Читать книгу Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora - Фиона Бранд - Страница 5
Capítulo Uno
ОглавлениеEl coro del instituto estaba ensayando It’s A Small World. De repente, Celia Patel se dio cuenta de que el mundo era un pañuelo. Esquivando a las enloquecidas integrantes femeninas, se abrió paso como pudo. Las chicas corrían, gritando con locura. Sus pasos reverberaban sobre el suelo del gimnasio. Era una masa en estampida que se movía como un bloque compacto. Lo único que querían era llegar a la parte de atrás del gimnasio, porque allí estaba él.
Malcolm Douglas.
Ganador de siete premios Grammy.
Y de innumerables discos de platino.
Estrella del rock melódico.
Pero también era el hombre que había roto el corazón de Celia cuando solo tenía dieciséis años de edad.
Celia dejó a un lado su atril antes de que salieran las últimas adolescentes. Era imposible detenerlas. Las gemelas, Valentina y Valeria, casi la habían tirado al suelo, empeñadas en llegar a la parte de atrás del edificio. Ya había dos docenas de alumnas a su alrededor, pero los guardaespaldas hacían bien su trabajo. Los gritos y las risas reverberaban en las vigas.
Malcolm levantó una mano y les hizo señas a los guardaespaldas, sin dejar de mirarla ni un momento. Esa sonrisa debía de valer un millón de dólares y aparecía en muchas portadas de discos y sesiones de fotos. Era alto, musculoso y su atractivo de pueblo seguía intacto. Pero parecía haber madurado. Estaba muy seguro de sí mismo y debía de pesar unos cuantos kilos más; kilos de puro músculo.
El éxito y la riqueza desmedida le habrían sentado muy bien. De eso no había duda.
Pero Celia quería que saliera del instituto cuanto antes. Era la única forma de conservar la salud mental. Sin embargo, no era capaz de apartar la vista…
Llevaba pantalones color caqui y mocasines de diseño, sin calcetines. Estaba claro que se sentía muy cómodo en su papel de estrella del rock. Llevaba la camisa remangada hasta los codos, dejando ver unos brazos fuertes y bronceados, y unas manos de músico…
Era mejor no pensar en esas manos talentosas y hábiles.
Su cabello color arena era tan copioso como lo recordaba. Todavía lo llevaba un poco largo y le caía sobre la frente, invitándola a echárselo hacia atrás, como siempre. Sus ojos azules… Recordaba lo mucho que se oscurecían justo antes de que la besara con el entusiasmo y el ardor de un adolescente efervescente lleno de hormonas.
Nadie podía negar que se había convertido en todo un hombre.
¿Pero qué estaba haciendo en el instituto? El juez, amigo de su padre, le había ofrecido dos alternativas, el centro de menores o la escuela. Y desde entonces no había vuelto a poner un pie en Azalea, Mississippi. De eso hacía casi dieciocho años… Y la había dejado atrás, asustada, embarazada y decidida a seguir con su vida.
Malcolm Douglas aparecía con frecuencia en la prensa, pero verle en persona después de tantos años era algo muy distinto. No era que hubiera buscado fotos, pero, dada su popularidad, no podía evitar encontrárselo de vez en cuando en los medios. Pero lo peor de todo era encontrarse el sonido de su voz en la radio cuando cambiaba de emisora.
Malcolm se puso un papel sobre la rodilla para firmarle un autógrafo a Valentina, o Valeria. Nadie era capaz de diferenciarlas. Ni siquiera sus madres podían. Al verle junto a la chica, Celia sintió que se le encogía el corazón y no pudo evitarse preguntarse cómo hubieran sido las cosas si se hubieran quedado con el bebé.
Pero ya no tenían dieciséis años. Y esos sueños temerarios habían quedado atrás el día en que había renunciado a su hija recién nacida para dársela a una pareja que iba a darle todo lo que ellos no podían ofrecerle.
Celia echó atrás los hombros, se puso erguida y avanzó hacia el grupo de gente que estaba al otro lado del gimnasio. Estaba decidida a sobrevivir a esa visita sorpresa con el orgullo intacto. Por lo menos los nueve chicos del coro estaban sentados sobre las gradas, jugando con los videojuegos que no estaban permitidos en clase. Celia lo dejó pasar y se concentró en el grupito que se había formado junto a un carro lleno de pelotas de baloncesto, justo debajo de la puerta de salida.
