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Capítulo VII
La secreta y no tan secreta reunión en la Finca Clifford
ОглавлениеAl día siguiente, desde las cuatro y media de la tarde, Elizabeth permaneció sentada en su balcón, observando a la distancia, a la espera de su misterioso invitado. Fue entonces cuando, a eso de las cinco y media, se percató de que un jinete, que montaba en un fino caballo blanco, se acercaba a la mansión, por lo que, al instante, la joven se levantó, salió de su cuarto, bajó las escaleras y, luciendo un elegante sombrero, se retiró de la residencia para recibir a su esperado caballero. Al cabo de unos segundos, el hombre, que lucía una peluca blanca y una casaca de tonalidad oscura, bajó de su caballo y comenzó a acercarse a ella, quien lo esperaba a unos metros de distancia sobre un césped bien cuidado.
—Señorita Elizabeth… —saludó él, una vez que se acercó lo suficiente, mientras efectuaba una cálida reverencia.
Frente a esto, Elizabeth manifestó una inocente sonrisa.
—Me halaga su visita, respetado señor —comunicó la soprano—. Sin embargo, en verdad me gustaría poder llamarlo por su nombre.
—Mi nombre es Howard, Howard Smith. Veinticuatro años, por cierto.
—Tiene usted un bello nombre, señor Smith —apreció Elizabeth sonriendo.
—Se lo agradezco.
—Más bien debería agradecérselo a sus padres —dijo la soprano, y el rostro de Howard reveló cierta tristeza—. ¿He dicho algo malo?
—No se preocupe, señorita Elizabeth.
—Disculpe si he dicho algo que le ha resultado incómodo.
—No se preocupe —repitió Howard, mejorando la expresión de su rostro.
—Bien… —pronunció la joven—. ¿Desea que su caballo permanezca en el corral… o lo dejará suelto como la última vez?
—Lo dejaré suelto, si a usted no le molesta.
—En absoluto.
—Mejor para Sigurd, pues lo cierto es que a él no le agradan los corrales ni los establos, ni tampoco le gusta estar amarrado. Además, como le he dicho la vez anterior, a Sigurd no hace falta amarrarlo: es un caballo muy obediente; al menos, conmigo.
—Bien… Antes que nada, me gustaría presentarle a mi hermano Benjamin.
—No será necesario, pues su hermano ya se ha ocupado de presentarse a sí mismo.
—¡¿Cómo dice?! —exclamó Elizabeth sorprendida.
—Ha estado esperándome en la entrada principal de la finca.
—¡¿De veras?! —dijo la pequeña, algo preocupada.
—Así es. Hemos estado hablando durante algunos segundos.
—Pero… ¿le ha dicho algo desagradable?
—En absoluto, señorita Elizabeth. Nada que pueda ser interpretado como un insulto. Simplemente, su hermano se preocupa por usted, lo cual me parece correcto.
—¿Está seguro de que Benjamin no ha sido irrespetuoso?
—Para nada.
—¿Acaso lo ha interrogado?
—No me ha formulado ninguna pregunta.
—Pero… ¿qué es precisamente lo que le ha dicho mi hermano? —indagó—. Está bien, luego se lo preguntaré a Benjamin. No se preocupe —acotó a la brevedad, antes de que Howard pudiera responderle.
—Como usted guste.
—Bien… ¿Le gustaría tomar el té en los jardines?
—Siempre y cuando tenga el honor de hacerlo con usted.
—Por supuesto que lo tendrá.
—Entonces, acepto.
—¡Estupendo! —manifestó la soprano.
Minutos más tarde, Howard y Elizabeth disfrutaban de un delicioso té de rosa mosqueta y de exquisitas masas dulces, sentados a una mesa que yacía en un paradisíaco jardín repleto de verde y demás tonalidades secundarias.
—¿Puedo preguntarle algo? —interrogó ella, quien todavía llevaba puesto su galante sombrero.
—Adelante —permitió Howard.
—¿Por qué no me ha dicho su nombre cuando nos conocimos?
—Solo quería generar una pizca de suspenso —contestó él.
—¿Más de la que ya había generado?
—¿Por qué no? —Y se hizo el silencio—. Por cierto, le agradezco haberme permitido acceder a sus dominios, siendo yo un completo desconocido para usted.
—No tiene por qué agradecérmelo —pronunció Elizabeth.
—Por supuesto que sí. No obstante, ¿podría hacerle una pregunta?
—Adelante.
—Si mal no tengo entendido, usted va a ocultarle a sus padres que yo he estado aquí.
—En efecto. Mas no se preocupe por mi hermano, él no irá a delatarme.
—Sin embargo, ¿acaso no teme que los criados lo hagan?
—Ya me he ocupado de solucionar ese detalle, señor Smith. Además, los criados siempre están de mi lado.
—Ya veo.
—Tenemos tiempo hasta después de la cena. Mis padres han ido a una finca cercana para visitar a unos amigos. Partieron unos minutos después de las cuatro. Pero cenarán allí.
—Bien —acotó Howard, e hicieron silencio durante algunos segundos.
—Me gustaría comentarle una preocupación que me aqueja sobremanera —manifestó la soprano de improviso.
—La escucho.
—Alexander, el hijo del rey, le ha hecho llegar a mi padre una carta en la que me cita a un almuerzo en el Palacio de Erlingham mañana —comunicó Elizabeth, lo que despertó en Howard una profunda sorpresa y una gran preocupación.
—¿De veras?
