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Capítulo Cuatro

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Cada una de las palabras que salía de la boca de Malcolm reverberaba en su cuerpo. No era solo su voz, sino también su rostro hermoso, su cuerpo masculino y musculoso… Ya no era aquel jovencito que había conocido dieciocho años antes.

–Ya usaste esa frase hace dieciocho años. Pensaba que tu estrategia había mejorado un poco. ¿O es que ser una estrella del rock te ha hecho perezoso en lo que a la conquista amorosa se refiere?

Malcolm hecho la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.

–Si no recuerdo mal, mi estrategia funcionó muy bien por aquel entonces.

–Bueno, digamos que he subido el listón. Mis expectativas han cambiado.

–Quieres que me esfuerce un poco más.

–No es eso lo que quería decir.

–¿Qué querías decir entonces?

Las manos de Malcolm acariciaron las teclas del piano sin producir ni una nota musical.

Ella se estremeció. Recordaba muy bien todas esas notas que había tocado sobre su piel tantos años antes.

–Tenía dieciséis años –tocó una melodía rápida al otro lado del teclado–. ¿Crees que me hago la dura?… En absoluto.

–Mi pobre ego –Malcolm tocó una escala.

–Siento haberte hecho daño –dijo Celia, tocando las mismas notas.

¿Cuántas veces habían hecho eso?

–No. Lo digo en serio. Eres buena –dijo sin nada de sarcasmo–. Me gusta tener a alguien que es sincero a mi alrededor, alguien en quien puedo confiar.

–¿Se supone que tengo que llorar por una pobre estrella del rock?

–En absoluto –Malcolm volvió a sentarse en el banco del piano –la escala que estaba tocando se convirtió en una melodía.

Incapaz de resistirse más, Celia se sentó a su lado y siguió tocando sus notas en sincronía con las de él. Era tan fácil como respirar.

–Ya sabes… Una de las cosas que me hizo sentirme atraída por ti es que nunca te dejaste impresionar por el dinero de mi padre o por sus influencias.

–Respeto a tu padre, aunque me haya hecho alejarme de ti. Bueno, si yo tuviera una hija y… Ah, maldita sea. Muy bien. Déjame reformular esa afirmación.

–Sé lo que querías decir –Celia bajó las manos y las apoyó sobre su regazo.

La melodía cesó.

–Ningún padre estaría contento sabiendo que su hija de dieciséis años se acuesta con chicos, y que lo hace de forma temeraria.

El rostro de Malcolm se llenó de culpa de repente.

–Debería haberte protegido mejor –le dijo, tocándole la mejilla.

–Los dos deberíamos haber sido más responsables –Celia puso su mano sobre la de él sin pensar en lo que hacía.

Él aún tenía la mano sobre su mejilla. Los callos que tenía en las yemas de los dedos le recordaban todas las horas que había pasado tocando la guitarra. La música la atravesaba por dentro. El sonido de ambos ocupaba el mismo espacio.

Celia entreabrió los labios.

El timbre de la puerta sonó en ese momento y la hizo retroceder rápidamente. Otro timbre sonaba también.

Malcolm se puso en pie. Retiró la mano de su rostro y entonces volvió a acariciarla un instante.

–Es la comida. Y mi teléfono.

Se sacó el móvil del bolsillo.

–¿La cena? –le preguntó ella, sorprendida de poder hablar.

Recordaba haberle oído decir que había mandado a su chófer a por comida. Tenía a un equipo de personas a su disposición las veinticuatro horas del día. Sus vidas eran tan distintas…

–Mi chófer lo preparará todo mientras atiendo esta llamada –le dijo él por encima del hombro, yendo hacia la puerta–. Solo necesito una manta y una almohada para el sofá.

Antes de que Celia pudiera decirle nada, abrió la puerta, le hizo señas al chófer para que entrara y salió con el teléfono en la mano.

