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EL PARAÍSO: LA PALABRA, LA EXPERIENCIA, LA MIRADA

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Aclarado todo lo anterior, podemos centrar ahora nuestra atención en algunos elementos claves del Paraíso.

Una primera característica a la que se refiere Dante continuamente es la dificultad para narrar con palabras adecuadas lo que ha visto. Desde el primer hasta el último canto retorna, como una especie de motivo conductor, la advertencia al lector: «Ten en cuenta que la experiencia que he tenido es tan extraordinaria que cualquier intento de referirla es limitado, inadecuado y pobre». Podría resonar aquí la objeción acerca del carácter abstracto del Paraíso. Es verdad que el Infierno es concreto, reproduce la vida tal como es, y por ello resulta más fácil comprenderlo; aquí estamos hablando de algo etéreo, extraño a la vida cotidiana, por eso las palabras de la vida resultan inadecuadas…

Para responder a esta objeción, nos remitimos a una observación general: no solo Dios, sino toda la realidad material, todo lo que tenemos ante nuestros ojos, va más allá de nuestra capacidad de comprender, y por tanto de describirlo con palabras; cualquier palabra, cualquier discurso no es más que una aproximación que trata de captar algún elemento de la realidad, pero nunca llega a agotarla.

La insuficiencia del lenguaje resulta especialmente evidente cuando abordamos los aspectos decisivos de la vida. Pensemos en las experiencias fundamentales de la existencia: ¿Qué es el amor?, ¿qué es la amistad? Podemos hablar de ello durante horas, semanas, pero nuestras palabras siempre resultarán pobres con respecto a la experiencia. Y, para alguien que no haya tenido la experiencia de un amor o de una amistad, esas palabras, por mucho que su significado literal resulte claro, siguen mudas.

Esto no quita para que las palabras puedan, en cualquier caso, constituir una invitación. Es lo que nos pasa cuando nos topamos con un testigo, con una persona que nos muestra una forma bella e interesante de vivir. Pero lo que realmente nos convence, lo que nos empuja a seguirlo, más que la comprensión exacta del contenido de sus palabras, es la alegría de su rostro, es la promesa de bien que contiene su forma de ser y de estar en el mundo.

Pensemos, por ejemplo, en el comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1, 35-41). Aquí nos encontramos con Juan y Andrés, que están escuchando al Bautista que habla y que, en un momento dado, grita: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Entonces esos dos se van detrás de ese hombre y pasan con él todo el día. Al día siguiente, Juan se encuentra con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). ¿Qué les diría Jesús a aquellos dos para suscitar en ellos semejante certeza? No lo sabemos. Pero imagino que cuando Simón le preguntara a Andrés: ¿Cómo puedes saberlo, qué os ha dicho para que hables de este modo?, el pobre Andrés balbucearía confuso: No sé, no me acuerdo, dijo esto, aquello… No recordaría las palabras, pero la impresión que aquel hombre le había producido estaba grabada en su corazón. Exactamente como dice Dante en el Canto XXXIII (vv. 58-63):

Como aquel que soñando ve, y después del sueño la impresión recibida permanece, y no queda más en la mente, así estoy yo, que casi ha cesado mi visión completamente y aún destila en mi corazón la dulzura que nació de ella.

En este sentido, el hecho de que no basten las palabras para describir una experiencia no representa un límite; tiene un valor positivo, porque suscita en quien escucha el deseo de experimentarla a su vez. Por poner un ejemplo algo reductivo pero claro: es como cuando un amigo, al volver de las vacaciones, nos habla entusiasmado del lugar donde ha estado, de los paisajes maravillosos, de la comida exquisita, del hotel cómodo y barato… Es obvio que sus palabras consiguen solo dar una idea aproximada de lo que ha vivido, pero tú empiezas a pensar que el año que viene quieres reservar plaza en ese mismo sitio. Y, si esta dinámica vale para un detalle como son las vacaciones, cuánto más lo será para el interés supremo, el interés por la felicidad, por el significado de la vida. Es como si el interlocutor nos dijese: Sí, trataré de darte una idea con mis pobres palabras, pero estas son solo un punto de partida, una invitación para que tú mismo vivas esa experiencia.