–Chicos, tenemos que darle un poco de espacio al señor Douglas –se acercó al grupo de chicas y resistió la tentación de alisarse el vestido amarillo que llevaba puesto.
Le dio un golpecito a Sarah Lynn Thompson en la muñeca.
–Y nada de arrancar pelo para venderlo en Internet, chicas.
Sarah Lynn bajó la mano. El rubor de la culpa asomaba en sus mejillas.
Malcolm entregó los últimos autógrafos y se guardó el bolígrafo en el bolsillo de la camisa.
–Estoy bien, Celia, pero gracias por asegurarte de que no me quede calvo prematuramente.
–¿Celia? ¿Celia? –preguntó Valeria.
¿O era Valentina?
–Señorita Patel, ¿le conoce? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo? ¿Por qué no nos lo ha dicho?
–Fuimos juntos al instituto.
Su nombre estaba grabado en un cartel que decía: Bienvenidos a Azalea, hogar de Malcolm Douglas.
Era como si nunca hubieran intentado mandarle a la cárcel por ella.
–Bueno, volvamos a las gradas. Estoy segura de que el señor Douglas contestará a vuestras preguntas, ya que ha interrumpido nuestro ensayo.
Le lanzó una mirada reprobadora y él esbozó una sonrisa irreverente.
Sarah Lynn no se despegaba de su lado.
–¿Salían juntos?
Afortunadamente, el timbre sonó en ese momento. No había tiempo para preguntas.
–Chicos, preparaos para vuestra última clase.
La directora y la secretaria estaban en la puerta, igual de asombradas que los estudiantes. ¿Cómo había entrado en el gimnasio sin que nadie se diera cuenta?
Celia condujo a los alumnos hacia las dobles puertas. Sus sandalias golpeaban el suelo con fuerza. Poco a poco se dio cuenta de que los dos guardaespaldas que estaban dentro solo constituían una pequeña parte de la seguridad de Malcolm. En el pasillo había cuatro hombres musculosos y una enorme limusina esperaba junto a la puerta principal. Pero también había otros coches con los cristales tintados. Malcolm les estrechó la mano a la directora y a la secretaria y charló un momento con ellas.
–Dejaré unas fotos firmadas para los alumnos.
Sarah Lynn corrió por el pasillo.
–¿Para todos?
–La señorita Patel me dirá cuántos sois.
Los últimos estudiantes salieron al pasillo. La directora y la secretaria se marcharon y la puerta se cerró tras ellas. Celia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Estaba a menos de un metro de Malcolm. Los dos guardaespaldas estaban justo detrás de él.
–Entiendo que has venido a verme –le dijo, aunque no era capaz de imaginarse por qué querría ir a verla.
–Sí, he venido a verte. ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos interrumpan?
–Tu séquito de seguridad complica un poco las cosas, ¿no crees? –le preguntó, sonriéndoles a los guardaespaldas.
Los dos hombres le devolvieron la mirada sin expresión alguna en el rostro. Malcolm les hizo una seña y entonces salieron al pasillo sin decir ni una palabra.
–Se quedarán junto a la puerta, pero están aquí no solo para protegerme a mí, sino también a ti.
–¿A mí? –Celia dio un paso atrás. Necesitaba alejarse un poco de ese aroma que la envolvía–. No creo que tus fans empiecen a adorarme porque te conozca desde hace siglos.
–No me refiero a eso –se rascó la nuca como si tratara de escoger las palabras con cuidado–. He oído que has sido objeto de amenazas. No viene mal un poco más de seguridad, ¿no?
–Gracias, pero estoy bien así. Solo han sido algunas llamadas extrañas y unas notas. Esas cosas pasan a menudo cuando tu padre es un criminal conocido.
¿Cómo se había enterado Malcolm? Celia sintió una inquietud, algo que se agitaba en su interior y le causaba pánico. No quería que la presencia de Malcolm interrumpiera su vida apacible y rutinaria. No quería darle la oportunidad de acelerarle el pulso.
Habían pasado muchos años y ya era una mujer hecha y derecha. Sin embargo, aún tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de un piano. Reprimiendo las ganas de arremeter contra él por haber sembrado el caos en su mundo tantos años antes, cruzó los brazos y esperó. Ya no era una niña consentida e impulsiva. Ya no era una adolescente aterrada y embarazada. Ya no era una joven destrozada, sumida en una depresión post–parto que había puesto su vida en peligro.