—Por desgracia, así es. Mi familia y yo estamos muy preocupados con respecto a ello. A decir verdad, Macbeth y su hijo nunca le han caído bien a mi familia. Cierto es que mi padre los ha invitado a algunas fiestas, pero fue solo por una cuestión de formalidad, estrategia y diplomacia.
—Y a usted… ¿cómo le cae el príncipe?
—Podría decirse que… nunca me ha caído de ninguna manera.
—¿Qué es lo que hará entonces frente a la reciente invitación de Alexander?
—Si deseo preservar mi seguridad y la de mi familia, debo asistir al almuerzo.
—Comparto su decisión, señorita Elizabeth, pues Alexander podría cometer una locura si usted no llegase a ir.
—No obstante, como no estoy interesada en el príncipe, trataré de comunicarle indirectamente que no pretendo nada con él.
—Si lo hace, tenga mucho cuidado. Si usted llegara a ofender a Alexander, los resultados podrían no ser del todo positivos.
—Lo haré lo mejor que pueda —concluyó Elizabeth aquel tema—. ¿Le gustaría que le mostrase unos cuadros? —preguntó al cabo de unos segundos.
—¿Los ha pintado usted?
—No, pero los amo tanto que pareciera que sí.
—Interesante.
—Así es.
—Y dígame, señorita Elizabeth, ¿dónde se encuentran aquellas pinturas?
—En una de las salas de la mansión.
—Bien, encantado estaría de verlas.
—Estupendo. Se las mostraré luego de terminar el té.
—Como usted desee. Pero, antes de poder verlas, ¿podría preguntarle quién es el autor de aquellos misteriosos cuadros que tanto le gustan?
—Se lo diré en el camino. Mas ahora terminemos el té.
—¿Por qué tanto suspenso?
—¿Acaso a usted no le gustaba el misterio? —Y Howard manifestó una sonrisa—. Su té se enfría, señor Smith —concluyó Elizabeth, y ambos continuaron sentados en el jardín durante algunos minutos más.
Al poco tiempo, Elizabeth y Howard accedieron a la mansión de los Clifford y se dirigieron hacia la habitación en la que se hallaban los cuadros que la soprano deseaba mostrarle al señor Smith.
—Estas son las cuatro pinturas que quería enseñarle —dijo Elizabeth, ya sin sombrero, una vez que ambos entraron a la respectiva sala—. Todas ellas, en conjunto, se titulan El progreso del amor en el corazón de una joven. No obstante, cada una de ellas también posee un nombre individual. Esta se llama La búsqueda; esta otra, La reunión; aquella, El amante coronado, y aquella otra, La carta de amor —informó luego, utilizando la mano para señalar a las respectivas pinturas, las cuales poseían grandes dimensiones.
—Son estupendas —opinó Howard, después de observarlas en silencio.
—¿Lo dice para cortejarme?
—En absoluto, pues le estoy siendo completamente franco. En verdad me parecen bellísimas. De hecho, esta me recuerda a nosotros cuando estuvimos en su balcón durante la fiesta de su padre —evocó el señor Smith mientras señalaba el cuadro correspondiente, cuyo título era La reunión.
Frente a esto, Elizabeth esbozó una profunda sonrisa.
—Lo digo en serio —aclaró el joven, mientras ella continuaba riéndose.
—Me alegra que le hayan gustado las pinturas —expresó Elizabeth cuando terminó de reírse.
—Por casualidad, ¿usted pinta? —preguntó Howard.
—No. Simplemente disfruto de las pinturas que realizan otras personas.
—Bien —concluyó el hombre—. ¿Le gustaría que interpretásemos algo en conjunto? —preguntó segundos después.
—¿Se refiere a una interpretación musical?
—Así es.
—¿Acaso usted… es músico?
—Sí y no.
—¿A qué se refiere con “sí y no”? —interrogó la hija de los Clifford, lo que logró que Howard manifestara en su rostro una clase de pena o aflicción por algún hecho ocurrido en el pasado—. ¿He preguntado algo indebido?
—En absoluto, señorita Elizabeth. Simplemente… hay cosas de las que me cuesta hablar. No obstante, le ruego que no me malinterprete, ya que no se trata de una cuestión de desconfianza hacia usted.
—No se preocupe, señor Smith; y disculpe usted por haberlo incomodado.
—No tengo nada que disculparle; todo lo contrario. Mas le recuerdo que me gustaría interpretar algo con usted. ¿Le agradaría hacerlo?
—Por supuesto que sí —aceptó Elizabeth sonrientemente.
—Estupendo.
—Dígame, ¿qué instrumento toca usted?
—Principalmente, el violín, la viola, el violonchelo y la viola da gamba.
—¡Vaya! —exclamó la soprano—. Por casualidad, ¿se dedica usted a la música?
—No —contestó Howard levemente apenado.
—¡Oh! Disculpe. ¿He vuelto a realizar una pregunta inapropiada?
—Nada de lo que usted me ha dicho ha sido inapropiado, señorita Elizabeth. Es solo que… tengo un pasado… que todavía no he logrado asimilar del todo, una razón por la que me aflijo al acordarme de él y me cuesta hablar sobre ello. Pero no se sienta culpable por nada, ya que la limitación es mía.
—No se haga problema; en verdad lo entiendo… Venga, acompáñeme.
—Con mucho gusto —concluyó el joven.
Al instante, ambos se dirigieron hacia una sala donde yacían algunos instrumentos. En cuanto accedieron al ambiente, él se acercó a un conjunto de partituras que posaban sobre un piano de cola.
—¿Puedo…? —le preguntó a Elizabeth.
—¿Se refiere a tocar el piano?
