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CAPÍTULO IV
Un misterioso caballero
ОглавлениеMinutos más tarde, durante la magnífica fiesta del señor Clifford, Elizabeth se percató de que una extraña presencia —aproximadamente de su misma edad— se hallaba caminando entre los invitados. Dicho individuo, que intentaba con algo de éxito poseer cierta naturalidad, ostentaba una peluca blanca, una casaca de color gris y una cara finamente empolvada. No obstante, lo curioso fue que Elizabeth, tras haberlo observado por algunos segundos, no pudo descubrir la identidad de aquel sujeto. Fue entonces cuando este extraño personaje —de ojos verdes y unas cejas de color azabache— percibió que la hija del señor Clifford se acercaba a él con un rostro que le comunicaba fehacientemente que la soprano de cabellos dorados pretendía averiguar quién era. Mas el incógnito personaje, tratando de evadir la situación, comenzó a alejarse disimuladamente de la muchedumbre, siendo seguido por la pequeña Elizabeth.
En un primer momento, la soprano lo perdió de vista, ya que el sujeto se introdujo en un amplio y deshabitado pasillo.
“Está allí”, pensó Elizabeth al llegar al pasillo y ver que se cerraba una de las puertas aledañas, por lo que abrió aquella puerta y accedió a una sala oscura. Sin embargo, al no cerrar el acceso, la poca luz del pasillo le permitió obtener una relativa visión.
Apenas entró Elizabeth a aquella sala poco iluminada, trató de buscar en silencio al misterioso sujeto; mas no halló pista alguna por su propia cuenta.
—Debo admitir que su voz me ha impresionado, señorita Elizabeth —comunicó el sujeto de improviso, lo que provocó que ella, un poco asustada por la sorpresa, girase su cuerpo en dirección a la voz que había escuchado y quedase enfrentada a aquel extraño individuo.
—¿Quién es usted, noble caballero?
—Un agraciado joven que hoy tuvo el maravilloso privilegio de conocerla.
—Eso quiere decir que no nos habíamos visto antes.
—En efecto.
—Además, no me he percatado de su presencia en la fiesta sino hasta hace un momento —señaló ella.
—Aquello se debe a que no hace mucho tiempo que he llegado a la celebración —comunicó el individuo.
—Si no lo considera muy pretencioso, ¿podría preguntar de dónde conoce usted a mi padre, misterioso caballero?
—A causa del repentino agrado que siento por usted, debo admitir que no he sido invitado a esta fiesta —confesó el joven, y sorprendió a la hija del señor Clifford—. Incluso, hoy es la primera vez que he visto a su padre.
—¿Cómo dice?
—Así es, señorita Elizabeth.
—Pero… entonces, ¿qué es lo que hace aquí? —indagó la soprano.
—Desgraciadamente, y en vistas de que no pretendo mentirle, no creo que sea conveniente revelar tal información. De cualquier manera, no se preocupe, y no tema, pues en verdad no deseo hacerle nada malo a usted ni a su familia. De hecho, la concreta razón que me trajo aquí no se relaciona en absoluto con el apellido Clifford.
—¿Entonces…?
—Entonces, despreocúpese del asunto —aconsejó el extraño
sujeto—. Usted y su familia no corren peligro alguno.
—¿Y qué se supone que debería hacer ahora? —preguntó
Elizabeth—. ¿Acaso no sería lo más razonable comenzar a gritar?
—¿Qué le dicta su corazón?
—¿Acaso debería consultar a mi corazón en un momento como este?
—¿Usted qué opina?
—Opino que no sería prudente hacerlo.
—Tampoco lo fue haberme seguido hasta aquí; y, sin embargo, lo ha hecho. ¿Por qué motivo cree usted que lo hizo?
—¿Por curiosidad…?
—¿Y por qué más?
—¿Acaso insinúa que pretendía conocerlo por algún otro motivo?
—Puede que usted lo haya acabado de insinuar.
—En absoluto. Y déjeme informarle que mi corazón me dice que grite —fingió ella.
—¿De veras?
—Así es —afirmó Elizabeth.
Al instante, los músicos de la fiesta comenzaron a interpretar un minueto, el cual correspondía al tercer movimiento de la Sinfonía n.º 104 en re mayor, cuyo compositor se apellidaba Haydn.
