Читать книгу Quédate conmigo, por favor - Estrella Correa - Страница 6
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NI UN PERO MÁS
—Despierta, Oso Yogui.
Mmm, refunfuño y me quejo agazapada entre las sábanas de mi cómoda y calentita cama.
—Llevas dormitando tres días. Se acabó la hibernación. O te levantas, o le meto fuego a la habitación contigo dentro.
No sería capaz. Así que me giro, tiro del edredón y me cubro la cabeza. Sara lo coge desde la parte de abajo y tira de él destapando mi cuerpo por completo.
—Pero… —Intento quejarme.
—De peros nada. Son las ocho de la tarde. A la ducha.
—Me he duchado esta mañana.
—Qué bien —ironiza. Pone los ojos en blanco—. A la ducha.
Qué desesperación. Resoplo. Me incorporo, me siento sobre la cama y la miro. Está frente a mí con los brazos en jarra.
—Vamos a salir —informa.
—No me apetece.
—Me importa una mierda.
—¡Oye! —La regaño.
—¿Qué? —Levanta los brazos exasperada.
—No voy a salir a ninguna parte.
—Sí.
—No.
—Sí.
—No.
Conversación profunda, de esas que te marcan de por vida, valga la ironía.
—Llevas tres días dormitando la tarde y después ¡eres capaz de dormir la noche entera!
—Me levanto muy temprano para ir a trabajar. Estoy cansada. No le hago daño a nadie.
—Ñe ñeñe ñeñeñeñe… —Me parodia—. Solo a ti misma. Tienes una hora para ponerte guapa porque ¡vaya cara que tienes!
—¡Eh! —Le llamo la atención.
—¿Miento?
Niego con la cabeza
—Pues eso. Solo soy sincera —responde con dureza. Tras unos segundos, parece que recapacita, se sienta en la cama a mi lado y me mira con condescendencia—. Cariño, tienes que reponerte. Solo quiero ayudarte.
—Me encuentro bien —procuro que una sonrisa asome a mis labios.
—No te lo crees ni tú, y lo entiendo, pero tienes que intentarlo. Yo estaré a tu lado.
La miro con gratitud.
—Soy un asco —Me tapo la cara con las manos.
—Lo haces lo mejor que puedes. —Me coge de las muñecas y tira—. Vamos, Roberto nos recoge dentro de una hora.
Resignada, me levanto y camino hasta la ducha. Mi amiga lleva razón. Mis días se basan en sueño y trabajo. No mucho más, ni siquiera salgo a comer con Berta y Victoria al mediodía. Llevo tres días inventando excusas rocambolescas que no creen ̶ no tengo tanta imaginación–. Sin embargo, muy prudentes, no insisten y dejan que me revuelque en mi pena. Porque eso es lo que hago, ahogarme en un pozo sin fondo, aunque prometí no hacerlo.
Mis ganas de salir a alguna parte, equivalen a las que tengo de que una apisonadora me pase por encima. Solo deseo dormir y dar de lado lo que ha pasado. Olvidarlo a él como él me ha olvidado a mí. Y eso es lo que más me abruma en este momento, ser consciente de que Alejandro ya no me necesita. Tal vez nunca me ha necesitado, solo lo creyó durante un tiempo. Lo que tardó en conocer quién soy en realidad. Alguien que exigió sinceridad cuando no supo darla, quien presumía de ser real mientras se escondía detrás de mentiras, quien se llenaba la boca de franqueza cuando solo escupía lo que le convenía. No me enorgullezco de mi comportamiento; he sido ruin, y me avergüenzo de cómo he llevado la situación, o mejor, de cómo no la he llevado. He dejado que todo sucediera, he creído controlar lo que me rodeaba a sabiendas de que, al final, esto pasaría. Es posible, y esta idea cada vez cobra más fuerza en mi cabeza, que Sara lleve razón y yo misma haya boicoteado mi relación con Alex. Tal vez soy la única culpable de dónde estamos ahora, a millones de kilómetros de distancia, en otros mundos, en universos paralelos.