Una vez más, vuelve a la mente el himno de san Bernardo: «Nec lingua valet dicere / nec littera exprimere; / expertus potest credere».1 Ni la palabra (lingua) ni la escritura (littera) consiguen expresar; solo quien lo experimenta puede comprender. La palabra siempre resulta pobre, pues reduce de algún modo la realidad que nombra; el valor de la palabra verdadera, del testigo que cuenta una experiencia como la de Dante, consiste en encender el deseo en la persona que escucha de vivir la misma experiencia. El mismo Dante lo recuerda repetidamente: «A los que la gracia proporcione una experiencia así» (Par., I, v. 72); «pero puede ser creído y desear verlo» (Par., X, v. 45); «pero quien toma la cruz y sigue a Cristo, me excusará por lo que dejo de decir» (Par., XIV, vv. 106-107); y así sucesivamente.

Es tan cierto que la palabra es siempre inadecuada para describir la realidad y, a la vez, constituye una invitación a vivir una experiencia, que para comunicarse a los hombres Dios no ha elegido el camino de la palabra, sino el de la experiencia; o mejor, de la palabra que toma carne en una experiencia: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Para comunicarse a los hombres, la palabra eterna de Dios no se ha quedado momificada en un libro, que contiene una descripción de la naturaleza de Dios o un manual de normas de comportamiento, sino que ha tomado carne y sigue en una realidad viviente. «Y el Verbo se hizo carne» quiere decir que el camino para encontrar a Dios, para entrar en el misterio de Dios, no es solo la lectura de un texto, sino la participación en la experiencia amorosa de su presencia en la Iglesia.

Cuando oigo hablar de las tres religiones del libro me sublevo un poco. ¡El cristianismo no es una religión del libro! Es verdad que están las Escrituras y el Evangelio, pero el Evangelio es la descripción de una experiencia que continúa en la Iglesia; y la lectura del Evangelio tiene una función análoga a la que Dante atribuye aquí a la poesía, que es invitarnos a vivir la misma experiencia que se relata en el poema. Es la experiencia lo que hace posible el conocimiento verdadero, que es, en efecto, identificación, implicación afectiva en la vida de otro, en la trama de relaciones que encontramos; y luego la palabra procura dar voz a esa experiencia.

Podríamos decir que la encarnación establece el primado de la experiencia sobre el discurso. Y, de este modo, entre otras cosas, hace que el saber sea accesible a todos: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los sencillos», dice Jesús (Mt 11,25). Ya lo observamos con anterioridad,2 pero, al emprender la última etapa del recorrido, la más rica en discursos filosóficos y teológicos, me parece importante traerlo a colación para no caer en la tentación de pensar que aquí nos las tenemos que ver con temas que solo pueden entender los que tienen una determinada formación.

Creo que nos ayudan a introducirnos en este tema algunas líneas de una carta escrita hace años por un chaval problemático y genial que, después de decir que lo único que los chavales necesitan son adultos que sepan testimoniarles una esperanza,3 prosigue así:

Su esperanza, si es verdadera, fascinará por sí misma, pero tiene que ser verdadera, vivida de verdad. Debe ser verdadera como la de mi abuelo, que, durante la guerra, fue náufrago durante dos días y dos noches porque los ingleses habían hundido su barco; que vio morir de forma terrible a muchos de sus compañeros y que después se salvó llevando consigo la angustia y los traumas de aquellos días. Y que sin psicólogos ni maestros de la expresividad sacó adelante a una familia, enseñó a amar y a «hacer las cosas con los siete sacramentos», como le gustaba decir. O mi abuela, que con ocho años tenía joroba, que vio pasar delante de ella a la muerte durante la guerra, que se montó su propia tienda en la que trabajó hasta la vejez. Mi abuelita pequeña, pequeña, a la que he visto llevar 70 kilos a la espalda y que nos enseñaba de pequeños a matar las serpientes del jardín. Que se dejó conquistar por mi abuelo, que iba a buscarla al pueblo con el carrito del helado, que usaba para cortejarla. En tres meses se casaron y permanecieron juntos toda la vida entre alzhéimer, sacrificios y problemas. ¿Entiendes, Franco?

