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CAPÍTULO I
Un día cualquiera en la Finca Cliffor

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Elizabeth y su hermano Benjamin se hallaban en una sala de su residencia, interpretando un bellísimo fragmento musical titulado Hark! the echoing air. Acomodado sobre el asiento correspondiente, Benjamin se limitaba a tocar el clavecín, mientras que Elizabeth, parada a pocos metros de él, se ocupaba de cantar. Y cuando los hermanos Clifford concluyeron la interpretación…

—Como sigan deleitándome de esa forma, se quedarán sin padre —dijo el señor Clifford chistosamente desde algún lugar de aquel distinguido salón, al cual había accedido dos minutos antes sin que sus hijos lo percibieran.

—Si aquello ocurriese, nosotros volveríamos a deleitarte en cuanto el sopor se adueñase de tu cuerpo, padre mío, en pos de devolverte la vida de la misma forma en la que la habrías perdido —habló Elizabeth, continuando la teatralización de su padre mientras este se acercaba a ellos.

—Cómo me hubiese gustado que la seriedad con la que te inclinas hacia el canto fuese equivalente a la seriedad con la que obedeces las órdenes de tu padre —siguió bromeando Hermann Clifford, quien vestía una casaca de color marrón y una peluca de tonalidad grisácea.

—Prometo mejorar de aquí en adelante —dijo Elizabeth, luciendo un vestido blanco, mientras efectuaba una sutil reverencia.

—¿Dejarás de hacer travesuras? —preguntó Hermann, de pie frente a sus hijos.

—Para serte sincera, no creo que eso sea posible, padre; pero intentaré ser menos traviesa de lo que soy —respondió Elizabeth.

—Deja de llamarlo “padre” y llámalo “Hermann”; así se le irá el buen humor que posee y dejará de hacerse el chistoso —sugirió, en broma, Benjamin a su hermana, aún sentado sobre el asiento del clavecín.

Benjamin lucía una chupa de color dorado y llevaba la cabeza descubierta, por lo que sus cortos cabellos rubios se dejaban apreciar con claridad, sin mencionar sus refinados ojos de una delicada tonalidad celeste.

—Desde que fallecieron mis padres, su madre es la única persona en esta casa que puede llamarme “Hermann” —expresó el señor Clifford, haciéndose el enojado.

—Al fin y al cabo, ella es la que manda aquí. ¿No es cierto? —bromeó Benjamin.

—¡Muchacho insolente! —exclamó Hermann, todavía bromeando.

—Por supuesto que lo soy. Después de todo, eres mi padre. ¿No es así?

—¡Qué barbaridad! He criado a dos libertinos —profirió Hermann Clifford con gracia, mientras se retiraba de la escena.

—Creo que ha venido a decirnos que el almuerzo está listo —comentó Benjamin a Elizabeth, una vez que el señor Clifford abandonó aquella sala.

—Seguramente, querido hermano. Mas, al parecer, se ha olvidado de decírnoslo.

—Vayamos, pues, al comedor —indicó Benjamin, y se levantó del asiento—. Después de ti, querida Elizabeth —concluyó, realizando un educado gesto.

Momentos después, la familia Clifford —madre, padre e hijos— almorzó en su extenso comedor, sentada a una gigantesca mesa y disfrutando de exóticas comidas propias de una clase acaudalada.

—¿Han oído hablar de lo que le ha ocurrido al rey? —preguntó a sus hijos la madre de la familia, Catherine Clifford, durante el almuerzo.

—He escuchado algo al respecto, madre —contestó Elizabeth—. ¿Qué es, precisamente, lo que le ocurre?

—Hasta donde sé, ha caído enfermo; aunque los médicos no han podido hallar explicación alguna —dijo Catherine, quien exhibía su áurea cabellera con total naturalidad—. Aparentemente, sufre de dolores múltiples.

—Imagino lo contento que se pondría el pueblo si empeorase la enfermedad de Macbeth —expresó el señor Clifford, nombrando al popularmente despreciado soberano del Reino de Hauer.

—No estés tan seguro, padre, pues si Macbeth muriese, su hijo tomaría el mando —advirtió Benjamin—. En ese caso, ¿cuál sería la diferencia? Son exactamente iguales. El hijo del rey es un hombre tan despreciable como su padre; incluso, puede que más.

