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Capítulo VI
La invitación

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El miércoles siguiente por la tarde, Benjamin y Elizabeth practicaban tiro con arco sobre uno de los parques de la Finca Clifford, pues solían divertirse mucho al hacerlo y al participar de los torneos que se realizaban de aquel deporte.

—¡Buen tiro! —exclamó Benjamin, luego de que Elizabeth disparase una flecha, la cual se había incrustado en el centro de la diana.

—¿Podrías igualarlo? —bromeó ella, quien exhibía un delicado vestido de tonalidad celeste.

—Ahora verás —dijo Benjamin, y apuntó a su respectiva diana, la cual no correspondía a la que disparaba su hermana.

Acto seguido, soltó la cuerda de su arco y la flecha se clavó en el sector deseado (la equis misma de la diana).

—Nada mal, querido Ben.

—¿Acaso esperabas otra cosa del mejor tirador del reino? —bromeó el hijo de los Clifford, quien llevaba la cabeza descubierta y vestía una chupa de color dorado.

—Parece que ganar el último torneo de tiro de campo te ha hecho perder el juicio —dijo Elizabeth chistosamente, mientras cargaba una flecha.

—Ya verás qué tanto he perdido el juicio cuando también gane el próximo torneo de tiro que se realizará en la ciudad de Erlingham —siguió bromeando Benjamin, mientras Elizabeth levantaba su arco y estiraba la cuerda.

—Observa —dijo ella, quien soltó la cuerda y volvió a clavar la flecha en el centro de la diana.

—¡No es posible! —exclamó Benjamin.

—Ha sido suerte —profirió Elizabeth picarescamente.

De pronto, uno de los criados se acercó a los hermanos.

—El señor y la señora Clifford desean verlos —informó el recién llegado.

—Gracias, Alfred —dijo Elizabeth al criado, y este último se retiró del lugar.

Al poco tiempo, los hermanos Clifford se dirigieron a la mansión.

—He estado pensando sobre aquel hombre que conociste en la

fiesta —comunicó Benjamin mientras caminaban hacia la residencia.

—¿Qué es lo que has estado pensando?

—Que todavía me sigue pareciendo una locura el hecho de que tú lo hayas invitado a la casa. Él mismo te ha dicho que era un infiltrado.

—Sé que es extraño, Benjamin. Pero créeme: no habrá peligro alguno.

—¿Cómo puedes estar tan segura de ello?

—Benjamin, es el primer hombre que ha logrado despertar interés en mí.

—Lo cual no justifica la locura que has hecho, pues, para mí, ha sido una completa locura; y no solo invitarlo, sino también haberlo ayudado a escapar. Bien podría haberte hecho daño.

—Pero no lo hizo, Benjamin; todo lo contrario. Él no pretende

hacerme daño, estoy convencida de ello.

—Pero yo no. Lo más probable es que sus intereses sean del todo oscuros. Y no solo eso, pues, teniendo en cuenta lo que me has contado, lo más factible es que sus siniestros objetivos se relacionen directamente con nosotros, por más que él te haya dicho lo contrario. De no ser así, ¿qué es lo que buscaba en la fiesta ese hombre?

—Él… simplemente buscaba hacer algo que no se relacionaba con el apellido Clifford. Al menos, no de la forma en la que tú crees.

—Entonces, ¿de qué forma se relacionaba?

—Lo desconozco. Pero estoy segura de que su presencia en nuestra casa ha sido ocasional.

—¿Ocasional?

—Exacto.

—De ser así, el hecho de que haya estado en la fiesta quizá se relacione con algún invitado que no pertenezca a nuestra familia. Como, por ejemplo, algún amigo de nuestro padre. En ese hipotético caso, ¿qué crees que haya querido hacer este sujeto con él? ¿Algo bueno? Lo dudo, puesto que, de haber sido así, no se habría infiltrado en nuestra casa, sino que se habría presentado correctamente. Por ende, deduzco que las intenciones de este sujeto son oscuras.

—Solo te centras en las razones que a ti te interesan.

