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CAPÍTULO III
La elección del joven Alexander

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Hermann decidió festejar su cumpleaños número cincuenta y cinco el mismo día de su aniversario de nacimiento, y citó a los invitados a las siete de la tarde de un sábado que, por fortuna, parecía conservar un tiempo agradable.

Debido a que la Finca Clifford se ubicaba a pocos kilómetros de la ciudad de Erlingham —capital del Reino de Hauer—, Hermann se había podido dar el lujo de invitar a una gran cantidad de personas.

Momentos antes del crepúsculo, la gente comenzó a llegar al evento en sus finos carruajes y caballos, hasta que, finalmente, Alexander arribó a la finca dentro de una nívea carroza escoltada por algunos jinetes. Y en cuanto su coche cesó la marcha frente a la mansión de los Clifford, el joven Alexander —luciendo un rostro empolvado, una casaca azulada y una peluca de color blanco— bajó del carruaje luego de que un subordinado le abriera la puerta. Después de unos instantes, el recién llegado y su escolta caminaron hacia la residencia del cumpleañero y se detuvieron a pocos metros de distancia con respecto a la escalera de la fachada. Los cuatro integrantes de la familia Clifford se encontraban allí, de espaldas a la mansión, justo antes de las escaleras, pues habían decidido que los invitados de la fiesta serían recibidos por ellos mismos.

—Es un placer tenerlo aquí, alteza —dijo Hermann, mientras él, sus hijos y su esposa realizaban una educada reverencia. Mas el joven Alexander, haciendo uso de su injustificada soberbia, simplemente realizó un leve movimiento de cabeza—. Por desgracia, nos han llegado noticias de que su majestad el rey ha caído enfermo; por lo que, si a su alteza Alexander le parece justo, querríamos saber cómo se encuentra su majestad Macbeth —indagó luego el señor Clifford.

—Se encuentra en su cama, pero estará mejor. Me ha dicho que los salude de su parte, a usted y a su familia —pronunció el joven Alexander.

—Con gusto, aunque con cierta pena, recibimos los saludos —dijo el señor Clifford—. Por favor, pase, alteza. Mis asistentes le indicarán el camino —profirió después.

Frente a esto, el joven Alexander y su escolta subieron las escaleras de la fachada y se introdujeron en la mansión.

Elizabeth lucía un vestido nevado, y su madre Catherine, uno de tonalidad gris, mientras que Benjamin vestía una casaca roja, y su padre, una de color crema. Además, ambos hombres, quienes tenían el rostro empolvado, llevaban chupa y calzón del mismo color que su casaca, una indumentaria que se complementaba con una fina peluca, elegantes zapatos y medias blancas. Aunque, en aquella ocasión, la señora Clifford y su hija también exhibían peluca.

Momentos después, el cumpleañero y los invitados ya se encontraban en el salón principal del evento. Dicha sala exhibía una decoración indudablemente generosa, mesas repletas de exóticas comidas, personal contratado especialmente para la ocasión y criados habituales diseminados por la totalidad del ambiente. A su vez, los invitados se veían complacidos frente a la solemnidad de la fiesta mientras comían, platicaban, reían o bebían. No obstante, hubo muchas otras cosas de las que disfrutar en aquella ostentosa celebración, como una extraordinaria sinfonía en re mayor (RV 122), cuyos intérpretes supieron deleitar correctamente a la audiencia.

A las diez de la noche, ya sin música de fondo, Elizabeth platicaba con sus tíos maternos; Hermann —como era hijo único— hablaba con sus primos; Benjamin comía salmón ahumado mientras pensaba en sus cuatro abuelos fallecidos —probablemente, porque le hubiese gustado tenerlos allí—, y Catherine le hacía señas a su hija desde lejos para indicarle que ya era hora de que realizara su interpretación, por lo que, en cuanto Elizabeth se percató de las señas de su madre, se dirigió al sector de los músicos y se preparó para maravillar a los presentes.

—A continuación, la hija del señor Clifford, más conocida como Elizabeth, mi adorable sobrina, nos deleitará unos minutos con su inmaculada voz de ángel —informó uno de sus tíos, parado en algún lugar de la sala, una vez que la muchedumbre cesó de platicar entre sí.

El segmento que la hija del señor Clifford había elegido para interpretar en aquella noche se trataba de un corto fragmento vocal para soprano, titulado Bid the virtues, el cual sería ejecutado, además de por una única voz (en este caso, la de Elizabeth), por tres músicos adicionales, que harían sonar, cada uno, un instrumento diferente.

Estando Elizabeth perfectamente de pie y los tres instrumentistas preparados, los cuatro integrantes del conjunto comenzaron a extasiar los oídos de la sala. Fue entonces cuando la audiencia, bendecida por la gracia de aquella secuencia sonora, se focalizó en percibir lo más minuciosamente posible todo lo que saliera de la boca de Elizabeth.

El problema…, el único problema… fue que el joven Alexander también prestó sobrada atención a la magnificencia de la hija del señor Clifford y quedó cautivado por sus encantos. De esta forma, deseó obtenerla, hacerla suya y convertirla en un objeto de su propiedad… como símbolo no del amor, sino de la codicia. En efecto, Alexander quiso que Elizabeth fuese su trofeo, su sierva y su posesión.

Pero… ¿por qué recién ahora se veía interesado en una mujer? Posiblemente, porque su padre le había ordenado contraer matrimonio pronto. Tal vez, por ese motivo se vio, quizá, obligado no solo a agudizar la atención hacia las mujeres, sino también a observarlas desde otra perspectiva.