—Hasta el más vil de los hombres posee en su interior cierto grado de integridad, querido Ben —acotó Elizabeth.

—Pues yo diría que Alexander es pura vileza. ¿A quién podría gustarle ese hombre? —dijo Benjamin, refiriéndose al único hijo de Macbeth.

—De todos modos, espero que Alexander tome conciencia y deje de seguir los pasos de su padre —expresó la señora Clifford—. De lo contrario, Hauer tendrá que padecer nuevamente otra calamidad.

—Alexander no es ningún santo, mi querida Catherine; de eso no hay duda alguna —admitió Hermann a su esposa—. Pero… de lo que no estoy seguro es del grado de maldad que el príncipe podría ser capaz de tener si se convirtiese en rey.

—¿Qué grado de perversidad crees que podría llegar a tener con la educación que ha recibido de su padre? Macbeth es tan déspota que cualquier persona con vida debería dar las gracias por seguir respirando —agregó Benjamin.

—En efecto. Y si Macbeth no nos ha declarado la guerra aún, hijo mío, es porque siempre he mostrado un perfil educado y diplomático ante él y su hijo —comentó el señor Clifford—. Y así lo seguiré haciendo. Y ustedes también. ¿O acaso quieren perderlo todo? Macbeth es capaz de matarnos sin mayor excusa que la de sentirse ofendido por una pequeñez.

—La razón por la que lo sigues invitando a tus fiestas de cumpleaños —señaló Benjamin.

—Por supuesto, a él y a su hijo; aunque no los he invitado todos los años, sino algunos. En definitiva, solo los invito cuando se trata de fiestas muy concurridas —se excusó el señor Clifford—. Igualmente, si es que está enfermo como dicen, no creo que el rey pueda asistir a mi fiesta este año.

—Pero sí el joven Alexander —acotó Benjamin—. Y a propósito: ten cuidado, Elizabeth; podría tratar de acercarse a ti —bromeó luego.

—¿Alexander? ¿Por qué lo haría? —inquirió Elizabeth.

—No olvides, querida hermana, que el príncipe es todavía un hombre soltero.

—En fin, ocupémonos de comer y dejemos de hablar sobre cuestiones desagradables —ordenó Hermann, y los Clifford continuaron almorzando.

Luego del almuerzo, Elizabeth y Benjamin decidieron realizar la digestión sobre el lago más extenso de la finca; y así lo hicieron. Fue entonces cuando su bote llegó a cierto lugar donde un gigantesco árbol los cubría del sol, por lo que permanecieron allí, sentados sobre aquel cuerpo flotante.

—Es curioso —comentó Benjamin, ostentando un sombrero de tonalidad oscura.

—¿Qué es lo curioso? —preguntó Elizabeth, quien vestía un amplio sombrero emblanquecido.

—Que rechaces a todo aquel que te proponga matrimonio.

—Aceptaré cuando la propuesta venga de la persona indicada y se realice en el momento indicado.

—Tienes suerte al no necesitar casarte con un hombre rico para llevar una vida acomodada —acotó Benjamin—. No obstante, es extraño que no sientas la necesidad de tener a alguien a tu lado.

—No es que no lo desee.

—Sin embargo, de seguir así, podrías terminar esperando a tu príncipe el resto de tu vida.

—Es que… no estoy esperando a nadie, querido Ben; lo cual no quiere decir que rechazaría a un hombre si verdaderamente me convenciese —explicó Elizabeth—. Lo cierto, hermano mío, es que procuro ser feliz en cada momento; por lo tanto, no soy una doncella que vive añorando melancólicamente a un hombre imaginario.

—Pero… ¿y si nadie terminara convenciéndote? —preguntó a su hermana menor.

—Prefiero estar soltera antes que con una persona con la cual estaría solamente por temor a la soledad o a hacer el ridículo. ¿No lo crees?

—Es válido lo que dices, aunque es un pensamiento muy adelantado para nuestra época —opinó Benjamin—. En cualquier caso, no podrías negar que nuestro padre, en comparación con otros, es demasiado permisivo contigo, pues si hubieses tenido cualquier otro padre, ya te habría obligado a contraer matrimonio.

