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EL PARAÍSO, UNA HISTORIA DE AMOR
ОглавлениеUna observación final antes de abordar la lectura. Final, pero no menos importante. En realidad, es quizá el punto más querido para mí, el que más me importa.
Puede expresarse en pocas palabras, pero después lo explicaremos mejor: el Paraíso es una historia de amor. Es la historia del amor de Dante por Beatriz; al mismo tiempo, es la historia del amor de Dios por los hombres, que pasa a través del amor de Dios por una mujer y del amor de la mujer por el hombre.
Empecemos con Dante. Como ya hemos observado,1 asciende al paraíso para encontrarse de nuevo con Beatriz. Todo su viaje y su obra poética son el desarrollo de la intuición que lo fulminó en las fiestas de Calendimaggio (Los Mayos) de 1274, y otra vez nueve años después: esa mujer es para él la posibilidad de vivir la experiencia del paraíso en la Tierra.2 Pero Beatriz muere, y esa esperanza se ve traicionada, parece desvanecerse. Ante un drama semejante, Dante trata de consolarse de algún modo, quizá entre los brazos de otras mujeres, ciertamente con el estudio.
Sin embargo, enseguida entiende que la cosa no funciona, que no puede resolver el drama de esa esperanza traicionada yendo en busca de alternativas. Beatriz era un signo, el camino que Dios había elegido para salir a su encuentro, y para recobrar al mismo tiempo a Beatriz y a Dios debe pasar por ese trance. Beatriz le había hecho vislumbrar la posibilidad de vivir la experiencia de lo eterno en el tiempo. Por ello, si quiere recuperar «ese punto de intersección, ese encuentro maravilloso, único, de lo temporal en lo eterno y recíprocamente de lo eterno en lo temporal, de lo divino en lo humano y mutuamente de lo humano y lo divino»,3 como diría Péguy, debe reencontrar a Beatriz.
De aquí la promesa con la que había concluido la Vida nueva, que contiene ya como germen el anuncio de la Comedia: «Se me apareció una maravillosa visión, en la cual vi cosas que me indujeron a no hablar más de aquella bendita mujer hasta tanto que pudiese tratar de ella más dignamente. […] Así, pues, si le place a aquel por quien toda cosa vive que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho».4
Pues bien, creo que se puede decir que la Divina comedia es el cumplimiento de la historia de amor entre Dante y Beatriz; y el Paraíso —pido disculpas porque no sé expresarlo mejor— es el culmen del cumplimiento de esta historia.
Es normal leer en los comentarios a la Comedia que Beatriz es la guía de Dante en el paraíso, al igual que Virgilio es su guía a través del infierno y el purgatorio. Habitualmente, se dice que Beatriz es figura de la teología, así como Virgilio lo es de la razón, pero siempre me han parecido unas definiciones reductivas. Para empezar, el papel de Beatriz es muy distinto del de Virgilio. Este último es un guía: alguien al que se sigue, del que se aprende.
Con Beatriz también es así: Dante la sigue, aprende de ella. Pero en la relación con Beatriz hay mucho más. Ella es el objeto del deseo, es la compañía a la que se pertenece, es la fuente de la energía con la que se camina. Pensemos de nuevo en el «muro de fuego» del Purgatorio, XXVII; todos los llamamientos de Virgilio a la razón, a la memoria, a la experiencia —en resumen, todos los argumentos que utiliza un guía avezado— no surten efecto; solo la referencia a Beatriz, al verdadero objeto de su deseo, consigue hacer que Dante salga del terror que lo paraliza.
Por tanto, es reduccionista decir que Beatriz es figura de la teología. Es verdad que a lo largo de todo el Paraíso es ella la que da voz a la teología, es ella la que ayuda a Dante a comprender los misterios que se le plantean. Sin embargo, sus explicaciones —que, como veremos, son siempre exhaustivas y oportunas— no son solo teología en el sentido etimológico de «discurso acerca de Dios», sino que constituyen la formulación con palabras de una experiencia amorosa en acto.
