a uno mucho más serio, aprieta la mandíbula y sus ojos se vuelven oscuros como la noche.

—Buenos días. Estás… ¿estás bien? Siento no haber llamado antes. He estado muy ocupado.

—No se preocupe.

—No me trates como a uno más, soy Álvaro. —Intento que la culpa no se adueñe de mí. No deseo que Alejandro se dé cuenta de todo lo que me afecta su hermano. Pasan unos segundos hasta que sigue—. Dani, yo…

—He concertado una reunión con Frédéric Bonnay a la una. Está interesado en algunas de las obras. —Corto lo que sea que me quiera decir. Si la frase empieza por mi nombre de pila, estoy segura de que acabará con algo personal que no me apetece escuchar.

—Voy saliendo del aeropuerto. Nos vemos en la Torre dentro de una hora. —Capta lo que le he querido decir.

—No me encuentro allí. Acompaño al señor Fernández a una reunión. —Me arrepiento de nombrarlo antes incluso de terminar de hablar. Tratar de llevar la situación sin morir en el intento me está costando horrores; no filtrar y decir estupideces es lo menos que podría pasar. Hablo con Álvaro mientras Alejandro me taladra con la mirada. Imaginaos la situación. Después de todo lo que pasó hace solo una semana y de lo que yo sé y ellos no, si no me da una apoplejía es por intervención divina.

No solo el ambiente en la limusina se enrarece, noto cómo al otro lado de la línea se hace un denso silencio.

—A él también lo tratas con cortesía… —Trago saliva sin saber qué decir—. Está bien, nos vemos a la una.

Lo único que escucho es el pitido tras la línea y la agitada respiración de Alejandro. Nadie que no lo conozca notaría su enojo, pero para mí es fácil reconocer el aire que exhala brusco hasta los pulmones, hincha su torneado pecho y sale despacio por su boca entreabierta. Guardo el móvil dentro del bolso y espero lo peor, pero no sucede nada.

Nada. Va a ser cierto que no le importo lo más mínimo y ha pasado página.

«Se acaba de acostar con Marina, claro que la ha pasado»

Me cuesta creer que haya hecho eso. Bufo para mí.

Carlos detiene la limusina junto al edificio de piedra que ya visitamos una vez. Baja del coche y me abre la puerta ceremonioso. Salgo y Alejandro lo hace por el otro lado. La gran puerta de madera castigada por el tiempo, nos recibe entornada. Detrás de ella, uno de los socios, Israel Bueno, nos espera para darnos la bienvenida. Comenzamos a caminar detrás de él y pasamos salas y más salas vacías. Me entristece la situación en la que se encuentra el edificio, demasiado bonito para merecer el abandono que aparenta.

La reunión transcurre sin incidentes. Ángel, Cristina e Israel aceptan mis consejos con gratitud. No estoy segura si porque verdaderamente les gustan los cambios en los diseños, o por miedo a que Alejandro se los coma. Lleva la hora entera a punto de morderlos. No ha hablado mucho, pero cuando lo ha hecho, hasta yo me he acobardado. Nos despedimos en la improvisada sala de reuniones y quedamos para la semana próxima. Fabricarán los primeros modelos y les daremos el visto bueno.

—Los acompaño —Se ofrece Cristina.

—No es necesario —contesta Alejandro demasiado brusco. Cruza la puerta y yo lo hago detrás.

Volvemos por los destartalados pasillos, va demasiado deprisa y me cuesta seguirlo con estos zapatos. Agarro el bolso con ambas manos y trato de no perder pie y caer de bruces al suelo. De pronto frena y se gira hacia mí. Me detengo justo antes de chocar con su torso. Doy un pequeño suspiro por la impresión de tenerlo tan cerca y la respiración se me entrecorta. Su olor… me envuelve y me abraza. No le llego ni a los hombros. Yergo la cabeza sabiendo lo que me voy a encontrar. Sus ojos, coloreados de un gris plata, me esperan para acogerme. Noto su respiración sobre la mía. Da un paso en mi dirección y yo lo hago hacia atrás. Repetimos la operación hasta que mi espalda topa con una pared.

Quédate conmigo, por favor

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