Mi subconsciente lleva en silencio tres días. Ni siquiera intenta saludarme por las mañanas. No se atreve a mofarse de mi aspecto, ni siquiera cuando me miro al espejo y muestra la maraña en la que se ha convertido mi cabello. Duerme, tanto o más que yo, entumecido por todo el dolor que me ayuda a soportar, compartiendo el malestar, la molestia y el tormento. Es difícil seguir adelante a sabiendas de todo lo que dejas atrás, de todo lo que podía haber sido y no será, pero sé que debo hacerlo. Por mí y por todas las personas que me quieren y se preocupan por mi bienestar.
Cierro el botón de mis vaqueros Diesel, me calzo unos zapatos de salón negros con tiras hasta los tobillos, me pruebo varias camisetas extra grandes, y elijo una blanca con una rosa negra en el pecho. Eyeliner, rímel y labios rojos con Ruby Woo de Mac, por supuesto. Descuelgo la cazadora bomber verde militar y salgo al salón, donde ya me espera Sara subida a unos tacones de aguja de doce centímetros.
Me mira de arriba abajo dándome un repaso. Bufo.
—Y ahí está mi atractiva amiga. —Me apunta con el dedo—. Parece mentira que la de estos tres días fueras tú.
—¿A dónde vamos?
—¿Qué más da?
¡Claro que da! Si no recuerdo mal, la última sorpresa terminó con infinitos daños colaterales. Yo soy una gran prueba fehaciente de su falta de cordura al decidir celebrar mi cumpleaños en casa de Alejandro e invitar a Álvaro. Está bien, ya estoy echando balones fuera y librándome de la culpa que, sin duda, me corresponde. Se me permitirá pensar, no obstante, que mi amiga no supo calibrar las posibles consecuencias de unirnos a los tres en una fiesta. Y con tres me refiero a Alejandro, a Álvaro y a mí. A mí bastante borracha, en concreto. Si en condiciones normales soy un completo desastre y, además de no filtrar, no controlo mis impulsos, con tres gin-tonics, mucho menos. Era de imaginar que podría ocurrir lo que sucedió. Y ¿qué sucedió? Que la bomba de relojería que llevaba dos meses palpitando junto a mí, explotó dejándolo todo desolado. Alejandro se enteró de mi historia con su hermano y de lo acontecido en París. Sí, lo sé, y aquí. Porque a mí me gusta meter la pata varias veces, una no me parece suficiente… Así que, la noche que cenamos en el ático donde tantos días habíamos pasado juntos, me volví a acostar con él. Como para olvidarlo.
—No me gustan las sorpresas, y las tuyas ¡mucho menos!
Su móvil suena dentro del bolso negro con tachuelas plateadas a juego con los zapatos y el vestido hasta las rodillas. Lo coge y lo mira.
—Roberto nos espera abajo.
Pues allí se puede quedar año y medio. Yo de aquí no me muevo.
—No me moveré hasta que no me digas a dónde vamos. —Me cruzo de brazos, decidida.
—Últimamente te comportas más imbécil de lo que se considera normal.
—Ah, ¿sí? Pues tú sigues siendo igual de zorra.
Gira sobre sus tacones de aguja, abre la puerta y me mira mientras la mantiene abierta.
—Vamos al Rock-Rox. ¿Contenta?
Levanto el mentón, me hago la digna y camino hasta el rellano. Sara cierra detrás de mí. Bajamos en el ascensor haciéndole carantoñas al perrito de una de las vecinas. Nos despedimos de la dueña y del cachorro al salir a la calle y nos dirigimos hasta el todoterreno de Roberto que nos espera aparcado en doble fila. Sara se sienta delante. No me apetece pelearme con ella para conseguir manejar la radio del coche.
—Hola, ¿eres el tío bueno que sale en todas las vallas publicitarias en pelota picada y le mide la chorra metro y medio? Vestido no te reconozco —saluda mi amiga.
Roberto sonríe y le da un beso.