El camino de vuelta a la paz y a la tranquilidad había sido arduo y para alcanzar la meta había necesitado a los mejores psiquiatras que se podían conseguir con dinero. Ni Malcolm ni nadie pondrían en peligro el futuro que tanto le había costado labrarse.
Amar a Celia Patel le había cambiado la vida para siempre, y aún no sabía con certeza si había sido algo bueno o malo. Sus vidas, sin embargo, seguían unidas. Había logrado mantenerse lejos de ella durante dieciocho años, pero nunca había dominado el arte de mirar hacia otro lado, aunque estuvieran a dos continentes de distancia. Y era eso lo que le había llevado hasta allí. Sabía demasiado de su vida, demasiado acerca de las amenazas que habían despertado ese viejo instinto protector. Solo tenía que encontrar la forma de convencerla para que le dejara entrar en su vida de nuevo. Tenía que convencerla para que le dejara ayudarla y de esa forma podría recompensarla por todo lo que le había hecho en el pasado. A lo mejor era esa la única forma de olvidar a un amor de juventud que se había glorificado demasiado con los años y que seguramente no era real a esas alturas.
Su reacción física al verla, no obstante, sí era muy real. Una vez más, el deseo que sentía por Celia Patel parecía estar a punto de arrollarle como un tren de alta velocidad.
Nunca había sido capaz de olvidarla, ni siquiera mientras cantaba ante miles de personas en estadios repletos de gente. Y no podía apartar la vista de ella en ese momento, mientras caminaba unos pasos por delante. Su pelo, negro y rizado, le caía por la espalda y se movía con cada paso que daba. El vestido amarillo abrazaba esas curvas que un día habían acariciado sus manos.
La siguió por el gimnasio. Era el mismo edificio en el que habían estudiado de niños. Había actuado en ese escenario con el coro del instituto, solo para estar con ella. Un día un tonto de la clase dijo algo de mal gusto sobre ella y el puñetazo que le dio le costó una expulsión de tres días. Pero el precio había sido muy pequeño. Por aquel entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.
Y eso no había cambiado, al parecer. A través de un contacto había averiguado que su padre, juez de profesión, estaba llevando un caso de mucha repercusión mediática. Era algo relacionado con el tráfico de drogas y un rey del narcotráfico había dibujado una diana en el pecho de Celia.
Se lo había notificado a las autoridades locales, pero ni siquiera se habían molestado en examinar las pruebas que les había entregado, un rastro bancario que vinculaba a un sicario de la organización con el traficante detenido. A los policías no les gustaba tener que tratar con extraños y preferían resolver el caso ellos solos, pero alguien tenía que hacer algo y estaba claro que debía ser él. Nada le impediría proteger a Celia. Tenía que hacerlo para recompensarla por todo lo que la había defraudado tantos años antes.
Ella abrió la puerta lentamente y entró en el pequeño despacho. Había estanterías en todas las paredes y un pequeño escritorio en el centro. Las partituras y las cajas de instrumentos estaban por doquier. Había triángulos, xilófonos, bongós. Olía a papel, a tinta y a cuero.
Se giró hacia él, rozándole la muñeca con un mechón de pelo.
–Realmente es como un armario. Aquí guardo mi carrito, mis instrumentos y los papeles. Voy de clase en clase o nos vemos en el gimnasio.
Malcolm se ajustó el reloj para acabar con el hormigueo que había desencadenado ese pequeño contacto físico.
–Como en los viejos tiempos. Por aquí no ha cambiado casi nada.
–Algunas cosas sí que han cambiado, Malcolm. Yo he cambiado. Soy distinta ahora –le dijo ella en un tono gélido que no reconocía.
–¿No me vas a reñir por haber interrumpido tu clase?
–Eso sería una grosería –empezó a juguetear con el ukelele que tenía sobre la mesa. Las notas musicales llenaron la estancia–. Conocerte ha sido lo mejor que les ha pasado en su vida hasta ahora. Seguro.
–Pero está claro que no ha sido lo mejor que te ha pasado a ti.
