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Boito y Verdi

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Entre los estrenos de la primera ópera de Giuseppe Verdi (Oberto, Conde de San Bonifacio, 1839) y la última (Falstaff, 1893) transcurrieron 54 años. Tras el gran éxito de la tercera (Nabucco, 1842), Verdi compuso a un ritmo frenético diecinueve óperas durante dieciséis años, doce de ellos conocidos como «de galera». Tan solo en el quinquenio 1843-48 estrenó diez títulos. En cambio, en los últimos treinta y cuatro años de su carrera sólo produjo seis obras, las tres últimas (Aida, Otelo y Falstaff) en 22 años. Los motivos de esta progresiva deceleración no tuvieron que ver con un agotamiento de su inspiración lírica sino con el desahogo económico que le proporcionaron las en aquella época modernas leyes que regularon la propiedad intelectual y los derechos de autor. Como a Rossini tras el estreno de Guillermo Tell, después del de Aida (1871) al rico hacendado Verdi se le quitaron las ganas de componer más óperas. O, seguramente, la necesidad de hacerlo. El regalo de sus dos últimas obras maestras se lo debemos a dos ilustres personajes: el editor Giulio Riccordi y el compositor y poeta Arrigo Boito.


Arrigo Boito (1842-1918) y Giuseppe Verdi (1813-1901)

Boito nació el mismo año que Nabucco (1842) y por tanto perteneció a la siguiente generación de Verdi. Estudió en el conservatorio de Milán, descubrió el nuevo mundo operístico wagneriano al otro lado de los Alpes y cuando regresó al feudo de Verdi se adhirió al movimiento conocido como Scapigliatura (literalmente, «desmelenamiento»), un grupo de jóvenes que hoy denominaríamos progres. Intelectuales refinados, inconformistas e iconoclastas de la cultura imperante en Italia, los de la Scapigliatura arremetieron con osadía contra lo más sagrado, y en ópera no había nadie más consagrado que el autor de la exitosa trilogía romántica integrada por Rigoletto, El trovador y La traviata. En un exceso poético, propio del joven exaltado que era entonces, Boito proclamó en 1863 que el altar del arte lírico italiano que representaba Verdi —sin nombrarlo directamente— se encontraba «ensuciado como la pared de un burdel».

De cómo se vivía la ópera en el Milán de aquella época da buena cuenta el escándalo que produjo el estreno de Mefistófeles en la Scala en 1868. Acusada de «wagneriana», la única ópera de Boito tuvo que ser retirada por orden gubernativa tras las graves alteraciones de orden público que se produjeron en el estreno. Nadie podía imaginar entonces que Boito acabaría no solo rindiéndose de manera incondicional al arte del Maestro sino impulsando sus dos últimas óperas, para las que realizó un excelente trabajo de adaptación de sendas obras de Shakespeare. Las cerca de 400 cartas cruzadas entre Verdi y Boito que se conservan permiten conocer a fondo una de las relaciones más interesantes que han existido entre un compositor y su libretista. Más que amigos, el venerable anciano y el antiguo desmelenado que un día lo insultó acabaron siendo como un padre y un hijo.

Antes que Boito colaboraron con Verdi varios libretistas, entre los que destacan Franceso Maria Piave (Rigoletto, La Traviata, Ernani, La fuerza del destino, Simón Bocanegra), Salvatore Cammarano (El Trovador, Luisa Miller) y Temistocle Solera (Atila, Nabucco). Al tratarse de un músico con instinto teatral innato, casi todos los libretos de las óperas del maestro de Busseto proceden del teatro, con la excepción de Aida y La traviata.

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