—De acuerdo. Pero antes de que sea delatado por usted, ¿podría concederme el honor de bailar esta pieza en el salón principal? —pidió el desconocido mientras se acercaba a la soprano.
—¿Acaso está loco? —increpó Elizabeth dando un paso hacia atrás, por lo que el hombre cesó la marcha y permaneció frente a la joven de cabellos dorados.
—Lo estoy desde que la he escuchado cantar —confesó el sujeto.
—Pues yo creo que lo está desde mucho antes.
—No de la forma en la que lo estoy ahora —pronunció el hombre, y dejó sin palabras a la pequeña soprano—. ¿Le concederá a este inconsciente caballero el honor de bailar esta magnífica pieza? —solicitó, y le acercó su brazo para que Elizabeth lo tomara.
La hija de los Clifford parecía haberse cautivado por los encantos de aquel enigmático individuo. Por primera vez en la vida, sintió una extraña sensación de nerviosismo y pudor que no recordaba haber sentido con anterioridad.
—De acuerdo —concedió la jovencita, vencida por la repentina simpatía que sentía por aquel hombre, mientras tomaba el brazo del desconocido conquistador—. Pero, luego de bailar el minueto, lo delataré ante la audiencia —amenazó a la brevedad.
—Sospecho que, no obstante, habrá valido la pena bailar con usted, ¿no lo cree? —concluyó el sujeto, y Elizabeth esquivó su mirada para demostrar una indiferencia que, en realidad, no sentía.
Acto seguido, ambos se dirigieron a la sala principal de la fiesta y comenzaron a bailar juntos el minueto.
—Intuyo que no tiene pensado revelarme su identidad ni su propósito, ¿no es así? —le preguntó Elizabeth, mientras ellos y algunas parejas más bailaban en el salón.
—No esta noche.
—¿Y si lo amenazara con gritar en este momento?
—De cualquier manera, iba usted a delatarme en cuanto terminásemos de bailar.
—Sin embargo, podría no hacerlo a cambio de una confesión.
—Tengo la esperanza de que usted se apiade de mí sin que yo me vea obligado a confesarle mis secretos.
—¿Y cómo hará para lograr aquello?
—¿Acaso no lo estoy haciendo?
—Le recuerdo que soy yo quien tiene el poder para manejar la situación —aclaró ella.
—¿De veras? —preguntó el joven—. Pues yo creí que era al revés.
—¿Intenta probarme?
—Quizá esté intentando seducirla.
—¿Para que no lo delate?
—¿Usted qué opina?
—Opino que sí.
—Entonces, dígame, señorita Elizabeth, si he logrado o no seducirla lo suficiente como para que usted, sin recibir una confesión de mi parte esta noche, no comience a gritar cuando terminemos el baile.
—Me temo que sus artilugios no han sido suficientes —comunicó Elizabeth.
Al instante, concluyó el minueto, por lo que ambos cesaron la danza.
—Le concedo, pues, el honor de gritar —otorgó el joven, parado frente a la pequeña soprano.
Sin embargo, ella se quedó mirándolo durante algunos segundos, hasta que los músicos comenzaron a interpretar otro minueto, el cual correspondía al segundo movimiento de un quinteto de cuerdas en mi mayor (G. 275). Mas cuando Elizabeth abrió su boca para comenzar a hablar…
—¡Elizabeth! —llamó Hermann inesperadamente, mientras se acercaba a su hija, por lo que ella caminó en dirección a su padre para que este no se aproximase demasiado al misterioso joven, quien se mantuvo de pie, mirando hacia cualquier parte.
—Padre… —pronunció Elizabeth, una vez que tuvo a su progenitor a pocos centímetros de ella.
—Quería presentarte con mayor profundidad al… —dijo Hermann, y, por la intriga que le generaba el incógnito sujeto, cesó la oración que estaba pronunciando—. ¿Quién es ese hombre? —preguntó luego.
—¿A quién te refieres, padre? —disimuló ella, haciéndose la desentendida.
—A él —indicó Hermann mientras realizaba un movimiento de cabeza, señalando al sujeto al cual se refería—. El caballero con el que bailabas.
—Él es… uno de tus invitados, padre .
—Por supuesto que lo es. Pero… no puedo identificar de quién se trata. De hecho, no recuerdo haberlo recibido.
—En fin, ya nos ocuparemos de él. Por cierto, padre, ¿a quién querías presentarme? —indagó Elizabeth, tratando de distraer a su progenitor.
