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CAPÍTULO 1
La institucionalización de las
ciencias sociales en América Latina: entre la autonomía y la dependencia académica

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Fernanda Beigel

La atmósfera internacional de la segunda posguerra estaba fuertemente atravesada por la preocupación por el progreso científico y el desarrollo económico. Mientras, los países que habían participado del conflicto bélico desplegaban todos sus esfuerzos en la reconstrucción, los programas de reformas sociales y la modernización de las instituciones públicas. Era una atmósfera plagada de turbulencias, generadas por las disputas entre viejas y nuevas fuerzas que intervenían enérgicamente en el incipiente sistema de cooperación internacional. Paulatinamente, se fue consolidando un aire espeso de confrontación entre múltiples proyectos de “internacionalización” de la ciencia, la educación y la cultura, signado por los enfrentamientos Este-Oeste. Tres organismos compitieron de manera especialmente titánica en este terreno: la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO); la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Iglesia Católica.

La UNESCO tuvo un papel central en la promoción de la investigación y la enseñanza de las ciencias sociales, otorgando becas, patrocinando centros de investigación, apoyando escuelas de grado y de posgrado en toda la región. La OEA también promovió la creación de institutos y otorgó becas. Por su parte, la Iglesia Católica impulsó la creación de nuevas universidades católicas en América Latina, predominantemente orientadas hacia las ciencias sociales y creó instituciones internacionales para ir dotándolas de regulaciones homogéneas.

Estados Unidos y Francia jugaron un papel relevante en el desarrollo de un espacio competitivo de “Asistencia Técnica”, lo cual es visible en el liderazgo del primero en la OEA y del segundo en la UNESCO, durante la década de 1950. Los gobiernos latinoamericanos venían reclamando en el sistema interamericano para que los beneficios del Plan Marshall se extendiesen a esta región, lo cual se concretó primero a través del Programa Punto Cuarto de la Administración Truman y la International Cooperation Agency (ICA), y más adelante con la Alianza para el Progreso y la creación de la agencia US-AID. En materia de promoción de la actividad científica e intercambio cultural, la OEA canalizó fuertes apuestas de la ayuda pública norteamericana, a través de programas e instituciones homólogas a las que se crearon en el ámbito de la UNESCO. El mismo año de su transformación en la OEA (1948), la Unión Panamericana creó el Consejo Interamericano Cultural, la División de Ciencias Sociales, el Instituto Interamericano de Estadística y el Instituto Panamericano Educación. También se creó el Consejo Interamericano Económico y Social, y por ello Estados Unidos se opuso a la creación de la CEPAL (1948), en el marco de las Naciones Unidas, porque competiría regionalmente con este organismo.

La constitución de la UNESCO, adoptada primeramente por veinte países en noviembre de 1945, se creó en el clima dejado por el Holocausto y su legitimidad internacional se construyó sobre la base de la representación por igual de los Estados miembros. Su consejo ejecutivo no tenía miembros permanentes y fue la única agencia especializada de las Naciones Unidas que tuvo una red de comisiones nacionales (Casula, 2007: 97). Esta forma de organización surgía del Institut International de Coopération Intellectuelle (IICI), creado en Paris, en 1926. Sin embargo, estudios recientes han demostrado que se trataba de una organización elitista, compuesta por miembros destacados, que no representaban a sus Estados: prestigiosos intelectuales como Marie Curie, Albert Einstein y Henri Bergson (Renoliet, 2007: 61, 65). Su organización madre era la Organización de Cooperación Intelectual (OCI), que funcionó desde 1931, en el marco de la Sociedad de las Naciones y fue tendiendo lazos con América Latina a través de comisiones de cooperación intelectual.

Durante el período fundacional, se manifestaron en la UNESCO varios polos de conflicto ideológico, entre los que se destaca la oposición entre el clan latino y el clan anglosajón. El desarrollo de la guerra fría favoreció el desenvolvimiento de las tensiones este-oeste y la conferencia de Bandung (1955) abrió las heridas coloniales existentes. Esto promovió una particular forma de politización al interior de la Organización, que dio lugar a múltiples estrategias, provenientes algunas de la mano de los gobiernos y otras de grupos intelectuales. Con sólo hacer un seguimiento de las resoluciones de las conferencias generales de esta organización desde mediados de la década de 1950, pueden registrarse los nubarrones: las discusiones acerca de la inclusión de nuevos Estados miembros y la exclusión de otros; las diferentes concepciones acerca de la noción de “raza” y los nacionalismos; los conflictos provenientes de la disminución de las contribuciones de los países ricos; las controversias acerca del carácter nacional o internacional de los funcionarios de la Organización; el impacto del tercermundismo; las tensiones en torno de la definición de la “convivencia pacífica”; el proyecto para la “apreciación mutua de los valores culturales del Oriente y el Occidente”; los debates para establecer los idiomas de traducción de las publicaciones internacionales y los proyectos de “normalización internacional” de las estadísticas educativas (8C/1954; 9C/1956; 10C/1958). A partir de 1960, la entrada masiva a la UNESCO de los estados africanos recientemente independientes produjo un viraje ideológico en el sentido de convertir decididamente a la Organización en un instrumento de decolonización cultural (Maurel, 2007: 299).