—Las cuales son más abundantes que las que tú tienes para pensar que él es una buena persona.

—Te recuerdo que nuestro incógnito sujeto me ha invitado a bailar en medio del salón.

—Eso no demuestra su inocencia ni nos indica que él sea una persona de bien.

—Ben…

—¡Insisto! Hay más razones para pensar de mi forma que de la tuya.

—Si nos centramos en la lógica, sí; y tienes todo el derecho de hacerlo. Pero mi postura es simple y muy distinta.

—¿Cuál es tu postura?

—Me siento atraída por él y quiero verlo nuevamente. Deseo conocerlo. Ya me dirá él qué hacía en la fiesta y cuáles eran sus intenciones. En lo personal, percibo que no le hará nada malo a nuestra familia ni a ningún amigo de nuestro padre.

—Si bien te ha dicho que sus intenciones no se relacionaban con el apellido Clifford, ¿por qué no consideras la posibilidad de que ese hombre te haya mentido? Si te fue sincero, ¿por qué estaba en la fiesta?

—Ya sabes que no lo sé, Benjamin.

—¡Por supuesto que no lo sabes!, ya que ni siquiera se ha dignado a decírtelo. Para colmo, además de haberlo invitado, le has dicho a ese extraño que, durante la “dulce velada que tendrás con él”, nuestros padres no estarán en la finca. ¿Te das cuenta del inocente acto de demencia que has cometido? “Tu príncipe” podría tratarse de un ladrón o algo peor.

—Benjamin…

—Has actuado como una niña irresponsable, Elizabeth. Lo mejor hubiera sido haberlo delatado. Lejos de ello, lo has invitado a nuestra casa y, al hacerlo, has puesto en peligro nuestra seguridad y la de nuestras pertenencias, si bien no fuiste ni eres consciente de ello. ¿Por qué no has elegido otro sitio para concretar el encuentro?

—Lo primero que se me ocurrió fue invitarlo a la finca. No contaba con mucho tiempo para pensar entonces, pues tenía que bajar a la fiesta cuanto antes para que nuestro padre no sospechara de mí. De haberlo pensado mejor, seguramente habría elegido otro sitio para la cita.

—Me alegra saberlo. No obstante, aun si hubieses elegido otro lugar, tu actitud habría sido una locura de igual forma.

—Por favor, Ben, permíteme recibirlo mañana.

—Desgraciadamente, lo haré. Pero nunca pierdas la atención cuando estés a su lado.

—Te lo agradezco, querido Ben.

—Espero no tener que arrepentirme de ocultarle todo esto a nuestros padres.

—Créeme, no lo harás.

—Ya veremos. De cualquier manera, bien sabes que nuestro padre ha revisado minuciosamente la lista de invitados de su fiesta y ha llegado a la conclusión de que aquel hombre no figuraba en ninguna parte.

—Eso no me causará ningún problema, siempre y cuando nuestro padre no se entere de que he invitado a dicho sujeto a la finca ni de que lo he ayudado a escapar de la mansión.

—En fin, no te fíes de ese hombre hasta no conocerlo mejor, ¿me has oído?

—Perfectamente. No obstante, déjame pedirte un último favor.

—¿Qué favor?

—Aunque tú no me lo has comunicado, puedo leer tus pensamientos, y bien sé que tu idea es esperar a mi invitado en la entrada principal de la finca para hablar con él antes de que ingrese a ella.

—Sabia deducción.

—Benjamin, te pido que no lo interrogues.

—¿Por qué no? Tengo derecho a hacerlo. Debes considerar que le estoy permitiendo el acceso a mi propia casa no solo a un desconocido, sino también a un infiltrado que no se dignó a justificar su delito ni a revelar su identidad.

—En ese caso, deja que sea yo quien hable con él. Pero, como te conozco bien, te suplico que no lo interrogues, pues lo harás de una forma poco diplomática.

—De acuerdo. Pero si no te confiesa todo antes de marcharse, no dejaré que vuelva a entrar aquí.

