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Capítulo Siete

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El viaje a Francia pasó volando. El jet se detuvo en la terminal del aeropuerto Charles de Gaulle de París, la primera parada de la gira europea de Malcolm. Se había hecho de noche con el cambio de hora. Celia deslizó los dedos por el cristal de la ventanilla. Había legiones de fans esperándoles. Tenían pancartas en las manos con todo tipo de mensajes.

Yo corazón Malcolm.

Cásate conmigo.

Je t’aime.

La policía y los agentes de seguridad del aeropuerto formaban una pared humana entre las fans y la alfombra que llegaba hasta la escalera del avión. Las chicas gritaban sin parar, le tiraban flores…

El zumbido del avión cesó del todo y todo el mundo se desabrochó el cinturón de seguridad. La azafata abrió la puerta. El ruido alcanzó un nivel de decibelios inaguantable.

Riendo sin parar, Troy agarró un sombrero de fieltro y se lo puso.

–Chico, creo que hay una mujer ahí fuera que quiere que le escribas un autógrafo en los pechos.

Malcolm hizo una mueca. Se puso una chaqueta azul.

–Tendremos que decirle que olvidé el rotulador.

Hillary levantó su maletín de cuero.

–Estoy segura de que tengo alguno por aquí –dijo con una mirada pícara.

–No tiene gracia –dijo Malcolm.

Celia no podía estar más de acuerdo.

Troy le dio una palmadita en la espalda.

–¿Dónde está tu sentido del humor, hombre? Siempre eres rápido con el sarcasmo cuando son los demás los que se estresan.

–Estaré muy estresado cuando lleguemos al hotel, así que pongámonos en marcha –agarró el bolso de Celia para dárselo.

Troy casi se atragantó de tos.

–¿Qué pasa ahora, Donovan? –le preguntó Malcolm.

–Nunca pensé que vería el día en que le llevarías el bolso a una mujer.

Celia se lo arrebató de las manos.

–No es un bolso. Es una bolsa para meter el ordenador y el monedero. Y es mi favorita, de hecho… –se detuvo–. No te estoy ayudando mucho, ¿no, Malcolm?

–No te preocupes –le aseguró él, poniéndole la mano en la espalda–. Me siento lo bastante seguro de mi masculinidad como para atravesar esa multitud con el bolso de flores en la mano.

–Una foto, por favor –le preguntó Troy–. Te pagaré bien.

Celia les observó con atención. Bromeaban y reían sin parar de camino a la puerta. De repente se dio cuenta de que nunca le había visto con amigos, ni siquiera dieciocho años antes. Por aquel entonces no tenía tiempo para salir y divertirse. Entre el colegio, el trabajo y las clases de música, no había tenido más remedio que sacrificar la vida social de adolescente para recompensar a su madre todo lo que había hecho por él. Se detuvieron junto a la escotilla abierta. Un frenesí de gritos y alaridos sacudió a la multitud que esperaba fuera. Todo eso era para él, y sin embargo no tenía problema en llevar un bolso femenino. Malcolm saludó a las chicas, generando una nueva ola de ovaciones.

La agarró de la espalda y le rodeó la cintura con el brazo.

–¿Malcolm? –Celia se detuvo ante la escotilla y le miró con ojos de confusión–. ¿Qué estás haciendo?

–Esto –le dijo y entonces le dio un beso arrebatador.

Antes de saber muy bien lo que hacía, Celia le puso una mano sobre el pecho. Le agarró de la chaqueta.

La multitud gritó.

Malcolm le acarició el rostro, el cabello. Por suerte seguía sujetándola de la cintura. Las rodillas empezaban a fallarle. La sangre se agolpaba en sus oídos, retumbando sin parar.

–¿A qué ha venido eso? –le preguntó, tratando de no mirar a sus amigos.

Troy y su esposa estaban justo detrás, riéndose.

Malcolm puso su mano sobre la de ella. Sus ojos azules la atravesaban.