—Quería que conocieras con mayor detenimiento a… —dijo el señor Clifford, y cesó de emitir palabra—. Primero, me gustaría saludar a ese hombre. Puede que haya venido tarde, y sería de mala educación no darle la bienvenida —expresó luego, refiriéndose al joven desconocido—. ¿Te ha dicho quién era?
—No se lo he preguntado —respondió ella.
—Veamos… —habló Hermann, y, siendo seguido por su hija, caminó unos metros hasta llegar al incógnito caballero—. Buenas noches —lo saludó, mientras Elizabeth terminaba de acercarse a ambos.
—Buenas noches, señor Clifford. Estupenda música ha elegido usted para su fiesta —le dijo el hombre, mirándolo a los ojos.
—Es usted muy amable —agradeció Hermann—. Sin embargo, debe perdonar mi pésima memoria, ya que, francamente, no recuerdo dónde nos hemos conocido.
—Descuide, no me siento ofendido en absoluto. De hecho, teniendo en cuenta que usted es una persona sumamente sociable, no me sorprende que no me recuerde —dijo el extraño sujeto.
—No es para tanto —acotó Hermann, y el incógnito caballero manifestó una sonrisa.
—No quisiera ser maleducado, señor Clifford, pero me sería indispensable dirigirme al cuarto de baño antes de presentarme y continuar platicando con usted —expresó el desconocido joven.
—Por aquí —le indicó Elizabeth, realizando un movimiento con su brazo.
—Enseguida vuelvo, señor Clifford —aseguró el hombre.
—De acuerdo —concedió Hermann, y los jóvenes comenzaron a alejarse del cumpleañero, caminando uno junto al otro.
—¿Acaso no iba usted a delatarme? —le recordó el sujeto mientras caminaban.
—Le daré una última oportunidad.
—Le recuerdo que aún estamos a la vista de su padre, señorita Elizabeth. Ahora no es el momento adecuado para negociar. Si extendiésemos la plática aquí, despertaríamos más sospechas todavía.
—¿Cree usted que no lo sé?
—¿A dónde pretende llevarme entonces?
—¿Tiene memoria suficiente como para recordar una ubicación?
—Haga la prueba.
—Primer piso, segunda puerta a la derecha por la escalera del fondo. ¿Ha entendido? —le dijo Elizabeth.
—Imagino que no me está indicando dónde se encuentra el cuarto de baño —bromeó el caballero.
—Por supuesto que no. Le estoy indicando adónde tendrá que dirigirse usted al salir del cuarto de baño, al cual deberá ingresar primero, tenga ganas o no, para no despertar sospechas.
—Lo sé perfectamente.
—¡Estupendo!
—¿Y bien…?
—¿“Y bien” qué?
—Olvidó usted indicarme dónde se ubica el cuarto de baño.
—El cuarto de baño se encuentra allí, detrás de aquella puerta —informó Elizabeth, y detuvo sus pasos, por lo que el joven también cesó de caminar.
—Se lo agradezco. Ha sido usted muy amable.
—Primer piso, segunda puerta a la derecha, subiendo por la escalera del fondo, ¿de acuerdo?
—Entendido, señorita Elizabeth. Pero… ¿podría indicarme el pasillo que deberé tomar para subir por aquella escalera del fondo de la que usted tanto habla?
—El pasillo es aquel —pronunció ella, señalando con los ojos.
—Por casualidad, ¿me ha usted invitado a su dormitorio?
—No se confunda, señor. Simplemente…
—Bien, lo tomaré como un “sí”. Allí estaré. Aunque… procure dejar un candelabro encendido en el primer piso; de lo contrario, no podré distinguir las puertas.
Habiendo escuchado esto, y sin emitir palabra alguna, Elizabeth se marchó disimuladamente a su habitación, algo enfadada.
En cuanto el misterioso caballero se retiró del cuarto de baño, se introdujo con absoluto disimulo en el pasillo que le indicó Elizabeth para luego subir las escaleras del fondo y dirigirse hasta el primer piso, cuyo corredor se veía alumbrado por un lujoso candelabro. Una vez allí, abrió la segunda puerta a la derecha y accedió al dormitorio sin cerrar su entrada.
Ella se encontraba aguardándolo, sentada sobre su cama, por lo que, en cuanto el joven accedió al cuarto, la pequeña de cabellos dorados se levantó de inmediato a la luz de unas velas.