Era evidente que no quería dejarla oír la conversación. ¿Quién le llamaba? ¿Y qué tenía que decir?

¿Cómo había podido besarla?

Malcolm asió con fuerza el pasa–manos de madera del pequeño balcón de Celia. Los guardaespaldas estaban apostados en el patio y también junto al muro exterior de ladrillo.

El teléfono seguía sonando, y sabía que tenía que contestar, pero devolvería la llamada en cuanto se le calmara un poco el corazón.

Apretó el botón de llamada tras buscar el número y esperó a que el coronel John Salvatore contestara. Era el antiguo director de su colegio y su superior en la Interpol. El hombre había cambiado el uniforme por un armario lleno de trajes grises que llevaba con corbata roja.

–Salvatore al habla.

Su mentor contestó en un tono seco y cortante. Llevaba muchos años dando órdenes militares a diestro y siniestro.

–Le devuelvo la llamada, señor. ¿Se sabe algo del vehículo de Celia Patel?

–He mirado el informe del departamento. Han sacado huellas, pero como hay tantos alumnos en el colegio, hay docenas de impresiones distintas.

–¿Y las cámaras de seguridad?

–No hay nada concreto, pero sí que hemos acotado la hora en que dejaron la octavilla en el coche. No hemos podido ver quién lo hizo, no obstante. Los chicos estaban en el recreo y un grupo grande pasó por delante de la cámara. Cuando pasaron de largo, la octavilla ya estaba ahí.

Malcolm miró hacia la calle, más allá del muro de seguridad. Examinó el tráfico, escaso a esas horas, y buscó signos de alarma.

–Entonces quien la haya puesto en el coche parece estar al tanto de cuál es el sistema de seguridad del colegio.

–Al parecer, sí. Tengo a uno de mis agentes desocupados ahora mismo y se ha ofrecido a investigar el tema.

–Gracias, señor.

Salvatore supervisaba a un grupo de agentes de incógnito que trabajaban de forma autónoma para los servicios de inteligencia, compaginándolo con trabajos prominentes que les permitían moverse en los círculos más selectos e influyentes.

–Tengo un favor que pedirle.

–Dime.

–Necesito un coche que no se pueda rastrear y un documento de identidad. ¿Podrían traérmelos esta noche?

Si su corazonada era cierta, tendrían los medios necesarios para escapar al día siguiente.

–No es que te ponga objeciones, pero sí que siento curiosidad. ¿Por qué no se ocupa tu equipo de seguridad del tema? Tienes lo mejor de lo mejor.

–Esto es demasiado importante. Si solo se tratara de mí, no habría problema, pero alguien ha dibujado una diana en la espalda de Celia.

Golpeó el pasa–manos con el puño.

–Muy bien. Lo que necesites, lo tienes.

–Gracia. Le debo una, señor.

En realidad le debía muchas. El coronel John Salvatore había sido como un padre para él, el único que había conocido. Su padre biológico les había abandonado en mitad de la noche para irse a tocar a un sitio de mala muerte. Una vez le había enviado una tarjeta para felicitarle por su cumpleaños y no había vuelto a saber nada de él desde entonces.

–Malcolm –dijo Salvatore–. Puedo protegerla aquí en los Estados Unidos para que puedas irte de gira tranquilo.

–Está más segura conmigo.

Salvatore se rio.

–No quieres confiársela a nadie, ¿no? ¿Seguro que puedes confiar en ti mismo?

–Con el debido respeto, señor, no hace falta jugar con las palabras. Haría lo que fuera para protegerla. Cualquier cosa.

–¿Y si te necesito en otro sitio?

–No me obligue a elegir.

–Ya veo que has tomado una decisión.

–Sí. Señor, ¿por qué estaban incompletos los informes sobre Celia?

–No sé a qué te refieres.

–A mí me parece que sí, señor –Malcolm contuvo el temperamento–. Creo que solo quiere que le diga lo que he averiguado por mi cuenta por si acaso no me he enterado de todo.