—No; me refiero a husmear las partituras.
—Por supuesto —permitió la soprano, por lo que el señor Smith tomó algunas de ellas y comenzó a mirar lo que estas contenían—. ¿Sabe usted cantar este fragmento? —le preguntó a Elizabeth al cabo de unos segundos, y la joven se acercó a Howard para poder observar la partitura que él le indicaba.
—Así es. De hecho, me encanta.
—Bien. Usted cantará y yo la acompañaré con el violonchelo, ¿le parece?
—Será un placer.
—Estupendo. ¿Podría tomar aquel violonchelo? —consultó el señor Smith, realizando un movimiento de cabeza para indicar a qué instrumento se refería.
—Lo que usted desee.
—Bien —acotó Howard, y depositó las partituras sobre el piano—. Creo que podré prescindir de ellas —dijo después.
Habiendo dado unos pasos, tomó un violonchelo que se hallaba sobre un pie, a pocos metros del piano, para luego acomodarse sobre un asiento.
—¿Lista? —preguntó después, mientras Elizabeth caminaba hacia él.
—Lista —contestó la soprano, parada frente a Howard.
Acto seguido, el reservado joven de veinticuatro años comenzó a tocar un fragmento titulado Here the deities approve. A los pocos segundos, la soprano empezó a cantar sobre la base que le ofrecía el violonchelo interpretado por el señor Smith.
Mientras Elizabeth cantaba, su rostro parecía reflejar cierta felicidad que evidenciaba el goce que le producía estar interpretando algo con su misterioso caballero. Asimismo, el rostro de Howard no denotaba una expresión demasiado diferente, pues se lo veía muy a gusto haciendo sonar aquel violonchelo.
En cuanto ambos terminaron el fragmento, la soprano aplaudió emocionada.
—Ha estado fantástica, señorita Elizabeth —celebró Howard, todavía sentado y sosteniendo el instrumento, en cuanto la soprano terminó de aplaudir.
—Al igual que usted —acotó ella.
—Lo único que he hecho fue un simple acompañamiento de violonchelo para que usted cantara.
—No se subestime, señor Smith.
—Créame, no lo hago —profirió Howard mientras se levantaba del asiento para depositar el violonchelo sobre el pie.
—En fin, ¿por qué no vamos a un sector en el que podamos hablar con mayor libertad?
—¿Libertad?
—Así es. Aunque usted no se haya percatado, mi hermano Benjamin nos ha vigilado en todo momento: cuando nos saludamos frente a la mansión, cuando bebimos té en el jardín, cuando le mostré los cuadros y cuando llegamos a este sector de la casa.
—¿De veras?
—De veras. Sin embargo, él sabe perfectamente que yo me he dado cuenta de ello. Aunque…, en verdad, no estoy sorprendida por la actitud de Benjamin. De hecho, supuse que nos vigilaría.
—Me temo que, en todo caso, no nos ha estado vigilando a nosotros, sino a mí; lo cual es entendible si se consideran las circunstancias. De cualquier manera, ¿es así como reacciona habitualmente su hermano Benjamin cuando usted invita a un hombre a la finca… o simplemente se debe a la justificada desconfianza que tiene hacia mí?
—Creo que se debe más a la segunda opción.
—Lo cual es complemente lógico, dado que se trata de un hombre que, además de haberse infiltrado en la fiesta de su padre, no se ha dignado a confesar ni su identidad ni el propósito de su intromisión.
—De todas formas, conmigo Benjamin siempre ha sido muy… Bueno, eso.
—¿Se refiere a que siempre ha estado muy pendiente de usted?
—Eso mismo. De hecho, me cuida mejor que a su propia esposa.
—Es decir que su hermano está casado.
—Así es. Su esposa se llama Edith. Sin embargo, antes del cumpleaños de mi padre, ella viajó para visitar a su familia, la cual reside muy lejos de aquí, ya que el cumpleaños del padre de Edith coincide con el del mío —explicó ella—. En fin, retomando lo que veníamos hablando, digamos que… con mi hermano tenemos una relación de extrema confianza y profundo cariño, una razón por la que él se preocupa demasiado por mí. Aunque…, a menudo, se preocupa más de lo que debería. Sin embargo, Benjamin es la única persona con la que no tengo secretos; ni él tampoco los tiene conmigo, claro está.
—Me parece fantástico; y en verdad aprecio que su hermano me haya permitido venir aquí. Además, es completamente justificable la inquietud que él siente por este asunto.
—¿Se refiere a usted?
—Así es.
—Descuide. No se preocupe por ello —aconsejó Elizabeth.
—Trataré de no hacerlo. Mas ahora me gustaría decirle algunas cosas; y aprovechando que usted me ha propuesto dirigirnos a un lugar donde podamos hablar con mayor libertad, cedo, pues, a tal ofrecimiento.
—Por lo que puedo intuir, usted quiere decirme algo importante.
—En efecto.
—Entonces, vayamos a un lugar más privado. No le garantizo que mi hermano no estará escuchando tras la puerta, pero sí que no podrá vernos.
—Cualquier lugar que usted considere oportuno estará bien.
—Acompáñeme —concluyó la joven, y ambos marcharon hacia el cuarto de Elizabeth. Una vez allí, la soprano cerró la puerta de su dormitorio—. Siéntese, si así lo desea —ofreció luego.
—De acuerdo. Pero… ¿dónde? —preguntó él.
—En cualquiera de los sillones. Pero, si lo prefiere, puede sentarse en la cama —sugirió Elizabeth.
—¿En la cama?