—Creo que debería darle las gracias, señorita Elizabeth —le dijo el hombre, parado a metro y medio de la puerta, mientras realizaba un educado movimiento inclinando su cuerpo.
—Se le olvida mencionar que también debería usted confesarme sus objetivos y su misteriosa identidad.
—¿Es ese el precio que tengo que pagar por dejarme ayudar por usted?
—¿Le parece demasiado excesivo?
—Mi silencio no tiene precio, señorita Elizabeth.
—Entonces, si no va a darme explicaciones a mí, siendo yo quien lo ha ayudado, deberá darle explicaciones a mi padre, pues el grito que saldrá de mis cuerdas vocales no pasará inadvertido.
—¿Me está usted extorsionando?
—Estoy reclamando lo que es justo.
—¿Y cuán efectivas cree usted que le resultarán sus cuerdas vocales si se tiene en cuenta la música, la distancia a la que estamos de la fiesta y el bullicio de los invitados?
—¿Realmente le gustaría saberlo? Sepa usted que utilizaría un método sumamente práctico para responder a la pregunta que acaba de formular.
—¿Para qué llegar a tales extremos?
—¿Quiere o no escuchar qué tan fuerte puedo llegar a gritar? —amenazó ella—. Le recuerdo que soy una soprano, que la puerta de mi cuarto permanece entreabierta y que no todos los invitados se encuentran en el salón principal, por lo que sería demasiado probable que alguien escuchara mi pedido de auxilio. Y por más que usted tratase de abalanzarse hacia mí, le comunico que poseo buenos reflejos y que le llevará bastante tiempo poder llegar a taparme la boca.
—Señorita Elizabeth, le ruego que aborte la idea de comenzar a gritar.
—¿Me está amenazando sutilmente?
—¿Desde cuándo la amenaza tiene forma de súplica?
—¿Desde cuándo las cosas son lo que aparentan?
—Por favor, señorita Elizabeth, le suplico que resolvamos este asunto de una forma más diplomática.
—¿Y si no aceptase su pedido?
—¿Por qué no lo aceptaría?
—Quizá no tenga ganas de hacerlo.
—¿Ese es su último veredicto?
—¿Por qué lo pregunta? Acaso… ¿estaría usted dispuesto a hacerme daño si yo comenzara a gritar?
—¿Me creería usted capaz de hacerlo?
—Estaría dispuesta a correr ese riesgo. Es por ello por lo que, si usted no me dice quién es y qué hace aquí a la cuenta de tres, gritaré lo más fuerte que pueda.
—Señorita Elizabeth…
—Uno…
—Elizabeth… —murmuró el hombre, y comenzó a acercarse a la joven.
—Dos… —profirió ella mientras extendía su brazo derecho, por lo que el misterioso caballero dejó de acercarse a la soprano. Sin embargo, entre ambos no había más que un metro y medio de distancia.
—Elizabeth… —imploró el sujeto después de unos segundos en los que el silencio se hizo presente.
—Tres —pronunció la joven de cabellos dorados, y el caballero se avecinó a la soprano para tomarla de la cintura.
Acto seguido, Elizabeth, dominada por la situación, se dejó besar encandiladamente por aquel hombre desconocido. El beso fue pausado e intenso. Durante aquel acto furtivo, ella, perpleja y anonadada, dejó que sus brazos permaneciesen en suspensión. Y después de unos pocos instantes, en cuanto el caballero quitó sus labios de los de ella…
—¿Es así como pretende pagarme? —le preguntó Elizabeth, preocupada por el miedo de haberle cedido el corazón a un vil oportunista o a un astuto embustero.
—Al contrario, señorita Elizabeth: así es como pretendo seguir endeudándome con usted —contestó el caballero, todavía tomando a la joven de la cintura—. Mas ahora sería prudente que me retirara; de lo contrario, su ausencia en la fiesta podría llegar a ser sospechosa para su padre.
—Salga entonces por mi ventana —propuso ella; y una vez que el sujeto la soltó, quitó una sábana de su cama.
Inmediatamente después, la joven abrió su ventanal con la mano derecha, sosteniendo la sábana con su mano izquierda.
—Por aquí —guió al muchacho, y ambos accedieron al balcón de la pequeña Elizabeth.
—Es usted muy ingeniosa —halagó el sujeto mientras la soprano ataba la sábana a la barandilla de su balcón.
