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20 / 100 MI TíO PEPE Y SUS DIEZ HIJOS

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Una de las personas que fue decisiva en mi afición colchonera fue mi tío Pepe, José Roncero.

Suelo decir que para un niño es fundamental, en su ser futbolístico, cuando se decide por un equipo u otro, la primera vez que pisa un estadio. Esa primera visión del césped, de los colores, del ruido, de los olores, incluso, en aquella época de los puros y del coñac que se vendía en las gradas, no se vuelve a tener en la vida y te marca para siempre. Puedes volver mil veces al mismo lugar, pero ya nada será igual. Parecido, sí. Sin embargo, ya nunca será lo mismo. Como en tantas facetas de la vida. El primer beso, el primer partido: ¡aquella primera vez!

Del párrafo anterior se deduce que a mi primer encuentro en el Calderón fui con mi tío Pepe, una de las personas de las más peculiares que he conocido, y mira que las he conocido con carácter, raras, especiales y bizarras. A cientos. No recuerdo la fecha, pero sí el encuentro. Fue contra el Málaga, hacía frío, sería a mediados de los setenta y ganamos 1-0. Me asombró el juego en sí mismo, pero, por encima de este, la gente y el ambiente. Tengo grabado el momento en el que, poco a poco, fui divisando el césped saliendo hacia la grada y a medida que subía las escaleras hacia nuestras localidades. Durante años, en el Calderón, procuré que mi asiento estuviera lo más cerca posible de aquella primera localidad que había ocupado de niño.

José Roncero era tan peculiar que solía ir a los partidos de casa acompañado de un sacerdote y un abogado, ambos amigos suyos. No sé si la profesión de sus vecinos de localidad tendría algo que ver con el trago que habitualmente se pasaba en aquella tribuna entonces de bancos corridos de madera en una de las zonas «nobles» del coliseo del Manzanares. El caso es que mi tío se «hacía escoltar» por un cura navarro y un letrado melillense. El padre Guaras o Eguaras, nunca me enteré bien del apellido, y don Ramón, respectivamente.

Iba pues al fútbol bien preparado para todo, lo terrenal y lo celestial, que pudiera acontecer allí, por si acaso debía echar mano de uno o de otro. Más que a un estadio parecía que fuera al patíbulo. Además solían acompañarle dos de sus diez hijos, ya que disponía de otros dos abonos. Aquella tarde yo ocupé el asiento destinado habitualmente a uno de sus vástagos junto al sexto de la lista en orden de nacimiento, mi primo Aníbal. Nunca le agradecí lo suficiente a Pepe que aquel domingo me llevara al Calderón, pues, si ya era rojiblanco por mi familia materna, que es la suya, hubo un antes y un después de aquel domingo sin fecha.

Pepe y mi madre, Conchi, se habían criado en el barrio de Cuatro Caminos, muy cerca de donde estaba el antiguo estadio Metropolitano, en plena Ciudad Universitaria de Madrid, donde ahora se hallan varios colegios mayores. Su vocación atlética había sido, por lo tanto, ineludible. De hecho, mi abuelo Luis era amigo de los Otamendi, la familia que construyó aquel moderno recinto deportivo antes de la Guerra Civil y que se denominó como tantas otras cosas Metropolitano, pues en el barrio estaban las cocheras del Metropolitano o del Metro.

Mi tío Pepe fue un apasionado seguidor rojiblanco. Casi todo en su vida, como buen colchonero, era apasionado y exagerado; ya he dicho que tuvo diez hijos (todos atléticos). Tanto que es la única persona que conozco que viajó a Bruselas a presenciar la final de la Copa de Europa de 1974. Sí, la que perdimos en aquellos dos partidos contra el Bayern de Múnich, la del gol de falta de Luis Aragonés. Evidentemente, entonces no había las facilidades que hay ahora para viajar y menos para ver un partido de fútbol fuera de nuestras fronteras, la mentalidad era otra. Supongo que a Bélgica se desplazó sin el cura y el abogado, y así pasó lo que pasó: que nos volvimos sin la Copa. Pero ¿a quién le importa? Miles de atléticos se dejaron sus ahorros y su tiempo para ir al estadio Heysel y dieron un ejemplo de lo que es la lealtad a unos colores. Encima muchos se quedaron a ver el segundo encuentro, pues la final en caso de empate no se dilucidaba en una tanda de penaltis, sino que había otro partido.

Aquellos, muchos de ellos emigrantes en Bélgica y Alemania, sí que hicieron único al Atleti.

Con el tiempo, me enteré por medio de otro de mis primos, Jose, que el encofrado de la planta de arriba de su casa lo habían hecho en su día utilizando parte de las vallas de publicidad, supongo que serían de metal, del viejo Metropolitano. Muy poca gente, por no decir nadie, puede decir que ha vivido debajo de los restos del estadio del Atleti. Genio y figura. Sobran ya más palabras.

100 personas que han hecho único al Atleti

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