—Es más cómoda que mis sillones. Pero, si le da vergüenza, o bien si no está dispuesto a realizar un acto tan poco protocolar, elija cualquier asiento.
—Bien —profirió Howard, y se acomodó sobre la cama.
Al instante, Elizabeth se sentó junto a él, en el mismo lecho.
—Señorita Elizabeth, en verdad me gustaría decirle algunas cosas.
—Lo escucho —manifestó ella, y el caballero comenzó a pensar.
—Bien sé que usted no sabe quién soy, a qué me dedico, quiénes son mis familiares, cuál es mi pasado, en qué consiste mi presente, por qué me he infiltrado en la fiesta de su padre, etcétera —le dijo mientras le tomaba la mano—. También sé que a usted le gustaría saber todas esas cosas. Sin embargo, yo no se las he contado aún por más de un motivo. En primer lugar, porque se trata de asuntos muy delicados que han significado mucho para mí, por lo cual no he hablado de ellos con nadie, jamás. En otras palabras, me sería muy difícil, a nivel emocional, platicar sobre esas cuestiones. Asimismo, no quisiera arruinar nuestros encuentros contándole cosas tan… —He hizo una pausa.
—Descuide. No se sienta obligado a nada.
—No obstante, créame que deseo que usted se entere de todo; pero no sé si este es el momento adecuado, tanto para usted como para mí.
—A decir verdad, imaginaba todo lo que acaba de decirme; por ello decidí no preguntarle nada. No se preocupe, cuénteme lo que usted considere cuando lo crea correcto, señor Smith. Aparentemente, le han ocurrido ciertas cosas desagradables, y comprendo que le sea difícil transmitirlas.
—Gracias por comprender. Aunque… no es solo por eso, sino también por el hecho de que, si le contara algunas cosas ahora, me temo que arruinaría el momento. Además, me daría demasiado pudor hacerlo. Digamos que… son temas tan delicados que… no sabría cómo empezar a contarlos.
—¿Tan oscuro es su pasado?
—Mi pasado y algo más.
—¿Acaso debería preocuparme?
—Bien sabe usted que no pretendo hacerle daño ni a su familia tampoco. De hecho, mi objetivo, o mejor dicho, la razón de mi presencia en la fiesta de su padre no estuvo relacionada directamente con la familia Clifford. Pero, por algún motivo que le revelaré luego, he tenido que infiltrarme en aquella celebración. Fue entonces cuando la conocí a usted. Esa es la verdad del asunto.
—Le creo.
—Se lo agradezco. Por mi parte, trataré de contárselo todo lo antes posible. No obstante, debido al aprecio que le tengo, estoy dispuesto a contestarle cualquier pregunta ahora mismo si me lo pide, pues lo consideraría justo, ya que usted me ha invitado a su casa sin conocerme y me ha otorgado una confianza a la que me gustaría corresponder.
—Entiendo su punto, señor Smith. Pero yo no voy a preguntarle nada. Prefiero que sea usted quien decida contármelo.
—Así será —prometió él—. De cualquier manera, me gustaría saber lo que usted siente al respecto.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que… ¿Acaso no siente miedo de mí? O tal vez desconfianza.
—Siento mucha intriga, pero no desconfianza, ni mucho menos siento miedo.
—Me alegra saberlo. Aunque…, francamente, estoy algo sorprendido.
—¿Por qué lo dice?
—Me sorprenden su falta de miedo y desconfianza.
—No voy a negarle que mi falta de miedo y desconfianza puedan resultar extrañas desde una perspectiva lógica y racional, pero no desde otra.
—¿Otra como cuál?
—La intuición, por ejemplo.
—Comprendo —acotó Howard—. Sin embargo, debo confesarle que estoy preocupado por lo que pueda llegar a ocurrir con Alexander.
—¿Acaso duda de mí?
—En absoluto, señorita Elizabeth. No me refería a eso, sino a lo que el príncipe podría ser capaz de hacerle a usted.
—Todo saldrá bien, ya verá. Alexander se dará cuenta de que no pretendo absolutamente nada con él.
—Es que… no creo que a una persona como Alexander le interese esa clase de cosas. Si la desea a usted, la obtendrá, aunque tenga que utilizar la espada para conseguirlo.
—¿Lo cree capaz de llegar a tales extremos?
—Lo creo capaz de hacer cosas mucho más horribles que esa. Y le repito: procure que Alexander no se sienta ofendido en ningún momento. No obstante, cuente conmigo para cualquier problema que usted tenga.
—Se lo agradezco, señor Smith.
—No tiene nada que agradecerme, señorita Elizabeth —habló Howard, y ambos permanecieron en silencio por unos instantes.
—¿Podría quitarse la peluca? —le pidió Elizabeth al cabo de un tiempo—. Me gustaría contemplar su cabello.
—Desde luego —concedió Howard, y se quitó lentamente la peluca para depositarla sobre la cama, lo que puso en evidencia su corto cabello de totalidad oscura.
—¿Puedo? —preguntó la joven, una vez que levantó su mano derecha.
—Por supuesto —permitió el señor Smith, por lo que Elizabeth comenzó a acariciarle suavemente el pelo.
—Se ve más apuesto sin la peluca. ¿Lo sabía? —opinó ella.
—Ahora lo sé —acotó Howard.
Sin perder la delicadeza, Elizabeth quitó su mano de la cabellera del señor Smith; y después de mirarse mutuamente a los ojos durante algunos segundos en los que cada uno acercó su cuerpo al del otro, comenzaron a besarse apasionadamente. Acto seguido, se tumbaron sobre aquel lecho y el cuerpo de Howard quedó sobre la sosegada joven de cabellos dorados. Al terminar de besarse, permanecieron abrazados y echados sobre la cama.