Nuestro amigo ha alcanzado fama desde hace unos días. El lunes se lanzó una campaña publicitaria de una marca muy conocida de ropa interior para hombres, y él fue el modelo escogido para representarla. En un principio, lo contrataron de fotógrafo, pero ha terminado brillando como protagonista indiscutible de la firma. No nos dijo nada, fue una sorpresa enorme cuando el martes por la tarde Sara me despertó de mi letargo para enseñarme las fotos que había hecho desde la clínica dental hasta casa. Yo no me había dado cuenta. Es cierto que llevo dormida cuatro días. Me dirijo a la torre todas las mañanas como una autómata, no me doy cuenta de nada de lo que ocurre a mi alrededor.
—Hola, chicas —saluda Roberto. Me incorporo hacia delante y le doy un beso y un abrazo muy largo. De los que se dan a los amigos cuando hace tiempo que no ves. Escondo mi cara en su cuello y suspiro. Huele a hogar.
—Siento no haberte devuelto las llamadas —susurro junto a su oído. Nos separamos lo justo para mirarnos a los ojos —. Te quiero, lo sabes ¿no?
Asiente y sonríe. Cuando Roberto sonríe, yo también sonrío. Es instintivo. Me tranquiliza y me transmite confianza. Me ha llamado y enviado mensajes cada día de la semana preguntando cómo estoy, pero la desgana me ha impedido atender al móvil. No lo he apagado por motivos de trabajo. Los artistas tienen mi número de teléfono, y con el traslado parece que ni siquiera duermen por la intranquilidad. Esto me recuerda que también he hecho caso omiso del montón de llamadas y mensajes del inspector Hidalgo. Insiste en que nos veamos, pero no tengo ni la menor idea de para qué. La información que posea de lo que pasó, lo normal es que lo hable con Álvaro. Vamos, digo yo.
—He reservado en Ingenio de Cervantes.
—¡Me encanta! —aplaude Sara.
—Creí que íbamos al Rox —contesto apática.
—Tendremos que comer. Que tú no lo hagas, no significa que los demás nos alimentemos del aire.
—Pufff —vuelvo a resoplar, la ignoro y me dedico a mirar por la ventana.
Notoria mi animadversión a cualquier plan que no implique sofá, cama y tele. Y mi compañera de piso se está hartando de mi actitud, «hasta el mismo moño», palabras textuales. Bueno, no, ella fue mucho más bruta. Yo también lo estoy, pero no reacciono. Me conduzco cual Bella Durmiente que espera a su príncipe azul para que la despierte del letargo con un beso. Lo sé, muy melodramático. Mi príncipe, ni es azul ni me busca ni lleva corcel banco; más bien todo lo contrario. Él conduce varios BMW y tiene la espalda y el brazo tatuados. Suspiro varias veces, cierro los ojos y pego la frente al frío cristal.
Pensar en Alejandro duele mucho, el recuerdo de lo que le hice y lo que debe sentir en este momento, me parte el pecho en dos. Yo mejor que nadie conozco lo que te hace una traición, cómo te transforma y cómo te destroza a ti y a tu entorno. Las cosas cambian de color y te das cuenta de que nada es lo que parece. Pierdes la fe. Varía tu percepción, la manera de sentir, de actuar, de reconocer a los demás. Descubrir que la persona a la que amas te miente es algo que no debería sentir nadie. Te desgarra, como si te abrieran el pecho con una navaja, metieran la mano, sacaran el corazón y lo partieran a trozos mientras tú sigues respirando y observando cómo te desangras.
Una lágrima rueda por mi mejilla, pero la limpio con el dorso de la mano antes de que mis amigos lo adviertan.
Los he perdido a los dos. Álvaro tampoco se ha vuelto a poner en contacto conmigo después del mensaje en el que me pedía que le prometiera que estaba bien. Y no lo culpo, yo no he hecho las cosas de manera correcta con él. Y ahora…, ahora no sé qué va a pasar. Una gran incertidumbre me recorre de pies a cabeza. Lo he utilizado de forma rastrera y me odio por ello.