—Sé que, si me caso, nuestros padres estarían muy felices de verme junto a un hombre. Pero bien sabes lo que pienso: no estoy dispuesta a casarme solo por el hecho de que nuestros padres lo deseen.

—Sin embargo, eres una de las pocas mujeres que se pueden dar el lujo de poseer libertad semejante.

—Lo sé —afirmó Elizabeth—. De cualquier forma, sabes que nunca me quedaría sola, pues los tengo a ustedes.

—Por supuesto que sí, querida Elizabeth. Y no creas que te estoy incitando a ceder ante la propuesta de cualquier sujeto. Igualmente, suceda lo que suceda, siempre cuidaré de ti, como tú bien lo has dicho, por lo que, cuando menos, tendrás a un hermano dispuesto a soportarte el resto de tu vida.

—De eso estoy segura. Me cuidas mejor que a tu propia esposa.

—Es posible.

—Ya que la he mencionado, ¿tienes noticias de Edith? —preguntó Elizabeth, refiriéndose a la esposa de Benjamin, la cual se había retirado provisoriamente de la comarca para visitar a sus padres y abuelos, quienes residían en una ciudad lejana.

Para ser precisos, Edith había decidido visitar a su familia de sangre en pos de asistir al cumpleaños de su padre, cuyo aniversario de nacimiento coincidía con el del señor Clifford, una razón por la que tanto Benjamin como su esposa decidieron separarse temporalmente y pasar aquella fecha conmemorativa cada uno con sus respectivos progenitores.

—Todavía no he recibido ninguna carta de ella —respondió Benjamin.

—¿Y… por cuánto tiempo crees que estará ausente?

—Eso dependerá del momento en el que mi esposa se aburra de la compañía de sus propios padres y del instante en el que comience a extrañarte a ti, a la finca y, remotamente, a mí. De cualquier manera, aprovechando que ella decidió visitar a su familia para asistir al cumpleaños de su padre, seguramente, se quedará algunas semanas junto a su parentela, tal y como nos lo dijo. Aunque, con un poco de suerte, no la veré sino hasta dentro de un mes —bromeó Benjamin.

—¿Te arrepientes de no haberla acompañado?

—Bien sabes que no soporto a mis suegros. Además, es bueno que, cada tanto, Edith y yo nos separemos por algún tiempo. Aquello coopera para que la convivencia se vuelva más llevadera. Por eso me alegro de que la familia de Edith (en especial, mis suegros) no haya decidido venir aquí y festejar ambos cumpleaños al unísono, como ha ocurrido en otros años. En definitiva, el padre de Edith quería que en su fiesta de aniversario no faltasen sus amigos ni familiares cercanos, por lo que le pareció más cómodo realizar el festejo en su propia casa. No a todos los amigos de mi suegro les sería posible venir a esta parte del reino; sea por sus compromisos, por la falta de dinero o de tiempo, por problemas de salud, etcétera.

—¿Sigues preocupado por el hecho de que Edith todavía no haya quedado embarazada? —volvió a preguntar Elizabeth al cabo de unos instantes.

—Así es; y conoces la razón de mi preocupación.

—No te preocupes, Benjamin; ni tú ni tu esposa carecen de fertilidad. Edith te dará unos hermosos hijos en cualquier momento.

—Eso espero.

—Así será —concluyó Elizabeth, y se hizo el silencio durante algunos segundos—. En tres días estaré cantando frente a todos los amigos de nuestro padre —dijo de improviso, refiriéndose a la fiesta de cumpleaños de Hermann, la cual se celebraría dentro de tres días en la mansión de los Clifford; y, por supuesto, Elizabeth no podía dejar de realizar una interpretación musical para los invitados, ya que era condición sine qua non que Elizabeth cantara para cualquier persona que llegase a la residencia (si ella no lo hacía por su propia cuenta, siempre terminaban pidiéndoselo)—. Eso me recuerda que tengo un ensayo a las seis.

—Y allí estarás. Mas ahora… ¿te gustaría jugar una partida de ajedrez?

—De acuerdo —aceptó Elizabeth.

—Bien. En marcha —concluyó Benjamin, y remó hacia el muelle para que ambos se retirasen del lago.

Elizabeth

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