—Trato hecho —concluyó la soprano, y ambos entraron a la mansión de los Clifford—. ¿Ocurre algo malo? —preguntó Elizabeth en cuanto accedió junto a Benjamin a la sala en la que se encontraban sus padres, cuyos rostros expresaban una fuerte preocupación.

—Me temo que sí —dijo Hermann, sentado sobre un sofá junto a su esposa.

El señor Clifford ostentaba una peluca gris y una casaca de color marrón, mientras que la señora Clifford exhibía un vestido que combinaba perfectamente con su amplia cabellera rubia.

—¿Qué ha sucedido? —indagó Benjamin, mientras él y su hermana se sentaban sobre otro sofá que yacía frente a sus padres.

—He recibido una carta en la que su alteza Alexander requiere un almuerzo privado con Elizabeth en el Palacio de Erlingham el día viernes —informó el señor Clifford, y sus hijos comenzaron a preocuparse.

—¡No es posible! —exclamó Elizabeth.

—Por desgracia, lo es, mi querida hija —se lamentó Hermann.

—¡Lo sabía! —gritó Benjamin.

—¿Qué es lo que sabías? —preguntó la señora Clifford.

—Ya les he comunicado a todos mi sospecha por la actitud de Alexander durante la fiesta del sábado —recordó Benjamin.

—Me temo que estamos envueltos en un gran problema —reconoció Hermann frustradamente.

—¿Y si Elizabeth no llegara a ir? —sugirió Benjamin.

—Ten en cuenta que, sabiendo de quién viene, esto no es una invitación, hijo mío, sino una orden —explicó el señor Clifford.

—¿Qué es lo que haremos entonces? —preguntó Elizabeth preocupada; mas no obtuvo respuesta alguna—. De acuerdo, lo entiendo. Tendré que aceptar la demanda de Alexander.

—¡Pero…! —exclamó Benjamin.

—Creo que no tengo mejor alternativa que aceptar —dijo Elizabeth—. De lo contrario, puede que en el futuro tengamos que lamentar una muerte.

—Pero, si aceptas la solicitud de Alexander, es posible que te proponga matrimonio en algún otro momento posterior al día del almuerzo —dedujo Benjamin.

—¿Por qué pensar en ello de antemano? Además, ¿qué otras alternativas me quedan? —dijo Elizabeth—. ¿Acaso prefieren que no asista al almuerzo?

—¿Tú qué opinas, padre? —preguntó su hijo.

—Francamente, no sé qué decir —contestó Hermann.

—¿Y tú, madre? —volvió a preguntar Benjamin; mas Catherine no supo qué contestar.

—No se hable más: iré al almuerzo —dictaminó Elizabeth de improviso, mientras se levantaba del asiento—. No arriesgaré la vida de ninguno de nosotros.

—Si aceptas asistir al almuerzo, puede que el asunto pase a mayores —opinó Benjamin.

—Lo sé, aunque estoy dispuesta a correr ese riesgo en pos de evitar uno mayor —explicó Elizabeth, de pie junto al sofá en el que se hallaba sentado su hermano—. Lo que haré será tratar de comunicarle, indirectamente y sin ofenderlo, que no estoy interesada en él.

—¿Y cómo lo harás? —preguntó Benjamin.

—No se lo diré utilizando palabras concretas. Simplemente, trataré de que se dé cuenta de que yo no soy para él y de que no estoy interesada en seguir viéndolo. Seré reservada y algo distante, sin llegar a ser grosera ni descortés —respondió Elizabeth—. Con ello, ganaremos dos cosas. Una: no arriesgar nuestro pellejo, pues no rechazaremos el almuerzo. Y la otra: hacer que Alexander deje de interesarse en mí, pues le haré entender educadamente que no pretendo alimentar el vínculo.

—Elizabeth… —pronunció Benjamin.

—Es la única manera de preservar la seguridad de todos nosotros. No se hable más —concluyó la pequeña de cabellos dorados y se retiró de la sala de inmediato.

Elizabeth

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