Momentos después, alguien llamó a la puerta de la habitación.
—¿En qué puedo ayudarte, Benjamin? —preguntó la soprano, una vez que ella y Howard cambiaron la posición para permanecer sentados.
—La cena estará lista en unos minutos —informó Benjamin desde el pasillo, sin abrir el acceso del dormitorio
—De acuerdo; bajaremos en un momento —dijo Elizabeth mientras Howard se colocaba su peluca
—Bien —concluyó Benjamin, y regresó a la planta baja.
Minutos más tarde, los hermanos Clifford y el señor Smith cenaron juntos en el comedor de la residencia.
—¿Hace mucho que toca el violonchelo, señor…? —le preguntó Benjamin durante la cena.
—Prácticamente, desde que he nacido —contestó Howard, sentado a la mesa al igual que los hermanos Clifford.
—En vistas de que su coeficiente intelectual no le es suficiente para advertir una pregunta implícita, ¿podría preguntarle su nombre? —insistió Benjamin, quien vestía una chupa de color dorado y una fina peluca nevada.
—¡Benjamin! —exclamó Elizabeth.
—¿Acaso ni siquiera puedo preguntarle el nombre a la misteriosa persona que está cenando en mi mesa?
—Sabes perfectamente que…
—Está bien, señorita Elizabeth —intervino Howard—. Su hermano solamente ha preguntado mi nombre.
—Y usted sigue sin responderme, estimado señor.
—Mi nombre es Howard Smith.
—Bien… Ahora, si lo desea, puede decirnos algo más sobre usted.
—Benjamin… —pronunció la soprano.
—No te enfades, querida hermana. Es solo que… a nuestro “querido invitado”… pareciera gustarle sobremanera el misterio —se quejó el hermano de Elizabeth.
—¡Benjamin! —gritó una vez más la señorita Clifford, y se hizo el silencio.
—Sepa usted, misterioso caballero, que por la nula información que le ha revelado a mi hermana durante la primera vez que se han visto, he sido muy considerado al dejarlo entrar a esta finca, como bien se lo he dicho anteriormente —explicó Benjamin a los pocos segundos.
—Benjamin…, más tarde hablaremos de ello, ¿podría ser? —le sugirió Elizabeth.
—De acuerdo —aceptó Benjamin, y los tres continuaron cenando en el comedor de los Clifford—. Bien. Los dejaré solos —dijo luego, mientras se levantaba, una vez que terminaron la cena—. No obstante, por cuestiones de seguridad, procuren despedirse pronto. No vaya a ser que mis padres regresen antes de lo conveniente.
—No te preocupes, Benjamin —tranquilizó Elizabeth, y su hermano comenzó a retirarse del lugar.
Sin embargo, a medio camino, Benjamin frenó la marcha y giró su cuerpo para mirar al señor Smith.
—La próxima vez que acceda a una finca, misterioso caballero, le recomiendo no dejar a su caballo suelto —indicó al visitante.
—¿Mi caballo ha hecho algo malo? —preguntó Howard.
—No. Pero no es de buena educación dejar que ande por ahí, más aún cuando no se tiene confianza con las personas que residen en la finca. Se lo digo para que lo tenga en cuenta la próxima vez que intente seducir sospechosamente a una jovencita.
—¡Benjamin! —reprendió Elizabeth.
Acto seguido, Benjamin volvió a girar su cuerpo y se retiró de la escena.
—Le ruego que sepa disculpar a mi hermano, señor Smith.
—No tengo nada que disculpar. La reacción que tuvo su hermano es completamente entendible.
—¿A usted le parece?
—Así es. Usted debe considerar que él no sabe nada acerca de mí y que yo ni siquiera me he dignado a confesarle los motivos de mi intromisión en la fiesta de su padre.
—Pero… ¿esas son razones suficientes para que él lo haya ofendido de esa forma?
—Es que… yo no me he sentido ofendido. Además, creo que le he dado a su hermano razones más que suficientes para actuar de la forma en la que lo hizo, sin mencionar que él estuvo en todo su derecho de hacerlo. De todos modos, es tiempo de que me retire —dijo el señor Smith mientras se levantaba de la mesa.
—Lo acompaño —acotó Elizabeth.
Al instante, ambos se retiraron de la mansión de los Clifford y bajaron las escaleras de la fachada. Posteriormente, Howard realizó un silbido para llamar a su caballo y Sigurd se acercó a él.
—Sepa que he disfrutado sobremanera el tiempo que he pasado con usted —le dijo el señor Smith, de pie frente a ella.
—¿Pese a los… percances?
—Así es.
—¿Lo dice en serio?
—Por supuesto. Me ha encantado volver a verla —pronunció Howard, lo que hizo sonreír a Elizabeth.
—Pues a mí también me ha encantado volver a verlo, señor Smith. Y sepa usted que no tengo pensado renunciar a nuestros posibles encuentros futuros, a menos que usted prefiera no volver a vernos.
—Me alegra escucharlo, pues yo tampoco deseo dejar de verla. Aunque… la próxima vez deberíamos encontrarnos en otro sitio.
—¿Cuándo y dónde?
—¿Le parece conveniente la semana que viene? —preguntó él.
—¿Qué tal el fin de semana?
—Es que… no estaré en la ciudad de Erlingham durante el fin de semana.
—¿Y cuándo volverá?
—El lunes.
