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EL LIBRETO CENSURADO
ОглавлениеLa censura intolerante de obras artísticas y literarias es tan antigua como la civilización occidental: ya el emperador Calígula prohibió nada menos que La Odisea de Homero por sus peligrosas ideas griegas sobre la libertad. Autores de la talla de Gustave Flaubert (Madame Bovary), James Joyce (Ulises), Charles Baudelaire (Las flores del mal), John Steinbeck (Las uvas de la ira), Henry Miller (Trópico de Cáncer), Oscar Wilde (Salome), Salman Rushdie (Los versos satánicos), George Orwell (Rebelión en la granja), Vladimir Nabokov (Lolita) y Camilo José Cela (La colmena) forman parte de una lista interminable de grandes escritores cuya obra ha sido objeto de prohibición por intolerancia política, social, sexual o religiosa.
Como espectáculo público basado en una obra literaria, la ópera no se ha librado del trabajo de los censores que, al servicio de sus amos, han intentado torcer la voluntad creativa de los compositores y sus libretistas en todas las épocas. Hoy puede sorprender que obras maestras como las mozartianas Cosí fan tutte o Las bodas de Fígaro tuviesen que vérselas con la censura imperial austríaca, pero ambas se consideraron subversivas por atentar contra los cimientos de un viejo orden social, basado en el poder absoluto del trono y el altar, que ya tocaba a su fin. Tres años después del estreno vienés de Le nozze di Figaro, estalló en París la revolución de las clases populares y la burguesía contra la aristocracia que el censor supo vislumbrar en el texto de da Ponte.
En la época belcantista, Maria Stuarda de Donizetti sufrió los rigores de la censura del reino de Nápoles, gobernado por la ultraconservadora dinastía de los Borbón-Dos Sicilias: una reina no podía ser ejecutada en un escenario, y menos aún si era católica y por orden de otra reina protestante. Veinticinco años después, quien tuvo que soportar la intransigencia de los censores napolitanos fue Giuseppe Verdi, ante el estreno de Un ballo in maschera. A Verdi le iban los argumentos derivados de obras teatrales marcadas por el escándalo, como Rigoletto (basado en El rey se divierte, de Victor Hugo, «inmoral y obsceno») o La forza del destino (del drama del Duque de Rivas Don Álvaro o la fuerza del sino). Pero ninguna ópera suya sufrió más rigor censor que el remake verdiano de Gustavo III o El baile de máscaras, ópera con música de Auber y libreto de Scribe, centrada en el asesinato histórico de este monarca durante un baile de máscaras celebrado en la Ópera de Estocolmo en 1792. Al igual que en Rigoletto, donde el rey de Francia hubo de convertirse en Duque de Mantua para poder estrenarse, el rey de Suecia se tornó nada menos que en gobernador de Boston, pero esto no fue suficiente. La censura napolitana exigió que se suprimiesen el baile de máscaras y el sorteo del verdugo (que no podía pegarle un tiro a Riccardo, sino apuñalarlo) y que Amelia apareciese como hermana de Renato, en lugar de su esposa, lo que convertía un adulterio en un incesto, chapuza que repetiría un siglo después la torpe censura franquista con el filme Mogambo.
En las décadas sucesivas, la intolerancia por atentar contra la realeza o la moralidad dio paso a la política y religiosa de regímenes totalitarios de todo signo, desde el nazi (las óperas de la «música degenerada» se abordan en otro capítulo) hasta el soviético (Stalin condenó personalmente Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakovich), pasando por el integrismo islámico. En 2006 la Deutsche Oper de Berlín se autocensuró suspendiendo la representación de una versión del Idomeneo de Mozart, dirigida escénicamente por el provocador Hans Neuenfels, por temor a un posible atentado islamista al mostrarse la cabeza cortada de Mahoma, junto a las de Jesucristo, Buda y Poseidón.
En 1967 el dictador argentino Juan Carlos Onganía ordenó retirar del teatro Colón de Buenos Aires la ópera Bomarzo, con música de Alberto Ginastera y libreto de Manuel Mujica Láinez, por indecente. Y en fecha tan reciente como 2009, el Palau de la Música de València censuró toda referencia a los almogávares catalanes en la reposición de la ópera Roger de Flor, de Ruperto Chapí. La censura nunca muere.