Malcolm se inclinó hacia atrás y metió las manos en los bolsillos para reprimir el deseo de tocar las cuerdas con ella. Los recuerdos le invadían… Cuántas veces habían tocado la guitarra y el piano juntos… El amor que sentían por la música les había llevado a compartir sus cuerpos, a amarse con locura. ¿Había magnificado el recuerdo de esos momentos hasta convertirlos en otra cosa? Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la había visto que ya no podía estar seguro.
–¿Por qué estás aquí?
La imagen de sus manos, moviéndose sobre las cuerdas, le hipnotizaba.
–No tienes ningún concierto por aquí.
–¿Te sabes las fechas de la gira? –abrió los ojos y la miró a la cara.
Ella dejó escapar una risotada.
–La ciudad entera sabe todo lo que haces, lo que comes, con quién sales… Tendría que estar ciega y sorda para no oír lo que la ciudad tiene que decir acerca de su hijo predilecto. Pero, personalmente… Ya no soy miembro del club de fans de Malcolm Douglas.
–Bueno, esa sí que es la Celia que recuerdo.
–Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?
–Estoy aquí por ti.
–¿Por mí? Creo que no –le dijo con frialdad. Todavía seguía acariciando las cuerdas del ukelele con una sensualidad instintiva, como si saboreara tanto el tacto de cada nota como el sonido–. Tengo planes para esta noche. Deberías haberme llamado antes.
–Te veo mucho más centrada ahora que antes.
–Entonces era una adolescente. Ahora soy adulta y tengo responsabilidades de adulto, así que si podemos acelerar un poco la conversación… por favor.
–Puede que no estés al tanto de mis cosas, pero yo sí he estado al tanto de las tuyas.
Sabía lo de las llamadas amenazantes, lo de la rueda pinchada. Las amenazas se hacían cada vez más frecuentes. Y también sabía que solo le había contado la mitad de la historia a su padre.
–Sé que terminaste la carrera de música con honores en la universidad del sur de Mississippi. Has enseñado aquí desde que te graduaste.
–Muchas gracias. Estoy orgullosa de mi vida, mucho más de lo que se puede resumir en un par de oraciones. ¿Has venido a darme un regalo de graduación pendiente? Porque si no es así, puedes irte a firmar autógrafos.
–Vamos al grano entonces –Malcolm se apartó de la puerta y se paró frente a ella, tan solo para demostrarse a sí mismo que podía estar cerca de ella y resistir la tentación de abrazarla–. He venido a protegerte.
Celia tiró de una cuerda del ukelele y esquivó su mirada.
–Eh, ¿te importaría aclararme de qué estás hablando?
–Ya sabes de qué estoy hablando. Esas llamadas que mencionaste antes.
¿Por qué se lo estaba ocultando todo a su padre? Malcolm sintió el latigazo de la rabia en su interior, rabia hacia ella por ser tan temeraria, y hacia sí mismo por haber dado un paso hacia ella. Como si la habitación no fuera lo bastante pequeña…
–El caso que lleva tu padre. El rey de la droga. ¿Te suena?
–Mi padre es juez. Persigue a los malos y muchas veces estos se enfadan y le amenazan.
Volvió a mirarle a los ojos. Todo signo de incomodidad había desaparecido y había sido reemplazado por una mirada fría y distante que nada tenía que ver con aquella jovencita rebelde que había sido.
–No sé por qué te preocupa tanto.
Malcolm no podía negar que en eso tenía razón. No era su responsabilidad cuidarla, pero no podía evitar sentir ese instinto protector, de la misma forma que no podía evitar recordarla sin ese vestido amarillo, con el cabello alrededor de los hombros.
–Maldita sea, Celia, eres demasiado lista para esto.
Ella apretó los labios.
–Tienes que irte ya.
Malcolm contuvo el temperamento. Lo que sentía era inconfundible: un deseo frustrado. La atracción que sentía por ella era más poderosa de lo que esperaba.
–Me disculpo por haber sido tan poco diplomático. Me he enterado de lo de las amenazas y, si quieres llámame idiota y nostálgico, pero estoy preocupado por ti.
–¿Cómo te has enterado de los detalles? –le preguntó ella. Su rostro estaba lleno de sospecha y confusión–. Mi padre y yo lo hemos mantenido todo en secreto para que la prensa no se enterara.
–Tu padre es un juez poderoso, pero sus influencias no llegan a todos sitios.
–Eso no explica cómo lo has averiguado.
