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LAS TRES MUJERES DE LA COMEDIA: MARÍA, BEATRIZ Y LUCÍA

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Dante, cantando el misterio de la encarnación, fuente de salvación y de alegría para toda la humanidad, no puede dejar de entonar las alabanzas a María, la Virgen Madre que con su sí, con su aceptación plena y total del proyecto de Dios, hace posible que el Verbo se haga carne. En la obra de Dante, encontramos un hermoso tratado de mariología. Con acentos líricos altísimos, particularmente en la oración pronunciada por san Bernardo, sintetiza toda la reflexión teológica sobre María y su participación en el misterio de Dios: «Virgen madre, hija de tu Hijo, / la más humilde y alta de las criaturas, / término fijo de la eterna voluntad, / tú eres quien la humana naturaleza / ennobleciste, de modo que su Hacedor / no desdeñó convertirse en su hechura» (Par., XXXIII, 1-6). El oxímoron inicial y la sucesión de términos antitéticos resaltan la originalidad de la figura de María, su belleza singular.

San Bernardo, mostrando a los bienaventurados situados en la rosa mística, invita a Dante a contemplar a María, que dio los rasgos humanos al Verbo encarnado: «Contempla ahora el rostro que a Cristo / se asemeja más, que sólo su claridad / te puede disponer para ver a Cristo» (Par., XXXII, 85-87). Una vez más, se evoca el misterio de la encarnación por la presencia del arcángel Gabriel. Dante pregunta a san Bernardo: «¿Quién es ese ángel que con tanto gozo / mira a los ojos de nuestra reina, / de tal manera enamorado que parece de fuego?» (103-105); y este responde: «Él es el que llevó la palma / a María, cuando el Hijo de Dios / quiso cargar con nuestro cuerpo» (112-114). La referencia a María es constante en toda la Divina comedia. En el camino del Purgatorio, es el modelo de las virtudes que se contraponen a los vicios; es la estrella de la mañana que ayuda a salir de la selva oscura para encaminarse hacia el monte de Dios; es la presencia constante, por medio de su invocación —«el nombre de la bella flor que siempre invoco, / mañana y noche» (Par., XXIII, 88-89)—, que prepara al encuentro con Cristo y con el misterio de Dios.

Dante, que nunca está solo en su camino, sino que se deja guiar primero por Virgilio, símbolo de la razón humana, y después por Beatriz y san Bernardo, ahora, gracias a la intercesión de María, puede llegar a la patria y gustar la alegría plena deseada en cada momento de la existencia: «Y aún destila / en mi corazón la dulzura que nació de ella» (Par., XXXIII, 62-63). No nos salvamos solos, parece repetirnos el poeta, consciente de la propia insuficiencia: «No vengo por mí mismo» (Inf., X, 61); es necesario que hagamos el camino en compañía de quien puede sostenernos y guiarnos con sabiduría y prudencia.

En este contexto, la presencia femenina es significativa. Al comienzo del arduo itinerario, Virgilio, el primer guía, conforta y anima a Dante para que siga adelante, porque tres mujeres interceden por él y lo guiarán: María, la Madre de Dios, figura de la caridad; Beatriz, símbolo de la esperanza, y santa Lucía, imagen de la fe. Beatriz se presenta con estas conmovedoras palabras: «Soy Beatriz, la que te manda que vayas; / vengo del lugar a donde deseo volver / y es el amor quien me mueve y me hace hablar» (Inf., II, 70-72), afirmando que la única fuente que nos puede dar la salvación es el amor, el amor divino que transfigura el amor humano. Beatriz remite, además, a la intercesión de otra mujer, la Virgen María: «Una mujer excelsa hay en el cielo que se compadece / de la situación en que está aquel a quien te envío, / y ella mitiga allí todo juicio severo» (94-96). Luego, dirigiéndose a Beatriz, interviene Lucía: «Beatriz, alabanza de Dios verdadero, / ¿por qué no socorres a quien tanto te amó, / que se alejó por ti de la esfera vulgar?» (103-105). Dante reconoce que solo quien es movido por el amor puede verdaderamente sostenernos en el camino y llevarnos a la salvación, a la renovación de la vida y, por consiguiente, a la felicidad.

Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri

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