Por eso, sostengo que la Divina comedia en general, y el Paraíso en particular, es una historia de amor, porque todo el camino de Dante para descubrirse a sí mismo, para descubrir el mundo y descubrir a Dios se produce en el cauce de la relación amorosa con Beatriz, que está en el origen del recorrido, que acompaña a lo largo del camino y que descuella al final. Dentro de esta relación, todos los factores de la persona de Dante —inteligencia, memoria y afectividad— se ven implicados, impulsados y potenciados, y ambos pueden culminar su relación en el marco del origen que la ha generado.
Sin embargo, el papel de Beatriz en la salvación de Dante abre una perspectiva mucho más amplia, que es la del papel de la mujer en la salvación del mundo, un papel decisivo.
Empecemos por el principio, por el relato bíblico de la creación, que en un momento dado dice: «Pero [el hombre] no encontró ninguno como él, que le ayudase» (Gén 2,20). No encontró ninguno que le ayudase, porque el hombre necesita una ayuda. Y la necesita porque no se basta a sí mismo, ya que es necesidad por naturaleza. Y, entonces, ¿qué hace Dios? Pone junto a él a la mujer. Le da una ayuda que es realmente «como él», de la misma naturaleza, para que pueda encontrar respuesta a su necesidad relacional constitutiva. Y en esta atribución originaria siempre he visto la raíz primera de un fenómeno que he observado miles de veces a mi alrededor y en las historias que conozco: que las mujeres son más sólidas, más firmes, más resistentes que los hombres; creo que en las mujeres se da una solidez y una seguridad que los hombres tienden a seguir.
Puede suceder que esta preeminencia de la mujer surta un efecto negativo, como pasó en el paraíso terrenal, donde fue Eva quien tomó la iniciativa, mientras que Adán fue detrás de ella, o en el caso de Paolo y Francesca, donde es ella la que habla por los dos.5 Aunque también puede surtir un efecto positivo, como en el caso de Dante, que debe todo su camino, su misma salvación a Beatriz. No daría ni un paso si no fuese continuamente sostenido, reclamado y corregido por ella. Pero sobre todo, y de forma radical, sucede así en la historia de la salvación. Para entrar en la historia de la humanidad, Dios necesitó el sí de una mujer. Sin el sí de María, Jesucristo no se habría encarnado; es la disponibilidad de María, que se pone al servicio de Dios, la que hizo posible nuestra salvación.
Desde entonces, también históricamente, las mujeres han adquirido nueva dignidad, valor y estatura. A nosotros, después de dos mil años de cristianismo y de doscientos de lucha por la emancipación de la mujer, nos cuesta percibir el alcance revolucionario de la afirmación de san Pablo: «No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer» (Gál 3,28). Esta afirmación refleja el valor que ha dado Jesús a la mujer, pues él mismo obedeció a su madre en las bodas de Caná (Jn 2,1-11); no dudó en acoger a mujeres a las que la mentalidad común condenaba, como la adúltera (Jn 8,3-11) y la prostituta (Lc 7,36-50), y, después de la resurrección, se apareció antes que a cualquier otro a la Magdalena (Jn 20,1-18), confiándole la tarea de anunciar que había resucitado, hasta tal punto que «a María Magdalena santo Tomás de Aquino le da el singular calificativo de apóstol de los Apóstoles (apostolorum apostola), dedicándole un bello comentario: “Del mismo modo que una mujer había anunciado al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer fue la primera en anunciar a los Apóstoles palabras de vida”», como recordó hace años Benedicto XVI.6
Con el tiempo, el machismo y una cierta mentalidad patriarcal han hecho mella en el ámbito cristiano, pero no han conseguido vaciar el nuevo papel salvífico de la mujer, que ha florecido en una cantidad enorme de santas que han tenido un rol determinante en la vida de la Iglesia y de los pueblos como madres de familia, religiosas, fundadoras y reinas.7
Esta importancia decisiva de la mujer para la salvación del hombre es, además, la experiencia que he tenido cotidianamente en mi vida. Recuerdo como si fuese ahora cuando fui por primera vez a ver a don Giussani para presentarle a la mujer con la que me iba a casar, Grazia. Él le dedicó a ella toda su atención, y al final le dijo más o menos: «Piensa en un árbol. Para que dé frutos buenos hace falta que tenga unas raíces sólidas. Lo que cuentan son las raíces, aunque no se vean. Así es para tu marido y para ti: si él llega a hacer algo bueno en la vida, será porque tú lo sostienes, aunque los demás no lo vean». Y así ha sido: si he conseguido hacer algo bueno en mi vida es porque mi mujer me ha sostenido, corregido y perdonado constantemente.
