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EL PARAÍSO Y EL COSMOS DE DANTE
ОглавлениеOtra dificultad con la que nos encontramos cuando leemos el Paraíso es la estructura del cosmos en que Dante sitúa su viaje, obviamente muy distinta de la que conocemos actualmente. Se trata de una dificultad real, por ello vamos a abordarla enseguida, a fin de estar en las mejores condiciones para comenzar la lectura.
¿Cómo está hecho el cosmos de Dante? Como todos los pensadores antiguos y medievales, Dante adopta la descripción del universo propuesta por Aristóteles, corregida por Ptolomeo e integrada finalmente a la luz de la revelación cristiana, que él mismo expone en El convite.1 Alrededor de la Tierra, que está puesta en el centro del universo, rotan diez esferas concéntricas o cielos. Los primeros siete son los de los cuerpos del sistema solar —es decir, la Luna, el Sol y los cinco planetas conocidos entonces— y el octavo es el de las estrellas fijas; hasta aquí había llegado Aristóteles. Para explicar el origen de los movimientos celestes, Ptolomeo había añadido el noveno cielo, el Primer Móvil o cristalino, al que imaginaba formado por una materia transparente. Finalmente, los filósofos cristianos habían introducido un décimo cielo, que no pertenece al mundo creado, sino que es el lugar de Dios y de los bienaventurados, y que Dante llama en El convite «empíreo».2
Antes de proseguir, aclaremos un punto a propósito de esto. El paraíso en sentido estricto se encuentra solo en este último cielo, donde las almas de los santos gozan de la visión de Dios. Sin embargo, Dante no llega directamente al empíreo, sino que atraviesa uno a uno los demás cielos, y en cada uno de ellos se encuentra con determinados grupos de bienaventurados. Como explicará Beatriz (cf. Par., IV, vv. 28-39), esto se produce porque los bienaventurados han dejado temporalmente su sede para salir a su encuentro, para indicarle un recorrido que, a través de los distintos grados de la santidad —volveremos sobre esto enseguida—, pueda educarlo paso a paso en su camino hacia Dios.
Me gustaría añadir algo sobre la fisonomía de los santos en el Paraíso. Como veremos, los bienaventurados no se limitan a mostrarse a Dante, sino que se entretienen bastante con él, y en sus conversaciones no hablan solo de sí mismos o del paraíso, sino que a menudo se detienen sobre los asuntos terrenales, y no pocas veces con un lenguaje que es de todo menos paradisíaco. Se plantean al respecto varias cuestiones: ¿Por qué los santos pierden el tiempo, por así decir, ocupándose de la tierra? ¿Y por qué hablan de ella en términos a veces tan fuertes?
Empecemos por la segunda pregunta. El Paraíso está lleno de expresiones bastante rudas: la «cuba» de la «sangre ferraresa» (Par., IX, vv. 55-56), «soportar el hedor» (Par., XVI, v. 55), «deja que quien tenga sarna se rasque» (Par., XVII, v. 129), y muchas otras. ¿Cómo es posible que los bienaventurados se expresen con términos tan poco acordes con lugar en que se encuentran? Para empezar, el recurso a expresiones tan coloridas y punzantes tiene un valor pedagógico. Es como si Dante usase este lenguaje para darnos a entender cómo se apasionan los santos por nuestra vida, cuán profundo es el vínculo que los une a nosotros, aquí en la Tierra. Un vínculo que podrá asombrar a quien tenga una imagen desencarnada del cristianismo, del paraíso, pero que es esencial en la concepción cristiana de la vida.
Utilizando el lenguaje teológico, podemos decir que, dado que la característica principal de la Iglesia es la unidad —«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21)—, la Iglesia triunfante —la del paraíso— participa intensa y profundamente en la vida de la Iglesia militante, que sigue combatiendo su lucha en la Tierra. En palabras más sencillas, podríamos decir que los santos, hombres y mujeres que han experimentado toda la dureza de la condición humana, siguen participando en los sufrimientos y luchas de la humanidad. Es decir, que los santos son aquellos que han salido vencedores, que han jugado y vencido su partida; pero, justamente por eso, porque conocen el drama de la lucha, animan a los que todavía la están librando.