–Solo me estaba asegurando de que el mundo sepa que eres mía. Cualquiera que quiera hacerte daño tendrá que vérselas conmigo.

Comenzó a bajar los peldaños de la escalera, llevándola consigo. Celia se aferraba a él. Las piernas todavía le temblaban un poco después de ese beso que le había dado delante de la gente y las cámaras.

Una limusina blanca les esperaba a unos metros de distancia.

–Pensaba que íbamos a ser amigos que viajan juntos, compañeros de viaje. ¿Por qué te preocupaste tanto porque la prensa pudiera vernos en un hotel?

–No quería reconocerte hasta que estuvieras segura.

–¿No fuiste tú el que se burló del amor adolescente cuando íbamos en la limusina?

Los ojos azul cerúleo de Malcolm la recorrieron de arriba abajo.

–Cariño, esto no tiene nada que ver con el amor adolescente, pero sí tiene mucho que ver con la pasión adulta. Con las cámaras delante las veinticuatro horas, sería imposible mantener una mentira. Esos fotógrafos se quedaran con el hecho de que te deseo tanto que me duelen los dientes.

Celia sintió que se le atragantaba el aliento.

–No sé qué decir.

Malcolm se detuvo junto a la limusina. Saludó a la gente de nuevo y entonces volvió a mirarla con ojos de adoración. Todo era una farsa.

La ayudó a entrar en el vehículo y subió tras ella.

–Celia… –se apresuró a decir antes de que subieran Troy y Hillary–. Antes que mentir al respecto y levantar las sospechas de la prensa, es mejor ser sinceros sobre la atracción que sentimos. Tengo que decirte que… te besaré y te tocaré en público muy a menudo a partir de ahora.

Celia sintió un hormigueo que le recorría el vientre.

–Pero ya te lo he dicho. No podemos hacer esto. No podemos volver atrás. No voy a meterme en tu cama de nuevo.

–No importa –Malcolm le dio un beso en la punta de la nariz–. Tus ojos hablan por sí solos –le dijo en un susurro–. Las cámaras captarán la verdad.

Celia apenas podía tomar el aliento. La piel le ardía allí donde él la había tocado, donde la había besado.

–Dímelo, Malcolm. ¿Qué verdad es esa?

–Cariño, me deseas tanto como te deseo yo a ti –extendió un brazo por encima del respaldo del asiento y guardó silencio.

Troy y Hillary acababan de subir al coche.

Hillary sonrió de oreja a oreja.

–Bienvenidos a París, la ciudad del amor.

Malcolm estaba solo en el balcón del hotel. La Torre Eiffel estaba justo delante. Celia y los Donovan ya se habían ido a dormir a sus respectivas habitaciones. Pero Malcolm no era capaz de encontrar el sueño. Solía soñar con llevar a Celia a París. Imaginaba que la llevaba a un concierto y le proponía matrimonio en un sitio con unas vistas como esas.

De repente sintió el peso de unos ojos en la espalda. Se dio la vuelta bruscamente.

El coronel John Salvatore estaba en la puerta, con su traje gris de siempre y su corbata roja. El coronel trabajaba en la sede de la Interpol, en Lyon.

–Buenas noches, señor. Podría haber llamado, ¿sabe? ¿Alguna novedad?

–Nada –el antiguo director del colegio se paró a su lado–. He venido a tu concierto. Quería saludarte, Mozart.

Solían llamarle así en el colegio por todas las horas que pasaba tocando música clásica.

–Le agradezco el refuerzo en la seguridad, Salvatore. Lo digo de verdad. Descansaré mucho más sabiendo que Celia está segura hasta que las autoridades arreglen el problema en casa.

El coronel se aflojó la corbata, se la quitó y se la guardó en el bolsillo.

–¿Seguro que sabes lo que haces?

Malcolm sacudió la cabeza. Sus ojos seguían fijos en la Torre Eiffel.

–No. Pero no puedo echarme atrás ahora.

–¿Tienes algún tipo de venganza personal en contra de ella?

–¿Qué? Pensaba que me conocía bien.