Malcolm no podía explicarle por qué lo sabía. Había cosas de él que no necesitaba saber. Era capaz de mantener un secreto mucho mejor que su padre.
–Pero tengo razón.
–Uno de los casos que está llevando mi padre se ha… complicado un poco. La policía lo está investigando.
–¿De verdad vas a depositar toda tu confianza en el feudo al que llaman departamento de policía? –no era capaz de ocultar el cinismo que teñía su voz–. La seguridad que tienes es envidiable. Voy a decirles a mis hombres que tomen nota.
–No tienes por qué ponerte sarcástico. Estoy tomando precauciones. No es la primera vez que alguien amenaza a nuestra familia por el trabajo de mi padre.
–Pero esta ha sido la amenaza más seria.
Si hablaba de las evidencias que tenía, tendría que explicarle cómo las había conseguido, pero eso era un último recurso. Si no era capaz de convencerla para que aceptara su ayuda de otra manera, le diría lo que pudiera acerca del trabajo que hacía fuera de la industria de la música.
–Parece que sabes muchas cosas sobre mi vida –le miró fijamente con esos ojos marrones que todavía tenían el poder de hacerle perder la razón.
–Ya te lo dije, Celia. Me preocupo lo bastante como para mantenerme informado. Quiero asegurarme de que te encuentras bien.
–Gracias. Eres muy… amable –Celia se relajó un poco–. Te agradezco la preocupación, aunque me resulte un poco desconcertante. Tendré cuidado. Bueno, y ahora que has cumplido con tu… sentido de la obligación o lo que sea, de verdad que tengo que recoger e irme a casa.
–Te acompaño hasta el coche –levantó una mano y esbozó su mejor sonrisa–. No te molestes en decir que no. Puedo llevarte los libros, como en los viejos tiempos.
–Bueno, ese estilo del servicio secreto no es como en los viejos tiempos.
–Estarás segura conmigo.
–Eso pensábamos hace dieciocho años –se detuvo y se llevó una mano a la frente–. Lo siento. Eso no ha sido justo por mi parte.
Malcolm se vio inundado por un aluvión de recuerdos adolescentes. Aquellas hormonas sin control los habían llevado a practicar el sexo más temerario, y mucho. Se aclaró la garganta. Era una pena que su mente aún siguiera anclada en el pasado.
–No hacen falta disculpas, pero te lo agradezco –sabía que la había decepcionado, y no quería cometer el mismo error de nuevo–. Déjame llevarte a cenar, y te cuento una idea que tengo para garantizar tu seguridad mientras se celebra el juicio.
–Gracias, pero no –Celia cerró el portátil que tenía sobre el escritorio y lo guardó en la funda–. Tengo que poner las notas de fin de curso.
–Tienes que comer.
–Y lo haré. Tengo media pizza en la nevera de casa, esperándome.
–Muy bien. Entonces no me dejas elección. Hablaré ahora. Esta amenaza contra tu vida es real. Muy real. Por mi trabajo… –ese trabajo que solo conocían unos pocos–. Tengo acceso a fuentes de inteligencia y seguridad que no puedes ni imaginar. Necesitas protección, mucha más de la que puede proporcionarte el departamento de policía y las influencias de tu padre.
–Creo que estás siendo un poco dramático.
–Son caciques de las drogas, Celia. Tienes mucho dinero y nada de escrúpulos.
En otra época había sido un chivo expiatorio para gente de esa calaña. Lo había hecho para proteger a su madre. Pero toda la culpa había sido suya, por haberse interpuesto en el camino de esos matones. Ponerse a trabajar en aquel club había sido el último intento que había hecho para ganar un poco de dinero y mantener a Celia y al bebé que estaba en camino.
–Te harán daño, mucho. Incluso pueden llegar a matarte para influenciar a tu padre.
–¿Crees que no lo sé ya? He hecho todo lo que he podido.
–No todo.
–Muy bien. Señor Sabelotodo –dijo Celia, suspirando–. ¿Qué más puedo hacer?
Malcolm la agarró de los brazos y se acercó. No quería sucumbir a la tentación de estrecharla entre sus brazos y besarla hasta hacerla cambiar de parecer, pero usaría la pasión para convencerla si era preciso.
–Deja que mis guardaespaldas te protejan. Vente conmigo en mi gira por Europa.