—Bien. ¿El martes le resulta conveniente? —sugirió la soprano.
—Estupendo —aceptó Howard.
—Entonces, el martes será. ¿Le parece bien a las tres y media de la tarde?
—De acuerdo. Pero… ¿dónde?
—En la catedral de Erlingham —propuso ella.
—¿Ha escogido ese lugar por algún motivo en particular?
—Sí.
—¿Podría preguntar cuál es aquel motivo?
—No les puedo decir a mis padres que me veré con usted. Sin embargo, en caso de que nos veamos en la catedral, no debería ocultarles que el martes iré a la ciudad de Erlingham, puesto que alguien podría verme y sería muy sospechoso si “ese alguien” se lo contase a mis progenitores.
—¿Entonces…?
—Entonces, no les ocultaré que iré a Erlingham, pero sí les ocultaré que lo veré a usted.
—Entiendo.
—Asimismo, a mis padres les informaré que mi hermano y yo nos dirigiremos a la capital para visitar al obispo Leighton, que reside en la catedral de Erlingham. Por cierto, el obispo Leighton es un íntimo amigo de nuestra familia.
—¿Y qué ocurriría si su hermano no la dejara volver a verme?
—Eso no ocurrirá, pues mi hermano sabe que no podría impedirlo. No obstante, Benjamin me acompañará a la cita. De eso estoy segura. Además, no tengo otra opción. Por el momento, Benjamin no me permitirá verlo a usted sin que él me esté vigilando. La razón… ya la conoce, señor Smith. Mi hermano no sabe quién es usted, qué es lo que quiere, etcétera. Y créame que Benjamin no me vigilaría si las cosas hubiesen sido diferentes; pero hasta que él no le tome confianza a usted…
—Es lógico que su hermano la acompañe, señorita Elizabeth.
—De cualquier forma, descuide: no estará con nosotros, sino cerca de nosotros.
—Bien… Volviendo a la catedral, ¿por qué ha elegido que nos veamos allí?
—Por dos motivos. En primer lugar, porque el obispo Leighton, clérigo principal del templo, es mi amigo, una razón por la que usted y yo podremos vernos en la catedral con total discreción en algún recóndito sector. Conozco varios sitios del templo a los que, prácticamente, solo el obispo Leighton suele entrar y que siempre, o casi siempre, se hallan desocupados. Sospecho que él no tendrá inconveniente en dejar que nosotros permanezcamos en alguno de aquellos sectores. En segundo lugar, si alguien llegara a verme en el templo y se lo contase a mis padres, no habría problema alguno, pues mis padres sabrán que yo visitaré al obispo; además, es moneda corriente que lo haga. De cualquier forma, Benjamin estará allí, y eso significa que mis padres tendrán menos motivos para sospechar de mí.
—Comprendo.
—Pero, cuando usted me vea, no me salude al instante.
—¿Qué es lo que tendré que hacer entonces?
—Seguirme desde lejos sin que nadie se percate de ello.
—¿Seguirla?
—Así es. Cuando yo acceda a la catedral y lo vea a usted, caminaré hacia un lugar del templo y deberá seguirme discretamente.
—¿Y si, por algún motivo, su padre o su madre decidiesen acompañarla a la catedral?
—Si usted me ve con mis padres, simplemente no se acerque. De todas formas, en caso de haber algún problema (cualquiera que fuere), yo accederé a la catedral y, muy discretamente, me tocaré la cabeza, una señal que le indicará a usted que la cita se ha cancelado. Pero… si aquello ocurriese, o si algún inconveniente me impidiera ir a la catedral, hable con el obispo Leighton; por medio de él nos mantendremos comunicados hasta que podamos vernos nuevamente.
—¿Le comentará al obispo toda nuestra historia?
—Sí.
—Pero…
—No se preocupe: el obispo Leighton y yo tenemos un tipo de relación muy especial. Digamos que… yo soy para él algo así como su mejor amiga y, a la vez, su mejor… sobrina, por así decirlo.
—Bien… Pero… ¿qué pasaría si el obispo Leighton se negara a cooperar?
—No lo hará. Usted déjelo en mis manos.
—De acuerdo. ¿En qué parte de la catedral debo esperarla?
—Junto al confesionario.
—Así será.
—Estupendo —concluyó Elizabeth, y Howard la abrazó por algunos instantes.
Acto seguido, la besó tiernamente en la mejilla, dio media vuelta y subió a su caballo.
—Hasta el martes, señorita Elizabeth.
—Hasta el martes, señor Smith —se despidió ella, y él se alejó de la soprano montando a Sigurd sobre la Finca Clifford.
Elizabeth permaneció de pie, observando cómo se alejaba su misterioso caballero; mas en cuanto lo perdió de vista, regresó a la mansión para platicar con su hermano.
—Quiero hablar contigo —le dijo a Benjamin en cuanto lo vio.
—Pues yo también —expresó Benjamin, sentado en un sillón.
—¿Te parece justo lo que has hecho? —le preguntó a su hermano mientras se acomodaba sobre otro sillón.
—Ya sabes que te contestaré que sí.
—¿Por qué lo hiciste?
—¿A qué te refieres exactamente?
—A todo, por lo que tendremos que ir por partes —respondió la joven—. En primer lugar, cuando le expresé mis deseos de que lo conocieras, me dijo que ya habías hablado con él.
—Por supuesto —admitió Benjamin.
—Te recuerdo que me habías prometido que no lo harías.
—Prometí no interrogarlo, y no lo hice. Simplemente, hablé con él. Le dije algunas cosas, mas nunca le pregunté nada en aquel momento.