–Sé lo mal que estabas cuando apareciste en el colegio.

–Todos estábamos mal.

–Intentaste huir tres veces.

–No quería que me encerraran.

–Al intentar huir te arriesgaste a terminar en la cárcel –Salvatore apoyó los codos en la barandilla.

El suelo estaba siete pisos por debajo. El tráfico, escaso a esa hora, pasaba a toda velocidad. Muchachos que andaban de fiesta por las calles de París entraban por la puerta del hotel en ese momento.

–Pero usted nunca informó de mis intentos de huida.

–Porque sabía que eras uno de los pocos chicos que llegaban a esa escuela siendo inocentes.

Malcolm se puso erguido. Aquello era toda una sorpresa. Él nunca se había declarado inocente de nada y todo el mundo había dado por supuesta su culpabilidad, todos excepto Celia, pero incluso ella le había dado la espalda en el último momento. No la culpaba por ello, no obstante.

–¿Cómo puede estar tan seguro?

–He visto entrar por la puerta del colegio a muchos drogadictos y traficantes. Tú no tenías problemas de droga –dijo con contundencia–. Además, si hubieras tenido un problema de drogas, esta vida te hubiera matado hace mucho.

Una risotada ebria les llegó desde la calle en ese momento.

–Entonces cree en mí por las pruebas que tiene.

–Los hechos no hicieron nada más que reforzar la corazonada que tenía. También sé que un hombre haría cualquier cosa por un hijo. Imagino que aceptaste ese trabajo en el bar con la esperanza de ganar suficiente dinero para mantener a Celia y a la niña. No querías que la diera en adopción, e imagino que querías quedarte con el bebé porque tu padre te había abandonado.

–Maldita sea, coronel –Malcolm retrocedió y buscó una escapatoria que le permitiera huir de la verdad–. Pensaba que se había doctorado en historia, no en psicología.

–No hace falta ser psicólogo para saber que proteges a tu madre todo lo que puedes. Entiendo que tienes motivos para guardarle resentimiento a tu padre biológico. ¿No? ¿Tienes algún tipo de venganza que llevar a cabo entonces? ¿Buscas la revancha teniendo cerca a Celia?

–No. Dios, no. Celia y yo somos adultos ahora. Y en cuanto a nuestro bebé, ya casi es una mujer hecha y derecha, así que no hay vuelta atrás. La sola idea de una venganza es absurda.

–Nada lo es. Recuérdalo.

–¿Por qué no hablamos de su hijo entonces? ¿No tiene que asistir a un partido o algo así?

–Muy bien –Salvatore levantó las manos–. Te lo voy a decir muy clarito. Está bien que quieras proteger a Celia. Pero tienes que aceptar que tus sentimientos por ella no son absurdos. Eso es lo único que puedes hacer si quieres seguir adelante con tu vida –dijo Salvatore.

Un segundo después ya no estaba allí. Había desaparecido tan silenciosamente como había llegado. Malcolm se quedó solo en el balcón. Tenía que entrar y dormir, cargar las pilas para la actuación, cuidarse la voz, protegerse del frío. Sin embargo, no era capaz de dejar de mirar la Torre Eiffel. Teniendo en cuenta lo que Salvatore le había dicho, no tenía muchas posibilidades de dejar atrás el pasado. Por mucho que intentara seguir, seguía sintiendo mucha culpa por todo lo que había pasado. Y aún tenía sentimientos por Celia, sentimientos que no iban a desaparecer por mucho que los ignorara. ¿Por qué se negaba lo que más deseaba en ese momento? Nada le impedía intentar convencer a Celia para meterse en su cama de nuevo.

Y el concierto, que tendría lugar al día siguiente, era la ocasión perfecta para empezar.

Jugueteando con su collar de perlas de cultivo, Celia se quedó en el backstage con Hillary. Micrófono en mano, Malcolm recorría el escenario de un lado a otro, dándoles lo mejor de su voz a las hordas de féminas enloquecidas. Sus gritos rivalizaban con el sonido de la banda.