Lo cierto era que Elizabeth y Alexander ya se habían visto reiteradas veces en diversas ocasiones —aunque nunca estando solos—. A decir verdad, siempre que ambos estuvieron presentes en un mismo lugar fue por motivos netamente circunstanciales en los que otras personas se hallaban alrededor de ellos. Prácticamente, nunca habían cruzado palabras entre sí —fuera de un saludo cumplidor— y jamás habían tenido algún tipo de simpatía. Lujosas fiestas, eventos formales, acontecimientos públicos, cenas protocolares, etcétera: esas eran casi todas las circunstancias en las que solían, como mucho, saludarse respetuosamente para luego seguir cada uno realizando su propio cometido. De todos modos, no era la primera vez que el joven Alexander la escuchaba cantar. Pero, anteriormente, no había tenido el menor interés en la hija del señor Clifford. De hecho, el vástago de Macbeth ni siquiera se permitía disfrutar de la música, una razón por la que nunca había sentido la menor debilidad cuando, en ocasiones anteriores, había escuchado el canto de Elizabeth. Sin embargo, quizá gracias a las insistencias de su padre, Alexander consideró que la poseedora de aquella voz debería ser el medio por el cual naciese el futuro heredero al trono.

“Sí, tú serás mi infeliz pareja. ¿Cómo puede ser que antes no me haya dado cuenta?”, pensó Alexander mientras Elizabeth cantaba, ya que, en ese momento, sí se despertó en él algún tipo de sentimiento; pero dicho sentir parecía no estar relacionado con otra cosa que no fuera el ciego poder y la perversa ambición, pues lejos de conmoverse inocentemente por el canto de la pequeña muchacha de cabellos dorados, sintió deseos de adueñarse de ella, como si Elizabeth se tratase de una esclava a la que, de no poder comprarse con dinero, se la podría obtener por medio de la espada. “¿Por qué me veo subordinado a este repentino interés?”, volvió a preguntarse para sus adentros. “En efecto, mi padre me lo ha pedido por última vez, y ahora entiendo la importancia de asegurar urgentemente la preservación de la soberanía de mi sangre más directa”, concluyó en su pensamiento.

Pero… ¿por qué había elegido realmente a Elizabeth? Pues porque todo lo que era Elizabeth, todo lo que ella significaba y todas las virtudes que la hija de los Clifford poseía… correspondían a lo que él jamás había podido adquirir. De esa manera, al obtener a Elizabeth como un trofeo, conquistaría aquellas virtudes y cualidades de las que él carecía. Y cuando lo hiciera…, cuando obtuviese a su presa, la convertiría en la persona más infeliz del mundo… para demostrarse a sí mismo que la ambición del poder más perverso siempre triunfa sobre los corazones puros y alegres.

—Así es, me apoderaré de tu bondad, de tu belleza interior, de tu dulzura y de toda la luz que poseas. Aquella será mi primera conquista. Y luego, extirparé de tus entrañas todo lo bueno que tengas… como símbolo de la soberanía del veneno más depravado y malicioso que jamás haya existido —pensó nuevamente Alexander.

Cuando Elizabeth terminó de cantar, el resto de los músicos concluyó su ejecución segundos después. Acto seguido, la ovación de los invitados, contentos y satisfechos, se hizo presente.

—Haré de ti una esclava de mis propios caprichos —continuó el joven Alexander con su plática interna, parado y con las manos congeladas, mientras contemplaba cómo Elizabeth le sonreía a las multitudes, al tiempo que los presentes aplaudían hipnotizados por la magia de la hija de los Clifford—. Sonríe, Elizabeth. Sonríe todo cuanto puedas, pues cuanto más sonrías, más fuerte te arrancaré la inmaculada pureza de tu embriagadora virginidad —concluyó mentalmente.

—Has estado maravillosa, querida hija —le dijo el señor Clifford a la pequeña Elizabeth y la besó con orgullo en la frente.

—Me alegro de que te haya gustado, padre —comunicó Elizabeth.

—En verdad tienes una voz privilegiada, cuyo encanto hace desmayar a las personas por la conmoción que les provocas —elogió el señor Clifford.

—No veo a ningún desmayado en la sala, padre —bromeó Elizabeth.

—Tonterías. La voz que emana de tus cuerdas vocales podría comprar el mundo emitiendo una sola nota a capela —siguió halagando Hermann a su hija.

Cuando los aplausos y felicitaciones personales concluyeron, el joven Alexander se acercó a Elizabeth sin custodia alguna.

—Debo admitir que, si bien no poseo cualidades de músico ni he sido dotado de un oído exigente, ha estado fantástica —alabó Alexander; pero Benjamin, que se hallaba junto a su hermana, pudo escuchar las palabras del futuro heredero al trono.

—Ha sido un placer, alteza —emitió Elizabeth, efectuando una sutil reverencia.

Acto seguido, Alexander realizó un gesto con su cabeza y se retiró hacia otro lugar de la sala.

—Esto es muy extraño —comentó Benjamin a Elizabeth.

—¿Te refieres a la actitud de Alexander? —preguntó ella.

—Así es. Alexander es demasiado hostil como para acercarse por el solo hecho de felicitarte, una razón por la que debo sospechar de su repentino ataque de cordialidad.

—¿Acaso crees que ha sido demasiado amable?

—Teniendo en cuenta que se trata de él, claro que sí.

—Puede que tengas razón, querido Ben.

—Lamentablemente, puede que la tenga. No obstante, mejor sería que me esté equivocando, pues la única lógica que encuentro para explicar este cambio de personalidad por parte de Alexander es… —insinuó Benjamin, sin poder concluir la oración.

—¿Acaso crees que…?

—Así es, Elizabeth —interrumpió Benjamin—. Roguemos que Alexander no esté tratando de conquistarte.

—Entonces, procuraré no volver a cantar delante de él —bromeó Elizabeth, y la celebración continuó su curso.

Elizabeth

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