—Bien sé que no le has preguntado nada, puesto que él me lo ha informado. Pero…
—Y en cuanto al momento de la cena —interrumpió Benjamin a su hermana—, te recuerdo que preguntarle a una persona cuál es su nombre no corresponde, precisamente, a un interrogatorio.
—No estoy enojada porque le preguntaste su nombre, sino porque te has dirigido a él de una manera poco amigable.
—¿Acaso no se lo merecía? —consideró el hijo de los Clifford, mas su hermana prefirió no emitir comentario al respecto.
—En fin, ¿qué le has dicho cuando hablaste con él en privado? —interrogó Elizabeth a la brevedad.
—¿Acaso no se lo preguntaste a “tu príncipe”?
—Sí y no. De cualquier forma, le dije que no hacía falta que me contase nada, puesto que luego hablaría contigo. Es por ello por lo que vuelvo a preguntarte: ¿qué le has dicho?
—Lo he puesto al tanto de la situación. Le dije que tú me habías contado todo y que, si bien estaba permitiéndole acceder a la finca, lo hacía con mucha desconfianza y hostilidad, pues, de ser por mí, no se lo habría permitido. Este último punto se lo he dejado bien en claro.
—¿Eso fue lo que le dijiste?
—¿Te parece mucho?… ¿Tienes idea de todas las cosas que, por ti, me he privado de decirle?… ¿Sabes todo lo que me abstuve de preguntarle porque tú me pediste que no lo hiciera?… De ser por mí, le habría expresado, sin pelos en la lengua, mi sentimiento de indignación por su actitud delictiva. Y no solo eso, también lo habría obligado a disculparse y a darme una explicación.
—Lo sé, por ello te pedí que no lo interrogaras.
—Y no lo hice.
—¡Benjamin! Me refería a que no lo hostigaras.
—No defiendas lo indefendible, hermana mía. De todos modos, por supuesto que tu invitado ni siquiera se dignó a revelarme los motivos que lo llevaron a infiltrarse en la celebración, cosa que él tendría que haber hecho sin que yo se lo pidiese… ¡Ah!, me olvidaba: al menos tuvo la delicadeza de disculparse por ello. “Sepa, señor, que la razón por la que me infiltré en la fiesta de su padre no involucra al apellido Clifford”, me dijo el desgraciado.
—¿Y tú qué le respondiste?
—Muy seriamente, le dije que entrase a la finca antes de que me arrepintiera de dejarlo pasar. Pero si yo hubiese abierto mi boca como me hubiera gustado abrirla, le habría dicho que sus disculpas no me resultaron suficientes, y que, si no me confesaba todo en aquel momento, no lo dejaría entrar. Pero, como ves, he conservado la calma.
—¿Tú lo crees?
—Por supuesto que sí. Mas ahora dime, ¿te ha dicho quién era y qué es lo que buscaba en la fiesta?
—Le dije que yo no le preguntaría nada al respecto, pues le di la libertad para que me contase todo lo que deseara cuando él lo creyera correcto o se sintiese listo.
—¡¿Por qué has hecho eso?!
—Porque me he dado cuenta de que no le es fácil hablar de su pasado.
—¿Qué tiene que ver eso con su intromisión en la fiesta? —Y ambos callaron por unos segundos.
—No va a gustarte lo que él me ha dicho; pero te lo diré de todas formas, ya que entre nosotros nunca ha habido ningún secreto.
—Te escucho.
—Me dijo que, si me llegase a revelar lo que él estaba buscando en la fiesta, arruinaría el momento que estábamos teniendo.
—Entonces, está todo más que claro, Elizabeth. Si él te fue sincero, deberías dejar de verlo, pues lo que te ha dicho indicaría que tiene un pasado oscuro y que su aparición en el cumpleaños de nuestro padre se relaciona con algo siniestro. Y si te ha mentido, también deberías dejar de verlo, puesto que se trataría de un embustero. Conclusión: no hay mucho para pensar. ¿Qué es lo que estás dudando?
—No estoy dudando de nada, Benjamin. Tampoco pretendo dejar de verlo. Y el hecho de que en su historial haya habido situaciones oscuras me deja sin cuidado. En todo caso, me interesa su presente.
—Su oscuro presente.
—Nadie es perfecto, querido Ben. Por lo tanto, suponiendo que en su presente haya algo de oscuridad, aquello no sería necesariamente un motivo para alejarme de él.
—Eso depende del grado de oscuridad que él posea.
—De momento, no he percibido en él la suficiente oscuridad como para apartarlo de mí, por lo que, por ahora, elijo seguir viéndolo. Y si él tiene un pasado… “difícil”…, es entendible que le cueste hablar sobre ello.
—¿También es entendible que no te haya querido decir qué hacía en la fiesta de nuestro padre? Y te recuerdo que si él fuese una mejor persona, nos habría explicado las razones de tal intromisión.
—Quizá, querido Benjamin, la razón por la que se encontraba en la fiesta se relacione con su pasado.
—El cual es incierto y del todo sospechoso. Es decir, si no te dijo lo que buscaba en la fiesta, fue porque sus intenciones eran malvadas. ¿Y sabes qué es lo peor de todo?
—¿Qué?
—Estoy seguro de que, si ese hombre me hubiese revelado sus objetivos antes de acceder a la finca, no lo hubiera dejado entrar, ya que sus confesiones me habrían resultado imperdonables, pues no hay duda de que sus intereses son netamente siniestros. ¿Lo entiendes?
—Sus objetivos no se relacionan con nuestra familia.