Cuando volvimos a ver a don Giussani años después, y le dije que Grazia había sido siempre fiel a aquella indicación suya, él dio un puñetazo en la mesa y dijo: «¡Esto es el cristianismo!». Esta es la sabiduría nueva que Jesús ha venido a traer: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10,43-45).
Para mí, este es el punto más revolucionario, porque el criterio que nos mueve normalmente en la vida es el poder, la afirmación de uno mismo, o bien el cálculo, la medida: yo he hecho esto, tú deberías hacer esto otro… Si el criterio es el poder, el otro se convierte en un obstáculo; si es el cálculo, las cuentas nunca salen. En cambio, si el criterio supremo de la vida es el servicio, si el camino para la afirmación de uno mismo es el servicio al otro, y en el fondo el servicio al destino común que nos liga el uno al otro, entonces la perspectiva cambia por completo.
Desde esta perspectiva, siempre he percibido que la mujer tiene una capacidad mayor de servicio que nosotros, los hombres, quienes necesitamos mirar y aprender; y por ello tiene una especie de primado, de responsabilidad especial a la hora de poner en movimiento el dinamismo del servicio recíproco. Como escribía Juan Pablo II en la carta apostólica dedicada a la dignidad de la mujer, Mulieris dignitatem:
La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación.8
Hablando una vez con mi mujer de estos temas, ella me vino a decir: «Está bien, los hombres necesitan a una mujer que los cuide. Pero, a nosotras, ¿quién nos cuida?». La pregunta no es banal en absoluto. Sin embargo, la respuesta es fácil: los hombres; en el sentido de que un hombre que se siente acogido y sostenido en su necesidad se pone a su vez al servicio de la mujer, da la vida por ella. Es una relación que se refleja de forma emblemática en la imagen del caballero medieval arrodillado delante de su dama. Cuando este es acogido en su necesidad, cuando encuentra una mujer que, por así decir, es fan de él, que sostiene su obra, el hombre se arrodilla delante de ella, está dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a dejarse la vida. Y me permito añadir, por lo que yo sé, que una imagen de este tipo, el hombre fuerte y vigoroso de rodillas delante de su dama, ha nacido solo en el contexto de la cultura cristiana, del valor que el cristianismo atribuye a las mujeres. De este modo se activa un círculo virtuoso del que se alimentan todos, hombres y mujeres.
No soy capaz de leer el Paraíso sin tener presente todo esto. Se trata de una gran historia de amor, constituye una alabanza extraordinaria no solo de Beatriz, sino de todas las mujeres, de esta capacidad —y responsabilidad— sobrecogedora que ellas tienen de constituir para sus hombres camino hacia el destino. Porque al final este es el objetivo último de la Divina comedia, el problema radical de la vida de todos: poder mirar a Dios a la cara, comprender, dentro de una experiencia amorosa, cuál es la fuerza «que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, v. 145), cuál es el objeto adecuado de nuestro deseo, cuál es el camino posible para la felicidad.
1 Cf. D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., p. 17.
2 Para la cuestión de Dante y Beatriz, remito a la lectura que propuse al respecto en D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 41-56.
3 C. Péguy, Verónica, diálogo de la historia y el alma carnal, Nuevo Inicio, Granada, 2008, pp. 131-132.
4 «Vida nueva», XXXI, 1-2, en D. Alighieri, Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 564.
5 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 97-98.
6 Benedicto XVI, Audiencia general, 14 de febrero de 2007.
7 Sobre este tema, véase, por ejemplo, R. Pernoud, La mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Barcelona, 1999; J. Ratzinger, Maestros y místicas medievales, Ciudad Nueva, Madrid, 2011.
8 Juan Pablo II, carta apostólica Mulieris dignitatem, n.º 30.