Por lo menos Hillary y Jayne Hughes, otra amiga en común, le hacían un poco de compañía. Jayne estaba casada con otro compañero de Malcolm del colegio. Todas habían ido a verle con sus maridos, pero también estaban allí para cuidarla.

Si bien Hillary resultaba de lo más cercana con sus vaqueros y la cara lavada, Jayne estaba tan increíblemente elegante con ese vestido que llevaba, que Celia tuvo que resistir el impulso de retocarse el maquillaje. Se alisó el vestido de seda que había escogido. Malcolm le había mandado un enorme perchero lleno de ropa para que tomara lo que quisiera.

Había pasado el día fuera, probando el sonido.

–Es un tanto abrumador –le dijo la rubia y refinada Jayne.

Hillary se puso de puntillas para ver mejor.

–Y es increíble.

–Abrumador.

De repente Celia se dio cuenta de que Jayne Hughes realmente se preocupaba por ella.

–Adelante. Ve y pregunta.

–¿El qué? –preguntó Jayne.

–Por qué estoy aquí. Por qué estoy con Malcolm –miró hacia el escenario.

Malcolm se estaba sentando frente a un piano. En el pasado solía sentarse a su lado y tocaba con él, o le acompañaba a la guitarra.

–O a lo mejor ya conoces la historia.

–Solo sé que Malcolm y tú crecisteis en la misma ciudad, y habéis venido aquí para huir de un acosador –Jayne se alisó su impecable cabello. Le llegaba hasta los hombros y llevaba un corte perfecto.

Era la esposa perfecta para el magnate de un casino.

Celia volvió a mirar hacia el escenario. La dulce voz de barítono de Malcolm la envolvía.

–Nos conocemos desde que éramos niños. Salíamos juntos cuando estábamos en el instituto.

Jayne echó la cabeza a un lado.

–Eres distinta a las otras mujeres con las que se le ha visto.

Celia se preguntó si se refería a las mujeres con las que realmente salía, o a las que aparecían en las fotos.

–¿De qué manera soy distinta?

–Eres lista.

–Seria –añadió Hillary.

–Y no te pegas a él como una lapa.

–Culta –dijo Hillary.

Según la descripción, era la persona más aburrida del mundo.

–Gracias por el… eh…

–Cumplido –dijo Hillary–. Desde luego. Malcolm no es tan superficial como quiere aparentar ser.

Jayne empezó a mover un pie al ritmo de la música. Era una de las canciones más animadas de Malcolm.

–Conocí a Malcolm hace siete años. En todo ese tiempo, nunca le he visto con amigos que no fueran sus colegas del colegio. Incluso su representante fue a la escuela militar con él.

Hillary levantó un dedo.

–Y está muy apegado a su madre. Claro.

Celia sonrió tensamente.

–Debes de haber sido muy importante para él –dijo Jayne. Los ojos se le habían iluminado.

–Tenemos una historia.

–Y somos unas curiosas –añadió Hillary–. No nos hagas caso, Celia. Vamos a disfrutar del concierto.

Celia se volvió hacia el escenario. Un solitario foco apuntaba hacia una silla vacía con una guitarra apoyada contra ella. Malcolm se sentó y apoyó la guitarra en la rodilla.

–Tengo una nueva canción que me gustaría compartir con todos vosotros esta noche. Es una canción muy sencilla, que viene directa del corazón.

Celia aguantó las ganas de poner los ojos en blanco, recordando cómo le había dicho que no creía en las canciones de amor de cantaba.

Pero con el primer roce de sus dedos contra las cuerdas, tuvo que contener la respiración. El estómago se le agarrotó.

Cada acorde rasgado y tocado confirmaba sus peores temores. Le tocaba el alma y la hacía estremecerse de pies a cabeza. Aquello era un golpe bajo, injusto, con el objetivo de hacerla derrumbarse. No sabía si llorar o gritar mientras él cantaba las primeras notas de aquella canción que había hecho para ella tantos años antes.

Cantó Playing for Keeps.

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