—¿Y eso implica que sus intereses no sean siniestros? ¿Te das cuenta de que este hombre podría ser un embustero, un ladrón, un criminal o un asesino? ¿Por qué no pensar también que podría tratarse de un oportunista que desea los bienes que tú heredarás de nuestros padres y llevar una vida acomodada a través del engaño?
—Si bien desconozco lo que busca, no siento que él corresponda a tales ejemplos. O mejor dicho, percibo que dentro de él existe una maravillosa persona.
—¿Te das cuenta de la justificación que me estás ofreciendo? Es meramente supersticiosa.
—Lo sé, Benjamin; lo sé. Pero… ¿me creerías si te dijera que tengo la certeza absoluta de que él no desea atentar contra la integridad de nuestra familia?
—El hecho de que sus intereses (me refiero a los que lo llevaron a entrometerse en la fiesta) no se relacionen con nosotros… no quita la posibilidad de que él sea una persona malvada y oscura. ¿Deseas tener como pareja a alguien así?
—Aunque estoy segura de que él no busca nada relacionado con nosotros, no descarto la posibilidad de que su objetivo, sea el que sea, corresponda a un ejemplo… “extraño”.
—Querrás decir “inmoral”.
—¿Por qué no decir “insólito”?
—¡Macabro! —exclamó Benjamin.
—No voy a negarte que podría ser “inusual” o “poco ortodoxo”; pero antes de sacar conclusiones erradas, prefiero que me aclare el asunto cuando él lo crea correcto.
—¡Estás loca!
—¿Cómo puedes estar seguro de que el señor Smith es una persona rotundamente malvada?
—¡¿Y tú cómo puedes estar segura de que no lo sea?! Seamos sinceros, Elizabeth: tú te basas en intuiciones, y yo, en hechos. ¿Acaso vas a negarme que, si nos basamos en los hechos, deberíamos pensar que lo más factible sería catalogar al señor Smith como un individuo pecaminoso o algún otro derivado? No podrías negarlo en nombre de la lógica ni de la razón, pero sí en nombre de la superstición, tal y como lo haces.
—Comprendo tu postura, querido Benjamin; pero…
—¡¿Pero qué, Elizabeth?! ¡¿Pero qué?!
—Él me dijo hoy que, si yo le preguntaba lo que sea, me contestaría con la verdad. Sin embargo, he decidido no formularle ninguna pregunta.
—¡¿Por qué no?!
—Ya te lo he dicho: porque he preferido que él se expresara cuando lo desease.
—¡Por favor, Elizabeth!
—Benjamin, en verdad preferiría que, si él me confesase algo difícil de explicar, lo hiciera por convicción propia… y no por disposición mía. En otras palabras: deseo respetar sus tiempos.
—¿Aun a costa de tu seguridad?
—Benjamin, no seas exagerado.
—No lo soy. Pero…, en fin, no permitiré que ese hombre regrese aquí bajo las mismas circunstancias. Por lo tanto, si pretendes que él vuelva a la finca, primero tendré que saber quién es, cuál es su pasado y qué es lo que hacía en la fiesta de mi padre. Recién ahí, si es que apruebo sus conductas e intereses, podría dejar que él volviese a esta propiedad. Mas te invito, querida Elizabeth, a que reflexiones sobre esto. Bien sabes que estoy contigo para lo que sea, pero no me pidas que defienda un atentado contra tu seguridad, felicidad y bienestar. En mi opinión, sería una locura continuar viendo a ese sujeto. No obstante, eso no voy a impedírtelo por la simple razón de que, si lo hiciese, tú seguirías viéndolo de todos modos (en caso de que quisieras hacerlo, claro está).
—Bien… —dijo Elizabeth mientras se levantaba—. Creo que ya hemos hablado todo lo que debíamos. Si no tienes nada más que decir, me iré a mi habitación.
—¿Han quedado en verse de nuevo?
—Así es —contestó Elizabeth, de pie junto al sillón en el que se había sentado.
—¿Dónde?
—En la catedral.
—Debí imaginarlo.
—Es el mejor lugar para encontrarse.
—¿Acaso le contarás todo al obispo Leighton? —preguntó Benjamin, todavía acomodado en su respectivo sillón.
—En efecto.
—¿Y piensas que él dejará que te veas con ese hombre en la catedral?
—Yo creo que sí.
—¡Estás loca!
—En fin, no debes hacer planes para el martes por la tarde.
—¿Tan segura estás de que pretendo acompañarte?
—Por supuesto.
—¿No sería más lógico pensar que, en lugar de acompañarte, le contaré todo a nuestros padres?
—Eso no te convendría después de haber permitido que el señor Smith accediera a la finca. ¿Te imaginas lo enojados que estarán nuestros padres con nosotros luego de que les digas la verdad?… Además, Benjamin, realmente estoy muy interesada en él, y creo que es una buena persona.
—Pues yo no.
—¿Se lo dirás a nuestros padres?
—Debería hacerlo antes de que sea demasiado tarde, por más que me renieguen cuando se enteren de todo. Pero, de momento, no lo haré.
—Te lo agradezco, Benjamin.
—Lo hago a pesar de mí.
—¿Y no es aquello una genuina contradicción? —preguntó Elizabeth, aún parada frente a su hermano.
—Lo es, y espero no arrepentirme de haberte ayudado en esto.
—No lo harás, querido Ben.
—Eso espero —concluyó él, y se hizo el silencio durante unos segundos.
—Que duermas bien —se despidió Elizabeth.
—Igualmente —dijo Benjamin, y la soprano se retiró a su cuarto.