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III. LA MUERTE EN LA ÓPERA

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La muerte es el destino de todos los seres vivos, incluidos los humanos. Nos acompaña a lo largo de toda la vida cuando, de forma prematura o tras una colmada existencia, se van agotando los plazos vitales de nuestros familiares, amigos, conocidos y convecinos. Más que un misterio, la muerte es el punto final del misterio de la vida y a la vez principio de las creencias religiosas en otra, eterna y dichosa, invención humana que pretende la trascendencia del espíritu tras el «escándalo de la muerte». La muerte nos preocupa, nos fascina y nos atemoriza e incluso aterroriza, aunque sea la única experiencia humana que nunca viviremos. Dicho con mejores palabras:

Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte. (Blas Pascal)

La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos. (Antonio Machado)

El acontecimiento de la muerte está presente en las representaciones artísticas de todas las civilizaciones de la historia de la Humanidad. En la occidental, ocupa el centro de interés de infinidad de relatos, poemas, cuadros, obras teatrales, esculturas, filmes y, naturalmente, óperas. Según las estadísticas de Operabase3, en 71 de los 100 títulos más representados en todo el mundo durante la temporada 2018-2019 muere algún personaje, casi siempre de forma violenta. El desenlace funesto es una constante en la historia de los espectáculos escénicos de todos los tiempos, a menudo basados en la misma historia, como la de Agamenón, sobre la que Esquilo basó su Orestíada en el siglo V a. C. y que inspiró La muerte de Agamenón, una ópera del barítono y compositor mexicano Roberto Bañuelas estrenada en 2007.

Como regla definitoria, en la ópera cómica y en la comedia o dramma giocoso per musica nunca muere nadie y menos de forma trágica (en esa joya tardía de la ópera bufa que es el pucciniano Gianni Schicchi, el cadáver que aparece en escena ya ha fallecido de muerte natural antes de iniciarse la acción). La mayoría de las 29 óperas sin muerte de los top 100 mencionados son de Mozart y de autores barrocos como Haendel o belcantistas como Rossini y Donizetti.

En la ópera no bufa (que no es lo mismo que seria4), en cambio, abundan los acontecimientos funestos que ocasionan la muerte trágica de algún personaje. Cuando quien perece es uno de los protagonistas, el telón no tardará en caer porque la muerte es un punto y final inapelable de la historia. Después del Liebestod de Isolda, la precipitación de Tosca al vacío o la autolisis por apuñalamiento de Otelo, nada más puede suceder sobre el escenario. La muerte es la conclusión inevitable de numerosas situaciones en las que las pulsiones, pasiones y tensiones desplegadas por los libretistas colocan a los personajes tan al límite que no existe otra salida posible que el fin de su existencia, el Tánatos. La muerte, además, es un juez implacable que imparte una justicia, no siempre acertada, pero sin apelación posible.

Existe una última y poderosa razón para matar a los protagonistas de un drama musical: nada nos conmueve más que ser espectadores de la muerte. Desde luego, nuestra emoción será máxima, de una intensidad casi insoportable, cuando asistimos personalmente a la pérdida definitiva de alguno de nuestros seres más queridos. Pero también puede emocionarnos la muerte de personas menos allegadas si nos toca vivirla de cerca. Lo asombroso es que podamos llorar de conmiseración asistiendo a la muerte «en directo» de un personaje de ficción sobre el escenario, más aún si la escena viene acompañada de una música tan cargada de emotividad que por sí sola sea capaz de expresar e infundir una gran emoción en el espectador. Esta es la razón por la que una buena representación de la escena final de La bohème puede acongojar hasta el llanto al espectador, una y todas las veces que la vea y escuche. Un argumento irrefutable contra la acusación a la ópera de espectáculo inverosímil y artificioso.

Ahora bien, supongamos que Mimí supera la crisis y, en lugar de fallecer, se recupera, y la ópera acaba con boda celebrada con los amigos bohemios en el café Momus. O, sin salir de Puccini, que Pinkerton, divorciado de Kate, regresa a tiempo para llevarse a Butterfly y al hijo de ambos cuando se entera de su existencia; o que la orden de Scarpia de simular el fusilamiento de Cavaradossi era auténtica y la pareja escapa por Civitavechia a una nueva vida. ¿Verdad que, desde el punto de vista dramático, no sería lo mismo? Dotar de la máxima intensidad teatral a estas tres óperas —y a tantas otras— exige que Mimí, Butterfly y Tosca mueran. La muerte, en la ópera, proporciona el sumun de dramatismo al que una obra escénica puede aspirar. Y no perdamos de vista que la ópera también es teatro.


La muerte de Mimí (Ailyn Perez) pone un trágico punto final a La Bohème de Giacomo Puccini.

Otra historia de la ópera

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