Las tensiones del sistema internacional no sólo ocurrían, entonces, entre los grandes “imperialismos de lo universal”, como eran en aquel entonces Francia, Estados Unidos, la Unión Soviética, o el Vaticano, sino también entre espacios periféricos que disputaban el liderazgo de estas organizaciones. Los gobiernos latinoamericanos participaron de manera activa y directa en el diseño de los programas de asistencia de la UNESCO y en la creación de los primeros centros regionales. Durante la década de 1950, algunos intelectuales latinoamericanos de renombre tuvieron una considerable influencia y ocuparon puestos directivos claves. Esto obedecía a su peso en la composición inicial de la Organización: para 1949, de 47 Estados miembros, 14 eran países latinoamericanos.[1]

En 1949, durante la gestión del célebre poeta mexicano Jaime Torres Bodet, se creó el Departamento de Ciencias Sociales, bajo la dirección del antropólogo brasileño Artur Ramos, médico psiquiatra, fundador de la Sociedade de Antropologia e Etnologia de Río de Janeiro (Tavares de Almeida, 2001: 246). Este Departamento tendría una particular vitalidad e importancia en el seno de la Organización, pues tuvo asignada la problemática del estudio del concepto de raza y la lucha contra el racismo. Ramos fue elegido para trabajar en la UNESCO no sólo por su carrera académica prestigiosa y por su compromiso contra el nazismo desde los años treinta, sino por la relevancia que la delegación brasileña tenía en esta época. Ante su súbita muerte, ocurrida a pocos meses de su designación, en octubre de 1949, fue convocada para reemplazarlo la socióloga y diplomática sueca Alva Reimer Myrdal, que dirigía el Departamento de Asuntos Sociales en la sede de la ONU en Nueva York.

Los Myrdal eran intelectuales emigrados en Nueva York. Se habían alineado bajo la esperanzadora bandera de las Naciones Unidas para combatir el racismo y eran críticos de la hegemonía norteamericana. Ya en 1944, Grunnar Myrdal había publicado un estudio donde denunciaba un círculo vicioso entre el prejuicio blanco y la baja calidad de vida para los afroamericanos. La UNESCO comenzó a aglutinar a este tipo de especialistas que se alejaban de los círculos oficiales de Estados Unidos en busca de un medio cultural oxigenado, plural y en movimiento. Sin embargo, según Prins y Krebs, la guerra fría fue creando un ambiente hostil para estos intelectuales emigrados. A medida que avanzaba la década de 1950, las desigualdades raciales existentes en Estados Unidos y el mantenimiento de los imperios coloniales en Asia y África, empezaron a producir disidencias radicales entre los que habían luchado contra los estragos de la Alemania nazi y pretendían profundizar las campañas contra el racismo en todas sus manifestaciones. Algunos recuerdan que eran acusados, por unos, de “imperialistas americanos” y por otros, de “simpatizantes comunistas” (Prins y Krebs, 2007: 122).

Efectivamente, uno de los asuntos que mayores tensiones generó en este período fue la cuestión del racismo y el concepto de “raza”. Durante toda la década de 1950 funcionaron comités de expertos que se propusieron, por un parte, consensuar una definición “antirracista” de la “raza”, y por la otra, emitir una declaración que sancionase las formas de dominación racial existentes. Estas declaraciones fueron la base de una campaña sistemática que desarrolló la UNESCO, principalmente contra el régimen de apartheid de Sudáfrica, pero que también tomaba como blanco la situación racial que se vivía en Estados Unidos y que había recrudecido en la inmediata posguerra. Brasil –venía desarrollando ampliamente la diplomacia cultural (Dumont y Flechet, 2009) y disponía de un gran reconocimiento antropológico, por lo cual jugó un papel protagónico en esta campaña–. A poco de andar, fue postulado por varios intelectuales como un “contraejemplo” de aquellas tensiones interraciales. Entre los ocho científicos antirracistas que participaron de la primera reunión realizada en Paris, en diciembre de 1949, había cuatro antropólogos (E. Beaghole, J. Comas, C. Lévi-Strauss, A. Montagu), un filósofo indio (H. Kabir) y tres sociólogos (L. Costa Pinto, F. Frazier y M. Ginsberg). Sólo cuatro expertos provenían de países centrales, y entre ellos, dos representantes de Estados Unidos: un antropólogo judío (Montagu) y un sociólogo negro (Frazier). Contando al coordinador Artur Ramos, cuatro de estos expertos eran brasileños o habían realizado trabajo de campo en Brasil (Maio, 2007). En 1950 se creó la División de Estudio de los Problemas Raciales, que asumió las discusiones del grupo convocado inicialmente por Ramos. Esta División, bajo la dirección de Alfred Métraux, se constituyó con Ruy Coelho, discípulo de Roger Bastide en la Universidad de São Paulo, y Melville Herskovits. Rápidamente se transformó en un “grupo de presión pro Brasil en el seno del Departamento de Ciencias Sociales” (Maio, 2007: 193). La “Declaración de Montagu” recibió muchas críticas por parte de genetistas y biologistas, razón por la cual, el entonces director de la División de Estudio de los problemas raciales, Alfred Métraux convocó un nuevo comité de expertos, que se reunió en París, en junio de 1951. A diferencia del primero, éste se compuso principalmente con antropólogos físicos y genetistas. En realidad, ambos comités compartían el espíritu militante del antirracismo, pero discutían en torno del abandono de la noción de “raza” y su reemplazo por la idea de “grupo étnico”. Más allá de las discusiones entre los especialistas, durante toda la década de 1950, la UNESCO encabezó una tenaz campaña publicitaria antirracista y promocionó acciones legislativas contra la discriminación racial, provocando el retiro de Sudáfrica de la UNESCO, en 1955 (Gastaut, 2007).