–Podemos seguir jugando a este juego para siempre, Malcolm.

–¿Está a mi favor o en mi contra? Yo pensaba que estábamos en el mismo bando.

–Hay más gente en tu bando de la que crees.

Malcolm guardó silencio.

–El padre de Celia… –dijo Salvatore–. Te hizo un favor al mandarte a mi colegio. Si él no hubiera intervenido, hubieras terminado en un correccional de menores.

Malcolm calló durante unos segundos. Siempre había creído que el juez Patel había hecho todo lo posible por alejarle de su hija.

–¿Y qué pasa con ese tipo con el que ha salido Celia? El director del colegio.

–No parecía ser nada serio, así que no lo incluimos en el informe. Al parecer, a ti sí que te importa mucho, y eso debería decirte algo.

–La información puede ser importante de muchas formas distintas. ¿Y si es un tipo celoso? ¿Y si hay alguna otra persona que siente celos de esa relación? Los detalles son importantes. ¿Pensó que iría a por él? Señor, a estas alturas ya debería saber que he dejado de ser ese adolescente idiota.

–Nunca fuiste un idiota. Solo eras un poco joven.

Salvatore suspiró.

–Te pido disculpas por no haber incluido al director en mi informe. Si averiguo alguna otra cosa, te lo haré saber. Mientras tanto, si necesitas cualquier cosa para tu protección, házmelo saber.

–Gracias, señor.

–Muy bien. Que pases buena noche y ten cuidado.

Malcolm se guardó el teléfono, pero no entró todavía. La verdad le miraba a los ojos. No podía escapar de ella.

Apoyó las manos sobre la barandilla y dejó caer la cabeza. Contempló esa pequeña gruta que había en el jardín. Quería llevarla allí y cenar con ella. El aroma de esas flores rosadas y moradas impregnaba el aire y la música del agua de la fuente ahogaba el silencio.

La cena que habían compartido había sido sorprendente. Celia metió los últimos platos en el lavavajillas mientras Malcolm miraba por la ventana por enésima vez. Había pedido unos sándwiches de carne deliciosos servidos con patatas fritas y té dulce, y el postre había sido una exquisita tarta de pacana.

Cerró el lavavajillas y apretó el botón de inicio. Ya no tenía nada más que hacer, así que no tuvo más remedio que hacerle frente a Malcolm. Se ruborizaba con los recuerdos que le venían a la memoria.

–Gracias por pedir la cena. Estuvo mucho mejor que mi comida recalentada.

Él se apartó de la ventana. Esos ojos azules e intensos seguían cada uno de sus movimientos.

–Espero que no te haya importado que me diera un pequeño capricho. Viajo tanto que echo de menos los sabores de casa. La próxima vez, eliges tú. Puedes pedir lo que quieras, que yo lo conseguiré.

–Qué locura. Pedir cualquier cosa que uno quiera… –Celia se acurrucó en una mullida silla para no sentarse junto a él en el sofá, o en el banco del piano, de nuevo–. ¿Eres una de esas estrellas quisquillosas y excéntricas? ¿De esos que piden que les quiten todos los M&M’s de color verde de la bolsa?

–Dios. Creo que no –Malcolm volvió a sentarse en el banco del piano–. Me gusta pensar que sigo siendo yo, pero con un montón de dinero más. Me gusta pensar que ahora sí llevo la voz cantante en mi vida. A lo mejor debería llevarme a un chef sureño conmigo cuando voy de gira.

Celia se abrazó a un cojín.

–Siempre te gustó la tarta de pacana.

–Y el pastel de arándano. Dios, lo echo tanto de menos. Y las galletas de mantequilla.

–Seguro que ahora tienes otros platos favoritos, después de haber viajado tanto. Debes de haber cambiado mucho. Dieciocho son muchos años.

–Soy distinto en muchos sentidos. Claro. Todos cambiamos. Tú ya no eres la misma.