Ahondando más, podemos decir que es Dios mismo quien participa en los dolores y las pruebas de la condición humana. La encarnación no es un evento que se acabase con la vida y muerte de Jesús; por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el evento de la encarnación sigue actuando en la historia.
Volvamos ahora a la estructura del cosmos. Otro aspecto que hay que tener presente, además de la forma, es el movimiento del cosmos, asunto que suponía un gran problema para los antiguos y medievales. ¿Por qué rotan las estrellas y los planetas, y lo hacen con un movimiento tan regular? La respuesta de la astronomía aristotélico-cristiana es ingeniosa. El Primer Móvil, explica Dante, se mueve con un movimiento «velocísimo» porque se ve empujado por el deseo de gozar plenamente de la cercanía de Dios, que está fuera de él. De este modo, con el fin de que cada punto suyo esté lo más posible en contacto con cualquier punto de Dios y, por tanto, pueda gozar más completamente del contacto con Él, el Primer Móvil se mueve con tanta rapidez «que su velocidad resulta casi incomprensible»3. A partir de este Primer Móvil, el movimiento se propaga después a los cielos que están por debajo, bajando desde el de las estrellas fijas hasta el de la Luna.
A esta explicación del movimiento de los cielos acompaña otra que, en cierto sentido, la integra: el movimiento de cada una de las esferas celestes está gobernado por uno de los coros angélicos. Según la teología medieval, los ángeles están divididos en nueve coros, que en la imagen dantesca rotan alrededor de Dios en círculos concéntricos (Par., XXVIII, vv. 16-39); los más cercanos a Él son los serafines, después vienen, por orden, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles.4 Y cada uno de estos coros se ocupa, por así decir, del movimiento de uno de los cielos: los serafines presiden el movimiento del Primer Móvil, los querubines el de las estrellas fijas y así hasta llegar a los ángeles, que regulan el ciclo de la Luna.
Asimismo, a través de estas jerarquías de cielos y coros angélicos, no solo baja a la Tierra el movimiento del empíreo, sino que lo hacen también las virtudes;5 es decir, todas las potencias y las capacidades que Dios introduce en la creación. Como explica Beatriz en el Canto II (cf. Par., II, vv. 112 y ss.), Dios infunde en el Primer Móvil su potencia creadora, que desde allí desciende al cielo de las estrellas fijas. Aquí da comienzo una diferenciación, porque cada constelación no recibe toda la energía de Dios, sino que absorbe de ella únicamente algún rasgo, y por ello la refleja hacia abajo según un matiz determinado. Según va bajando, la potencia divina impregna los cielos de los distintos planetas, y cada uno de estos redistribuye hacia abajo la virtud específica que ha recibido de lo alto según sus propias características; de modo que, grado a grado, la energía creadora de Dios sigue modificándose, y llega a la Tierra en diferentes formas.
De este modo, todo el universo se concibe como una totalidad orgánica en la que, partiendo del único impulso creador de Dios, todos los elementos distintos que forman parte de él están vinculados entre ellos y remiten al Creador, como explica Beatriz ya en el Canto I: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (Par., I, vv. 103-105).
En el marco de esta gran arquitectura, Dante organiza los temas que ha de abordar. Aquí es preciso señalar que en el Infierno y el Purgatorio había dedicado un espacio a la explicación de su estructura en relación con la distribución de los pecados (cf. Inf., XI, vv. 1-66; Purg., XVII, vv. 91-139), mientras que en el Paraíso no encontramos una reflexión análoga sobre el orden de las virtudes. Sin embargo, la pasión racional de Dante por el orden del mundo, que se refleja en la escritura rigurosa de su poema, no podía desde luego fallar aquí; de hecho, creo que el orden con que construye el recorrido es claramente reconocible. Veámoslo.