Al instante, ella arrojó la sábana hacia abajo.
—¿Me dirá, al menos, si ha logrado usted cumplir su cometido? —le preguntó Elizabeth.
—Todavía no, y no sería prudente hacerlo hoy, ya que el señor Clifford se ha percatado de mi presencia. Asimismo, y principalmente, no quisiera arruinar este momento. Sin embargo, por fortuna, ha valido la pena haberme infiltrado en la fiesta de su padre.
—Y dígame, misterioso caballero, ¿volverá usted a infiltrarse indebidamente en mi residencia?
—No para cumplir la tarea que he venido a realizar hoy. Pero, si usted lo desea, lo haría para volver a verla.
—¿No sería más prudente programar una cita sin tener que arriesgar su pellejo?
—Ciertamente.
—Bien… Venga el jueves a las cinco. Mis padres no estarán en casa.
—Como usted ordene.
—Entre por el acceso principal. Informaré a la vigilancia que estaré esperando una visita.
—¿Está segura de que mi visita no le traerá problemas?
—Yo me encargaré de ello, descuide.
—Bien. Hasta el jueves —profirió el caballero, y se acomodó del otro lado de la barandilla para comenzar a bajar.
—¿Cómo se irá? —le preguntó la joven, quien se encontraba de pie, a pocos centímetros de él.
—Con mi caballo, por supuesto —aseguró el hombre, todavía sostenido a la barandilla del balcón.
—Pero… ¿dónde lo ha amarrado?
—¿Amarrado? No. Con Sigurd no hacen falta esa clase de cosas.
—¿Sigurd?
—Mi fiel caballo —explicó el sujeto y emitió un característico silbido, lo que logró que un níveo corcel se acercara hasta situarse por debajo de la sábana que colgaba de la barandilla—. Ha sido un placer, señorita Elizabeth. —Y besó a la damisela una vez más.
Acto seguido, bajó colgado de la sábana. A los pocos segundos, se desprendió de esta y cayó sentado sobre su caballo. Al instante, el jinete comenzó a alejarse unos metros de la mansión, frenó la marcha de Sigurd y saludó a Elizabeth con un gesto de manos y cabeza.
—Adiós —susurró la joven, mientras saludaba al caballero levantando su brazo.
Posteriormente, el misterioso hombre se alejó de la mansión cabalgando sobre su animal para desaparecer entre la oscuridad de la noche.
Apenas regresó Elizabeth al salón principal de la fiesta, trató de buscar a su padre.
—¡Elizabeth! —llamó el señor Clifford desde alguna parte de la sala, por lo que la soprano giró su cuerpo en dirección a él—. ¿Dónde has estado? —preguntó, en cuanto estuvo a pocos centímetros de su hija.
—En la cocina, platicando con Charlotte —se excusó ella, nombrando a una de las criadas de la mansión—. Discúlpame, padre, si me he retrasado mucho.
—Está bien, hija mía. No hay problema. Pero dime: ¿has visto al hombre con el que bailabas hace un momento?
—No lo he visto desde que le indiqué dónde se encuentra el cuarto de baño.
—Pues yo tampoco lo he vuelto a ver, lo cual me resulta bastante curioso —comunicó el señor Clifford.
—De cualquier manera, tiene que estar por aquí —acotó Elizabeth.
—Pues no sé dónde.
—Ya lo veremos.
—Supongo que sí. Pero… ¿no has tenido una charla con él antes de que bailaran juntos?
—En verdad, no, padre. Simplemente, me ha invitado a bailar. Y si bien yo no sabía quién era, jamás le realicé ninguna pregunta. Supuse que se trataba de alguna persona que habías conocido recientemente.
—Si te soy franco, no recuerdo haberlo visto nunca —expresó Hermann—, por lo que, si no lo volvemos a ver durante la celebración, revisaré la lista de invitados para descubrir de quién se trata… o bien para enterarme de que alguien se ha infiltrado en mi fiesta de cumpleaños.
—Ahora no te preocupes por ello, padre.
—En fin, ven conmigo, hija mía. Quiero que conozcas con mayor detenimiento al señor Hopkins.
—De acuerdo —aceptó Elizabeth, tratando de que su padre se olvidara del misterioso caballero.
Seguidamente, la fiesta continuó su curso sin problemas ni contratiempos.