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CAPÍTULO II
La insistencia de Macbeth

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Alexander, vástago del rey Macbeth, se encontraba completamente solo en su habitación personal del Palacio de Erlingham. Dicho palacio correspondía a la sede oficial de la corona de Hauer y se ubicaba en la capital del reino. El joven príncipe —quien tenía veintiún años, cortos cabellos de color negro y ojos relativamente azulados— se movía por su cuarto de aquí para allá, realizando movimientos con su espada como si estuviese combatiendo contra alguien, cuando, de pronto, uno de los sirvientes llamó a la puerta de su dormitorio.

—¿Alteza…? —dijo el servidor, sin abrir la puerta de la habitación.

—¡¿Qué sucede?! —preguntó Alexander, todavía jugando con su espada dentro del cuarto.

—Su padre desea verlo —comunicó el sirviente.

—Bien. Puedes retomar lo que estabas haciendo —ordenó el príncipe, quien lucía una chupa de color blanco sin llevar la peluca puesta.

—Como usted ordene, alteza —concluyó el sirviente, y se marchó.

Acto seguido, Alexander dejó de simular aquella lucha imaginaria, guardó su espada en una funda que colgaba de su cinturón y salió de su cuarto para dirigirse a la habitación de su padre.

—Alteza —le dijo uno de los soldados mientras el hijo del rey caminaba por un pasillo del palacio, por lo que Alexander cesó la marcha.

—¡¿Y ahora qué?! —preguntó Alexander.

—Hemos detenido a un pequeño grupo de rebeldes —comunicó el soldado—. Estaban arrojándole huevos a su estatua. Ya los hemos interrogado. No parecen pertenecer a una agrupación organizada.

—Cuélguenlos públicamente el viernes. Y comuníquenle al pueblo la razón del ahorcamiento —ordenó Alexander y continuó su marcha.

Macbeth y su hijo Alexander carecían de carisma y talento persuasivo, por lo que solo podían garantizar la obediencia produciendo el temor a través de la fuerza y la amenaza. Sumado a esto, lejos de ser queridos por su pueblo, no eran más que dos hombres a los que se les tenía miedo y un desmesurado desprecio.

—Uno de los sirvientes me comunicó que querías verme —dijo Alexander a su padre en cuanto accedió a la habitación de este.

—Así es, hijo mío —afirmó Macbeth, quien estaba acostado a noventa grados sobre su cama y no tenía la peluca puesta—. Ven, siéntate —invitó luego, por lo que su hijo se acercó a él y se acomodó sobre una silla que yacía junto a la cama de Macbeth.

Si bien el rey de Hauer poseía una relativa calvicie en la parte superior de la cabeza, mantenía tupidos cabellos en los extremos, los cuales combinaban con el tinte canoso de su prolija barba.

—He mandado a colgar a unos rebeldes que, según señaló un soldado, estaban arrojando huevos sobre mi estatua.

—¿Por qué habría de corregir tal decisión, hijo mío? Desde que asumí el trono, no dejo de dar muerte, hostigar, encarcelar o convertir en esclavo a todo aquel que se manifieste en mi contra, sea rico o pobre. Y tú, querido Alexander, no demuestras hacer lo contrario.

—¿Debería corregirlo algún día? —preguntó irónicamente Alexander.

—En absoluto, hijo mío —respondió Macbeth—. Sin embargo, sí deberías corregir otras cosas.

—¿Como cuáles?

—Bien sé que no existe mujer de la que puedas enamorarte. Nunca te has interesado en mujer alguna. De hecho, el amor no es algo que puedan llegar a sentir dos personas como tú y yo; y no te culpo por ello: así te he enseñado a vivir —declaró Macbeth—. No obstante, es preciso que contraigas matrimonio para que puedas tener un hijo legítimo y, por lo tanto, un heredero al trono. ¿O acaso deseas darle fin a la soberanía de tu sangre más directa? No olvides que no poseo hermanos, lo que significa que, si no me das un nieto, te convertirás en un monarca que deberá cederle el trono a la descendencia del hermano de mi padre —continuó el rey—. No digo que dejes de divertirte, querido Alexander; pero hace tiempo que tendrías que haberte casado, y me preocupa sobremanera que ni siquiera te ocupes de pensar en ello —concluyó luego.

—Descuida, padre —habló Alexander—; prometo ocuparme del asunto.

—Siempre dices lo mismo y nunca haces nada al respecto, hijo mío. Por ello, si no te casas dentro de unos meses, seré yo quien te elija una esposa. ¿Entendido?

—Entendido, padre.

—Bien —dijo Macbeth, cuya mujer había muerto décadas atrás al dar a luz al único hijo de ambos, el joven Alexander, quien era la única esperanza para perpetuar la soberanía de la descendencia del rey, puesto que su majestad no había vuelto a engendrar un nuevo descendiente ni había tenido ninguna pareja formal desde la muerte de su esposa. De esta forma, Macbeth debía procurar que Alexander contrajera matrimonio y engendrara al futuro heredero al trono de Hauer, cosas que Alexander todavía no había realizado—. Ya que te pondrás en campaña para elegir a una esposa, podrías empezar por ir al cumpleaños del señor Clifford. Será dentro de dos días. Estoy seguro de que allí asistirán jovencitas de muy pudientes familias.

—Pero, padre, tú estás en cama y…

—Olvídate de mí, hijo mío, y asiste a la fiesta sin tu padre. No obstante, procura estar atento y, de ser posible, entablar relación con alguna muchacha.

—Como digas, padre.

—Bien… Ahora puedes irte —permitió Macbeth—. Te veré en media hora para la cena.

—¿Acaso cenarás en el comedor?

—Así es.

—Eso quiere decir que te sientes mejor —dedujo Alexander.

—En efecto, hijo mío. Pero si pretendes cenar con el rey, deberás dejar que me cambie.

—Bien —pronunció el príncipe Alexander y se retiró de la habitación de su padre.

Elizabeth

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