Los cantos del I al IX, como los otros cánticos, son introductorios y plantean el tema del orden del mundo, percibido en sus distintos aspectos:
— Luna, el orden del cosmos:
• Cantos I-II: orden del cosmos.
• Cantos III-V: la libertad del hombre frente a fuerzas superiores a Él.
— Mercurio, el orden de la historia universal:
• Canto VI: la historia política: el Imperio.
• Canto VII: la historia religiosa: la redención.
— Venus, el orden de la historia personal; es decir, el sentido de las inclinaciones de cada uno:
• Canto VIII: para el bien social.
• Canto IX: para la salvación personal.
Los cantos del X al XXII tratan las distintas virtudes, por así decir, humanas:
— Sol (cantos X-XIV): la verdadera sabiduría.
— Marte (cantos XV-XVIII): el testimonio hasta el martirio.
— Júpiter (cantos XIX-XX): la justicia humana y la justicia divina (el misterio de la elección de Dios).
— Saturno (cantos XXI-XXII): la contemplación del misterio de Dios y el compromiso en la historia.
Finalmente, los cantos XXIII al XXXIII abordan las virtudes teologales y marcan el camino hacia la contemplación del mismo Dios:
— Cielo de las estrellas fijas (cantos XXIII-XXVII): las tres virtudes teologales y el triunfo de las almas del paraíso.
— Primer Móvil (cantos XXVIII-XXIX): los ángeles.
— Empíreo (cantos XXX-XXXIII): visión directa, primero de los bienaventurados y de los ángeles, y finalmente de Dios; con los tres pasos de la visión de Dios: unidad en la multiplicidad, Trinidad, encarnación.
Dicho todo esto, anticipamos la posible objeción de algún lector que sonaría más o menos así: Dante creía que todo giraba en torno a la Tierra y que los astros ejercían una influencia sobre la vida, y tenía necesidad de Dios y de los ángeles para explicar todos esos movimientos que, de otro modo, no podía justificar; pero ahora nosotros tenemos la física galileana, el cosmos newtoniano, sabemos que el universo se mueve por efecto del Big Bang y de la fuerza de la gravedad. ¿Cómo podemos tomar en serio sus afirmaciones sobre la unidad del cosmos y el orden del mundo que inducen a pensar en un creador?
Para responder a esta eventual objeción, me limito a hacer tres observaciones.
La primera: no olvidemos que el cosmos de Dante refleja, en el fondo, una sabiduría antigua. Desde siempre, los hombres han visto que todas sus actividades están ligadas a los ciclos de la naturaleza, a las estaciones, a las fases lunares, etc.; por ello, el sentimiento que percibe un vínculo profundo entre los eventos de la Tierra y los del cosmos no tiene nada de ingenuo.
La segunda: también en la época moderna, muchos científicos se han visto empujados, precisamente por el descubrimiento de las leyes que regulan el universo, a mirarlo con asombro estupefacto y a levantar los ojos hacia un posible creador, empezando por el mismo Newton: «Los movimientos que tienen ahora los planetas no pudieron surgir de ninguna causa natural sola, sino que fueron impresos por un agente inteligente».6 El mismo Einstein, entre otros, se hace eco de ello: «Cualquiera que esté seriamente comprometido con la investigación científica se convence de que existe un espíritu que se manifiesta en las leyes del universo. Un espíritu muy superior al del hombre, un espíritu frente al cual, con nuestras modestas posibilidades, solo podemos experimentar un sentimiento de humildad. De este modo, la investigación científica conduce a un sentimiento religioso».7
La tercera: incluso sin llegar explícitamente a Dios, los científicos no dejan de constatar admirados cómo el orden del mundo está en función del desarrollo de la vida humana. En el Canto X, Dante observa que la inclinación de la eclíptica permite la alternancia de las estaciones y señala que si esta inclinación fuese ligeramente distinta, resultaría muy difícil que hubiera vida sobre la Tierra (cf. Par., X, vv. 13-21). Siete siglos después, los científicos hablan de principio antrópico para indicar el hecho de que las leyes que gobiernan el universo parecen hechas aposta para permitir el desarrollo de la vida, y explican que, si una sola de las constantes físicas hubiese sido infinitesimalmente diferente de lo que es, el universo no habría tenido el desarrollo que ha hecho posible la formación de las estrellas, de los planetas y de la vida.8
Con esto no pretendo desde luego decir que el orden del mundo prueba o demuestra la existencia de Dios. Digo simplemente que, con el progreso de las ciencias, el asombro por el orden del universo y por el nexo entre este orden y nuestra vida no ha desaparecido. Ayer como hoy, el orden del mundo induce a reflexionar sobre la relación entre el hombre y el Creador. Lo cual no significa que lo demuestre mecánicamente, porque, también aquí, siempre está en juego la libertad del que conoce.