—Dani. —Sara me saca de mi turbio ensimismamiento—. ¿Tinto o blanco?
¿Qué? No reacciono a la pregunta.
—¿Tinto o blanco? —repite.
Miro a mi alrededor y descubro que estamos dentro del bar junto a la barra, supongo que esperando mesa. Me ha pasado lo de todos los días, hago las cosas por inercia, no porque sepa lo que hago.
—Tomaré agua.
—¡Venga ya! —Me ignora y pide tres copas de vino tinto.
Miro alrededor, y me quedo impresionada con la original decoración que envuelve el local, motivos cervantinos y una biblioteca de Quijotes en más de cuarenta idiomas. Camino hasta llegar a ella y, despacio, observo todos los libros. Crecí leyéndolo, me encantaba imaginarme a Sancho sobre su viejo burro acompañando a un Don Quijote de La Mancha en todas sus locas aventuras. Su fiel amigo. Miro a Sara y sonrío. Habla con Roberto, feliz mientras bebe de la copa de vino que el camarero le acaba de servir. Ella es mi Sancho, mi amiga fiel, mi compañera, la que me calma, la que controla mi locura. La que calibra mi vida. Giro sobre mis pasos y vuelvo a donde se encuentran. Roberto coge mi copa que espera solitaria sobre la barra y me la ofrece. Le doy un sorbo y le sonrío en un gesto agradecido.
Cenamos revuelto de setas con morcilla de Burgos, mousse de cabrales y entrecot. Todo exquisito y, mientras degustamos el postre, mousse de chocolate blanco y crema catalana quemada con azúcar moreno, le pedimos al camarero que le dé la enhorabuena al chef. Media hora después vamos camino del Rock-Rox, un pub situado muy cerca de la casa de Roberto. En Malasaña. Recuerdo muy bien la última vez que estuve allí, hace pocas semanas, Alejandro me quiso llevar a casa en la limusina y yo le pedí a Carlos que me trajera para cabrearlo. Jugando con fuego…, hasta que me quemé con mi propia llama.
Hay poca gente y lo agradezco. No me apetece en absoluto meterme en una lata de sardinas en la que respirar se convierta en una misión imposible, sobre todo si mi yo apático sigue prevaleciendo sobre los demás, aunque no haga ni diga nada. Duerme junto a todos mis «yoes», y mi subconsciente. Me siento tan sola, que a estos tampoco los escucho.
Nos sentamos en una esquina de la barra y Lola se acerca a saludarnos. Roberto le da un abrazo y un beso en la mejilla y después Sara hace exactamente lo mismo.
—¿Recuerdas a Dani? Os presenté hace un par de semanas.
—Por supuesto. Hola, guapa. —Me da un abrazo demasiado efusivo para, a mi parecer, la relación que nos une.
La recuerdo. Imposible olvidarla. Me encantan sus brazos tatuados y su estilo pin up. Preciosa.
—Hola. —No se me olvida tampoco que se ha acostado con los dos. A la vez.
—¿Qué queréis tomar?
—Tres gin-tonics, por favor.
—Yo, una Coca Cola. —Modifico el pedido de Sara. Afortunadamente no empieza una trifulca conmigo sobre por qué no me tomo una copa de ginebra y me libro de escuchar cosas como «si eres más aburrida, no naces» o «o te espabilas o lo hago yo a base de hostias». No me apetece en absoluto beber ni que me echen la bulla.
—Ahora vuelvo. Voy al baño. —Mi amiga se disculpa educadamente, cosa rara en ella, y desaparece.
De fondo suena Torn de Natalie Imbruglia.
—¿Estás bien? —Roberto me mira y yo me encojo de hombros —. Siento mucho lo que pasó.
—No fue culpa tuya. —Fue mía. Por imbécil. He perdido a los dos únicos hombres que he amado y nadie tiene la culpa, solo yo. Boicoteé mi relación con Alejandro por miedo a que él lo hiciera antes. Cada día lo veo más claro. Y me acosté con Álvaro porque quise, porque lo quiero y porque nunca lo he olvidado. Dudo que algún día llegue a hacerlo.