–¿Cómo?

–Pues lo que acabas de decir ahora mismo, y cómo lo has dicho, por ejemplo. Ahora eres más cuidadosa, cauta.

–¿Y por qué es malo ser más cauto?

–No está mal. Es distinto. Eso es todo. Además, ya no sonríes tanto, y echo de menos oírte reír. Suenas mejor que la mejor de las músicas. He tratado de capturarlo en mis canciones, pero… –sacudió la cabeza.

–Eso es… triste.

Malcolm esbozó una sonrisa amarga.

–O sensiblero. Pero me gano la vida escribiendo y cantando canciones de amor.

–A base de hacer que las mujeres se enamoren de ti –Celia puso los ojos en blanco, recordando todas esas portadas en las que aparecía acompañado de mujeres despampanantes.

–Las mujeres no se enamoran de mí. Es una imagen creada por mi representante. Todo el mundo sabe que es pura promoción. Nada es real.

–Solías decir que la música es parte de ti –señaló el piano–. Vivías la música con tanta pasión cuando tocabas y cantabas tus canciones.

–Era un adolescente idealista. Pero con el tiempo me volví más realista –agarró un montón de partituras que estaban en el atril situado junto al piano–. Dejé esta ciudad decidido a ganar dinero suficiente para doblar la fortuna de tu padre, y la música… –agitó los papeles–. Era la única habilidad que tenía.

–Alcanzaste la meta que te propusiste alcanzar. Y me alegro mucho por ti. Enhorabuena. Le demostraste a mi padre todo lo que tenías que demostrar.

–Mucho más en realidad –los ojos de Malcolm brillaban.

–Entonces ahora no solo le doblas la fortuna, ¿no? ¿Tienes tres veces más? ¿Cinco veces más?

Él se encogió de hombros.

–¿Ocho?

Él soltó las partituras. Eran papeles que había escrito para los estudiantes.

–¿Diez?

–Te has acercado.

–Vaya. Las canciones de amor se venden bien.

Mucho mejor que esas pequeñas composiciones que hacía para sus alumnos con la esperanza de poner ponerlas en un libro de texto alguna vez…

–La gente quiere creer en un mensaje –dijo Malcolm con acritud.

–Eso suena un tanto cínico. ¿Por qué cantas sobre algo que no aceptas como verdadero? Es evidente que ya no necesitas el dinero.

–A ti te gustaba cuando te cantaba –se volvió en el banco y puso sus manos sobre las teclas del piano.

Empezó a tocar una balada que le resultaba muy familiar.

–Yo fui una de esas chicas ñoñas que se enamoró de ti.

Malcolm continuó tocando otros dos compases más de la melodía de unas de las canciones que le había compuesto cuando salían juntos. Le había dicho que sus canciones eran lo único que podía ofrecerle. Esa en particular se llama Playing for Keeps, y siempre había sido su favorita.

Sus dedos tomaron velocidad, complicando la línea melódica que había creado en un principio. Cuando terminó, la última nota retumbó en la pequeña casa–cochera.

Y también en el corazón de Celia.

Contuvo el aliento. Tenía lágrimas en los ojos.

–¿Era verdadero? ¿Lo que sentíamos entonces?

Él guardó silencio. Se apartó de ella. Parecía que no iba a contestar…

–Fue tan verdadero que sufrimos mucho por ello. Fue lo bastante verdadero como para que este reencuentro no sea una reunión distendida.

–Malcolm, ¿cómo va a ser lo de Europa si ya nos resulta difícil estar sentados aquí el uno frente al otro?

–¿Has decidido venir conmigo? ¿Ya no hay más titubeos?

Celia se puso en pie y fue hacia él.

–Creo que tengo que ir.

–¿Por el acosador?

Celia le sujetó las mejillas con ambas manos.

–Porque ya es hora de dejar atrás el pasado.

Rápidamente, para no arrepentirse, Celia apretó sus labios contra los de él.

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