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Introducción a Elizabeth

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Elizabeth era una preciosa mujer de veinte años cuyo encanto difícilmente se igualaba. Tenía cabellos rubios y ondulados, ojos de color índigo y un rostro tan delicado que bien podría haberle pertenecido a una irresistible doncella extraída de algún cuento de hadas, pues su belleza era tan inmensa que, al contemplarla, los hombres solían tener la extraña sensación de hallarse en un agradable sueño novelesco. Sin embargo, la hermosura de Elizabeth no solo radicaba en su apariencia: era, además, una mujer de corazón limpio y buenos sentimientos. En la mayoría de los casos, demostraba una amabilidad, simpatía y dulzura propias de aquellas personas que no suelen conservar emociones negativas hacia los demás ni hacia sí mismas.

En efecto, a Elizabeth le sobraban el carisma, la alegría y el buen humor. Pero, por sobre todas las cosas, tenía una magnífica pasión, un sagrado talento: el canto, por lo que a ella siempre se la escuchaba cantar. Si bien no ganaba dinero con ello y lo hacía meramente por placer, no se trataba de una cantante improvisada, sino de una intérprete que desde pequeña había educado su voz, instruyéndose con las mejores profesoras de canto lírico. De cualquier manera, Elizabeth poseía una voz angelical innata. Cuando cantaba, transmitía semejante placer que hipnotizaba a quien la oyese.

La pequeña Elizabeth siempre fue una jovencita sobreprotegida y consentida —principalmente, por su hermano y su padre—, no solo por haber sido la única hija de la familia, sino también la menor. No obstante, cuando tenía algún tipo de capricho —todos ellos inofensivos y carentes de malicia—, jamás lo expresaba con altanería, soberbia o enojo, pues sus ocurrencias nunca eran malintencionadas ni de origen perverso.

Su único hermano, quien se llamaba Benjamin y tenía veintitrés años, era su principal compañero a la hora de realizar las interpretaciones musicales cotidianas. Además, Benjamin era para Elizabeth una incondicional ayuda y un oído dispuesto a escuchar cualquier tipo de confesión o problema. Tanto es así que Elizabeth y su hermano se amaban sobremanera y pasaban buena parte del tiempo en mutua compañía. De hecho, cualquiera de los dos se convertía a menudo en el cómplice del otro para realizar u ocultar alguna inocente travesura que los protocolos no solían permitir.

La madre de Elizabeth se llamaba Catherine —más conocida como “la señora Clifford”—, y su padre, Hermann —comúnmente nombrado “señor Clifford”—.

Hermann era el terrateniente más rico y con mayor patrimonio de todo el Reino de Hauer, lo que convertía a la familia Clifford en una de las más importantes del Estado. Así pues, bendecidos por las producciones agrícolas, los Clifford (madre, padre e hijos) vivían en una mansión ubicada en su finca principal, bautizada sencillamente como Finca Clifford, un lugar maravilloso y extremadamente paradisíaco que atesoraba bellísimas fuentes, decorados jardines, magníficos estanques… y lagos donde los cisnes cooperaban para recrear un paisaje verdaderamente sublime.

Elizabeth

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