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Capítulo V
De padre a hijo
ОглавлениеLos sirvientes del Palacio de Erlingham despertaron a Alexander el domingo al mediodía para que almorzara con su padre, ya que el hijo del rey había ordenado que lo dejaran dormir más de la cuenta a causa de la fiesta del señor Clifford. Fue entonces cuando Alexander, habiendo arreglado improvisadamente su aspecto personal, se retiró de su cuarto y se dirigió al comedor del palacio, vistiendo una peluca blanca y una chupa del mismo color.
—Buenos días, padre —le dijo a Macbeth en cuanto accedió a la respectiva sala.
—Buenos días, hijo mío —saludó su padre, sentado a una ostentosa mesa alargada en la que yacían todo tipo de alimentos.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Alexander mientras se sentaba a la misma mesa.
—Bastante mejor. Los dolores se están yendo de a poco —comunicó el rey, quien lucía una refinada peluca grisácea y una casaca de color marrón.
—Enhorabuena —acotó Alexander.
—Dime: ¿cómo te ha ido en la fiesta? —indagó Macbeth.
—Ya he elegido a mi futura prometida.
—¡¿De veras?!
—Así es.
—¿Y quién será la pobre muchacha que tenga que padecer el peor infierno de su vida?
—Elizabeth, la hija de Hermann Clifford —informó Alexander, y su padre se atragantó mientras bebía un trago de vino, por lo que comenzó a toser.
—¡Válgame, Dios! —exclamó el rey, una vez recuperado de la pequeña asfixia.
—¿Qué opinas?
—Opino que será la jovencita más desdichada de todo el Reino de Hauer.
—Por supuesto que sí.
—Pero dime, hijo mío: ¿la has elegido por algo en particular?
—Así es.
—Me lo imaginaba. ¿Acaso será por su belleza?
—No por su belleza estética, padre, sino por su belleza interior.
—Una belleza que, dicho sea de paso, ninguno de nosotros podría comprender. Pero sí podemos imaginarla (a nuestra manera); de hecho, la percibimos, debido a que contrasta significativamente con nuestra perversidad, ¿no es así?
—Exacto.
—Bien. Debí suponerlo —dijo Macbeth—. Procura no volverla tan infeliz desde el principio, hijo mío. Bastará con que le quites la belleza de a poco. Aunque… bien sé que estarás algo impaciente, pues no hay nada mejor para un vil hombre que aniquilar la belleza interior que poseen las personas y volverlas miserablemente infelices. Y cuanto más buenas sean, mejor.
—Entonces, debo suponer que te ha parecido una buena elección.
—¡Por supuesto que sí! Elizabeth será una excelente presa; ¿o debería decir “un excelente trofeo”?
—¡Conquista! —exclamó Alexander—. Será una excelente conquista.
—No quiero imaginar la cara de los Clifford cuando se enteren de que tú deseas casarte con ella. Pasarán a ser los más desventurados de todo el reino —profetizó Macbeth, y se echó a reír—. Para colmo, los Clifford corresponden a la familia más feliz de la comarca.
—Feliz y bondadosa.
—Cierto. El señor y la señora Clifford realizan donaciones bastante a menudo. Incluso han fundado un hospital; sin mencionar los comedores, escuelas y albergues que han establecido en algunas partes del reino para alimentar, educar y cobijar a los pobres, lo que convierte a los Clifford en la familia más querida de mi territorio.
—Y eso que no has mencionado todo lo que Elizabeth realiza con tanta pasión —habló el príncipe.
En efecto, Elizabeth organizaba actos musicales —tanto benéficos como gratuitos— en los que, generalmente, se lucía como cantante. Sin embargo, no participaba como intérprete en todos los eventos que organizaba, pues algunos de ellos eran netamente instrumentales o bien no requerían de un registro vocal como el de ella. Además, pese a que Elizabeth sabía tocar algunos instrumentos, no se destacaba profesionalmente con ninguno —solo con su voz—. Por el contrario, Benjamin sí interpretaba el clavecín o el piano, una vez cada tanto, en algunos actos que organizaba su hermana.
—Es verdad. Elizabeth es una de las personas más queridas por el pueblo —reconoció Macbeth.
—Ya lo creo —aseveró Alexander—. Ella organiza aquellos actos gratuitos y benéficos a los que jamás hemos asistido.
—Es una lástima —expresó irónicamente el rey.
—Claro que lo es —acotó Alexander con sarcasmo.
—Lo mejor de todo es que destruirás la felicidad no solo de Elizabeth, sino también de los Clifford en general, que, dicho sea de paso, parecieran ser la familia más feliz del mundo.
—¿Entonces…?
—Entonces, has hecho una buena elección, digna de un genuino Mefistófeles —felicitó Macbeth—. Pero dime: ¿has entablado alguna conversación con Elizabeth durante la fiesta?
—Solo la felicité, después de que ella cantara para los invitados.
—Bien… ¿Y qué harás ahora?
—Le haré llegar al señor Clifford una invitación para almorzar con Elizabeth el día viernes.
—¡Estupendo! Y aunque sea incuestionable que ella se casará contigo por el miedo de ser asesinada, o por el miedo de que su familia lo sea, procura no hacer de tu malicia una característica demasiado evidente en ti; al menos, durante los primeros encuentros.
—De cualquier forma, Elizabeth no podría enamorarse de una persona como yo.
—Por supuesto que no, hijo mío. Pero, de todos modos, sería mejor que, en este caso particular, disimularas aunque sea un poco tu falta de corazón. ¿No lo crees?
—Lo dices como si los Clifford no supieran qué clase de personas somos.
—Lo saben, hijo mío; lo saben. Es solo una sugerencia de padre a hijo. Si demuestras toda tu crueldad a primeras, hay más probabilidades de que los Clifford se opongan a tu proposición. En tal caso, tendríamos que amenazarlos alevosamente para que cedieran —explicó Macbeth—. ¿Por qué no ser un poco más diplomáticos de vez en cuando?
—Descuida, lo he sido durante la fiesta de ayer al felicitar a Elizabeth por su interpretación —comunicó Alexander—. De cualquier manera, no esperes que sea un príncipe azul con ella.
—Claro que no, hijo mío; ni tampoco te lo pediría, pues, de cualquier forma, no podrías serlo. Tú no puedes ser cariñoso, aunque te lo pidan. Eres igual que yo. No obstante, puede que un poco de amabilidad fingida baste para que los Clifford acepten tu proposición de casamiento sin tener que amenazarlos de manera directa.
—Haré lo que pueda —concluyó Alexander y continuó almorzando junto a su padre.