—Tuya tampoco.
—Claro que sí. Sabía que pasaría tarde o temprano y no hice nada para evitarlo.
—No podemos manejar todo lo que sucede a nuestro alrededor. —Esto lo he escuchado ya antes.
—Me acosté con Álvaro. Tomé una decisión. —Le recuerdo.
—No estabas con él.
—Es su hermano. Dudo que eso importe. —Me toco la frente y suspiro—. Mejor cambiamos de tema.
—Obviarlo no hará que desaparezca.
—Ah, ¿no? —Sonrío tratando de distender el ambiente.
—Estoy orgulloso de ti.
Abro los ojos asombrada.
—Siempre sigues adelante, pase lo que pase.
—No creo que dormir todo el día cuente como seguir adelante. —De todas formas, no me queda otra. Si yo le contara…
—Por supuesto que sí. Cada uno supera la pena como puede. —Me encojo de hombros, y miro en dirección a la barra. Lola se acerca hasta nosotros.
—Aquí tenéis, chicos. He tenido que ir un momento al almacén. —Y, al decir esto último, mira a Roberto con una sonrisa lasciva que no oculta en absoluto. Deja las bebidas delante de nosotros y se aleja a atender a otros clientes que la esperan.
—¿¡Os habéis acostado en el almacén!? —No sé de qué me asombro.
Roberto se encoge de hombros mientras le da un sorbo a la copa y sonríe.
—Me acabo de liar con Lola en el almacén. —Sara llega hasta nuestro lado con la cara colorada y la barra de labios difusa. ¿Qué? Pufff. Abro los ojos de par en par mientras ella brinda con nuestro amigo, sonríen y beben. Vaya panda de salidos—. Vamos a bailar.
En el local hace demasiado calor, poco a poco la gente lo ocupa todo y no cabe un alfiler. Una chica se desmaya a nuestro lado, y un hombre muy fornido la coge en brazos y la saca del bar. Roberto habla con el que parece su novio, y nos informa de que ha bebido bastante y no ha cenado nada. No me tranquilizo, pero supongo que a todos nos ha pasado. A mí más de una vez. Y las últimas siempre ha estado mi Dios Griego del Sexo para salvarme. Ya no.–Pena, penita, pena ̶ . Respiro y parpadeo intentando no llorar. Sara lleva razón, soy un alma en pena que camina por inercia.
Me disculpo y aviso a los dos bailarines de danza erótica que tengo como amigos que salgo un momento a tomar el aire. Doy por hecho que me escuchan, pero observando cómo siguen en lo suyo, no lo afirmaría cien por cien. De todas formas, camino entre la marabunta empujando a alguna que otra persona. Es imposible salir de aquí. Después de cinco minutos de tiras y aflojas, subes y bajas, disculpas y malas caras, consigo ver a un par de metros la puerta de salida. En ese momento una mano tira de mí y me frena.
—¿A dónde vas, guapa? ¿Quieres compañía? —Me pregunta un hombre de unos treinta años bastante borracho.
Intento zafarme, pero no lo consigo. No me suelta el brazo. Cada vez me aprieta más. Comienzo por asustarme cuando otro hombre, este un poco más mayor, tiene que rondar los cuarenta, lo empuja y lo aleja de mí. El desconocido me mira serio. Le sonrío y le doy las gracias. Él no dice nada. Solo hace una mueca que no llego a entender y se va.