1 «Digo, pues, que del número y situación de los cielos ha habido muchas opiniones, si bien la verdad ha sido alcanzada al final. […] Y el orden de situación es el siguiente: el primero que enumeramos es aquel donde está la Luna; el segundo es aquel donde está Mercurio; el tercero es aquel donde está Venus; el cuarto es aquel donde está el Sol; el quinto es el de Marte; el sexto es el de Júpiter; el séptimo el de Saturno; el octavo, el de las estrellas; el noveno es aquel que solo conocemos por este movimiento que hemos referido, al cual muchos llaman cielo cristalino, esto es, diáfano o totalmente transparente. En realidad, además de todos estos cielos, los católicos ponen el cielo empíreo, que quiere decir cielo de llamas o cielo luminoso, y afirman que es inmóvil, por tener en sí, en todas sus partes, lo que su material requiere. Y este es el motivo de que el Primer Móvil tenga un movimiento velocísimo, pues por el vehementísimo deseo que cada una de las partes del noveno cielo, inmediato a aquel, tiene de estar unida con cada una de las partes de aquel divinísimo y sereno cielo, se dirige a este con tanto deseo, que su velocidad resulta casi incomprensible. Quieto y pacifico es el lugar de aquella suma deidad, que es la única que se ve [a sí] por completo. Este es el lugar de los espíritus bienaventurados, según lo afirma la santa Iglesia, que no puede decir mentira […]. Este es el soberano edificio del mundo, dentro del cual queda incluido todo el mundo y fuera del cual nada existe; y no está en un lugar determinado, sino que fue formado solamente en la primera Inteligencia […]. Y así, resumiendo el razonamiento hecho, son diez los cielos que hay» («El convite», II, III, en Obras completas de Dante Alighieri, BAC, Madrid, 2015, pp. 590-591).
2 En realidad, el término empíreo no aparece nunca en la Divina comedia. Sin embargo, siguiendo una tradición ya consolidada, a lo largo del comentario lo utilizaremos nosotros también para indicar el mundo que Dante contempla más allá del Primer Móvil.
3 «El convite», II, III, 9, en Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 591.
4 Que no se confunda el lector con el doble matiz de significado de la palabra ángeles. Por un lado, ángeles es un término genérico, que comprende los distintos tipos que hemos nombrado. En este sentido, serafines, querubines, etc., son todos ángeles. Por otro, el término se usa de modo específico para indicar un grupo particular, el de aquellos que solo tienen la calificación de ángeles sin pertenecer a ninguna de las otras categorías.
5 Que no se despiste el lector aquí tampoco con el doble significado del término. Por un lado, como hemos visto, virtud es el nombre de uno de los coros angélicos; sin embargo, de aquí en adelante usamos el vocablo en su significado más habitual de ‘capacidad’, ‘potencia’, como cuando se habla, por ejemplo, de las virtudes curativas de una planta.
6 I. Newton, Carta a Richard Bentley, 10 de diciembre de 1692 (traducción propia).
7 H. Dukas y B. Hoffmann, Albert Einstein. The Humane side, Princeton University Press, Princeton, 1989, p. 32 (traducción propia).
8 Cf., por ejemplo, J. D. Barrow y F. J. Tipler, Il principio antrópico, Adelphi, Milán, 2002; M. Rees, Seis números nada más, Debate, Madrid, 2001.