El Departamento de Ciencias Sociales procuró mejorar la enseñanza de estas disciplinas, realizando esfuerzos para elevar su status en las universidades, formando a los profesores y revisando los métodos pedagógicos. Esta era la finalidad de las misiones de expertos y las mesas redondas promovidas durante toda la década de 1950. Dado que esos programas se organizaban según las regiones establecidas por la UNESCO, estas actividades favorecieron encuentros entre cientistas sociales latinoamericanos que antes no habrían podido hacerlo por falta de recursos y en este sentido colaboraron directamente en la consolidación de este circuito periférico (ver Informe SS-11, 1954; Informe SS-28, 1960). Durante la década de 1960, se creó una división dedicada a la articulación de las iniciativas regionales: la División de Desarrollo Internacional de las Ciencias Sociales (ver Organigrama. Para facilitar los intercambios entre las principales sedes de la investigación científica y las regiones que se hallaban alejadas de las mismas, se crearon entre 1947 y 1949 varios centros de cooperación científica en el Oriente Medio (El Cairo), en Asia Meridional (Nueva Delhi), en Asia del sudeste (Djakarta) y en America del sur (Montevideo). El Centro Regional para el avance de la Ciencia en América Latina (1949), desde Montevideo, inició una intensa labor propagandística y de apoyo a las comunidades científicas latinoamericanas. Consagrados en su origen únicamente a las ciencias exactas y naturales, su acción se fue extendido progresivamente a las ciencias sociales (The UNESCO Courrier, 1956: 32-33). Sin embargo, estas inciativas fueron luego superadas por centros regionales especializados, que comenzaron a proliferar, no sólo con ayuda de UNESCO sino patrocinados por otros organismos.

En 1952 se creó, bajo los auspicios de la UNESCO, el Consejo Internacional de Ciencias Sociales, como un organismo autónomo no gubernamental. Sus miembros eran dieciocho especialistas de reconocido prestigio, elegidos teniendo en cuenta la distribución geográfica y las diferentes disciplinas que se ocupan de los problemas sociales. La misión esencial del Consejo era sugerir los planes de estudio para el desarrollo de la investigación en el campo internacional y para mejorar los métodos y las técnicas utilizadas por las ciencias sociales. En esta dirección, se procuró uniformar la clasificación de las nuevas áreas del conocimiento, tanto a nivel curricular, como en las investigaciones estadísticas, en los diagnósticos estructurales, y en los informes mundiales de educación. Para fines de la década de 1970, se estandarizaron nueve áreas de conocimiento: agricultura; bellas artes; ciencias naturales, ciencias sociales (incluyendo economía), derecho, humanidades, educación, ingeniería y medicina (UNESCO-PNUD, 1981).[2]

En esta misma época se fundaron los consejos científicos nacionales en América Latina: en 1950 el Instituto Nacional de Investigación Científica (INIC) en México, en 1951 el Consejo Nacional de Investigaciones (CNPq) en Brasil, en 1958, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET) en Argentina. En 1963, se creó la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe (OREALC) con sede en Santiago de Chile, con el propósito de apoyar a los estados miembros de la región en la definición de estrategias para el desarrollo de sus políticas educativas. Este proceso de regionalización promovido desde la UNESCO favoreció la aparición de centros académicos periféricos en algunas ciudades latinoamericanas como Buenos Aires, México, São Paulo, Santiago de Chile, como veremos enseguida.

Autonomía y dependencia académica

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