Llego a la calle y respiro hasta llenar completamente mis pulmones de aire. Hace un frío que pela –ni en la Antártida ¡leñe!–, pero es justamente lo que necesito. A mi lado tres chicas charlan distendidas sobre sus últimas conquistas mientras se fuman un cigarrillo. Si no escucho mal,–sin querer, porque yo no soy cotilla… ejem ejem–, las tres se han calzado a un tal Lorenzo al que denominan «empotradorbuenfollador» y ahí andan, poniendo notas a su verga y a otras cosas que no voy a nombrar. Apoyo la espalda en la pared y miro a ambos lados de la calle. Me encanta esta ciudad porque nunca duerme. No importa la hora que sea. Unos minutos después comienzo a tiritar. Decido entrar de nuevo, sin embargo, algo llama mi atención. Veo dentro de un coche a la persona que me ha ayudado a ahuyentar al borracho sentado en el asiento del conductor, fumando un cigarrillo como si no tuviera prisa en marcharse. Por un segundo me mira fijamente igual de serio que la vez anterior. No le doy demasiada importancia y me giro a empujar la puerta, pero en ese momento Roberto sale con mi chaqueta bomber en la mano.
—¿Te has vuelto loca? Hace demasiado frío —Me cubre los hombros con ella—. Estás temblando. Nos vamos. Sara está despidiéndose de Lola.
Cierro la cremallera con ribetes dorados y mi amigo, preocupado, me abraza para que entre en calor. Instintivamente miro hacia donde se encontraba el extraño y sigue observándome sin ningún pudor mientras habla por teléfono.
A las dos de la madrugada, deciden que es buena idea pasar por el Club Adara a tomar la última. ¿Buena idea? Intento negarme. Les explico lo poco que me apetece ir a un lugar propiedad de Alejandro, pero comienzan una extensa perorata de –sin–razones por las que me debería dar igual, el tiempo justo para subirnos en el coche y llegar a la puerta del presuntuoso local, como siempre, lleno de gente. La cola para entrar da la vuelta a la manzana.
—De verdad, no me apetece. Sois crueles. —Trato de dar pena a ver si dejan que me marche a casa—. Además, tengo que levantarme muy temprano —gimo al final.
—No seas aguafiestas ¡coño! Todos tenemos que trabajar. Una copa y nos vamos —Sara me agarra del brazo y cruzamos la calle.
«Una copa y nos vamos» ¿Cuántas veces he escuchado eso? Sí, tantas como se escucha por boca de esos amigos borrachos y fiesteros que todos tenemos. Esos que beben como cosacos, carecen de fondo y piensan que hemos creído su promesa. En serio, «una y nos vamos» significa «siete y que nos meen los perros». Una más y nos vamos, eufemismo universal de los bastante perjudicados y por tal motivo aparentan no caer en la cuenta. Y yo luzco últimamente una personalidad de mierda.
—No podéis obligarme —lloriqueo, pero ninguno de los dos me hace caso.
Joan ve que nos acercamos y abre una de las cadenas dejándonos pasar.
—Buenas noches —le dice seco a Sara—. Daniel. —Se dirige formal a mí con un golpe de cabeza. «Hola, soy la Reina», pienso. Suspiro y vuelco los ojos. No hace falta que me trate con tanta cortesía, lo he visto casi desnudo en medio del salón de nuestro piso. Hace que me sienta mayor, o que dude si ostento un título nobiliario y no se me ha informado de ello—. Os llevaré al reservado.
—No es necesario —contesta Sara demasiado brusca—. Nos apetece estar abajo.
—Os llevaré al reservado —repite, seguro y duro, mirándola a los ojos.
—Gracias, Joan, pero yo cuidaré de ellas —media Roberto.
Dejamos atrás al seguridad enfadado y, mientras caminamos, giro la cabeza y me doy cuenta de que habla con alguien por el teléfono móvil sin dejar de mirarnos.
Adara tiene el aforo completo. Conforme nos adentramos en el Club, me arrepiento más y más de no haber aceptado que nos llevara a uno de los balcones. Cruzamos la pista de baile y paramos junto a los sofás vips de la planta baja. Sara pide dos gin-tonics y una Coca Cola a uno de los camareros, que se dirige a nosotros con estudiada deferencia. Me giro hacia la izquierda y veo el ascensor que lleva hasta el despacho de Alejandro y en el que he subido bastantes veces. Dos segundos, solo tardo dos segundos en darme cuenta de quién sale de él.