Mi abuelo expresaba su amor con el carrito del helado, y mi abuela, que era dura como el mármol, pero inteligente como un ángel, se casó con él. Punto. Se casó con él en dialecto, se casó con él llevando dentro la esperanza. Porque el dialecto de mi abuela tenía algo que decir, tenía una esperanza. Yo no me caso ni en arameo, esperanto o serbocroata, con todos los textos de Freud y compañía, las enciclopedias y las artes, cómodamente disponibles en cualquier formato imaginable.

Estoy seguro de que, si Dante se hubiese encontrado con mi abuela, habría hablado con ella amablemente del huerto y de la tienda, y si hubiese hablado de su viaje por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, Dante habría dicho: «Tel se anca ti Maria, il Signur ved e prued» [«Tú también lo sabes, María, el Señor ve y provee»], y mi abuela habría entendido. Además, mi abuela escucharía gustosa la Divina comedia, siempre le fascinó. Pero habría comprendido todo en esa frase. Porque mi abuela hablaba la lengua de Dante, la abuela vivía la lengua de Dante, aunque hubiera aprendido el italiano en el colegio, y hablara en dialecto.

Frente a estos abuelos, frente a mis abuelos y a generaciones de campesinos y de artesanos que desde tiempos remotos llegan —¡gracias a Dios!—hasta nuestros días, no puedo dejar de preguntarme: ¿De dónde sacaban una sabiduría así? No habían ido al colegio, no habían estudiado, probablemente ni siquiera entendían mucho de las homilías del cura. ¿De dónde les venía una sabiduría así?

Me atrevo a ofrecer una respuesta que creo haber comprendido hace poco, gracias a la situación de reclusión a la que me ha obligado la pandemia. Para evitar lo más posible el riesgo de contagiarme de covid, me había refugiado en una aldea de montaña. Permanecí allí durante meses, y pasé casi todo el tiempo dedicado a actividades que me gustan, pero a las cuales, por la vida que he llevado, nunca había conseguido dedicarme: trabajar la madera, serrar, cepillar, abrillantar, barnizar… Y, cuanto más trabajaba, más cuenta me daba de que era un analfabeto, de que tenía que aprender desde el principio lo que habitantes del lugar, que ni siquiera habían terminado la enseñanza básica, conocían al dedillo porque lo habían mamado. Y, poco a poco, comprendí que lo que ellos habían respirado desde pequeños y que a mí me faltaba era la capacidad de obedecer a la realidad. Así es, yo veía un trozo de madera y decía para mis adentros: qué bonito, ahora voy a hacer esto, voy a hacer lo otro…, pero la madera no quería saber nada de ello: se arqueaba, se agrietaba, se rompía. Entonces, un amigo de allí me explicó con paciencia: «Bambo [en dialecto bergamasco, es una expresión afectuosa para decir ‘bobo’, ‘tontorrón’], ¿no lo ves? Aquí hay una veta, síguela; allí hay un nudo, evítalo; si vas contra ellos, la madera se te rebela a la fuerza».

De repente, se me abrió un mundo y descubrí de dónde viene esa sabiduría: de la obediencia a la realidad. Porque un campesino, un artesano, para alcanzar su finalidad, para llegar a su cosecha o su producto, ¿qué tienen que hacer? Tienen que mirar cuáles son las características del terreno, del clima, del material con el que trabajan; sin duda, también aran la tierra, riegan, sierran, cepillan…, pero lo hacen obedeciendo a las condiciones que plantea la realidad, plegándose, por así decir, a sus exigencias. Resulta patente que es lo contrario de una actitud derrotista, pasiva, pues actúan, lo intentan, se equivocan, vuelven a intentarlo, inventan, hasta que alcanzan el resultado que quieren, y después uno mejor, y otro mejor aún… Pero la raíz que les permite ser activos y creativos es la obediencia a la realidad tal como está hecha.

Entonces me dije: Por esto los que reconocen a Jesús son sobre todo pescadores, artesanos, pastores: están más acostumbrados a mirar, a reconocer los signos de lo que tienen delante, las evidencias que se imponen ante sus ojos. Por el contrario, la mayoría de las veces los sabios y entendidos se fían solo de sí mismos, y lo miden todo con el metro de sus ideas, de lo que ya saben, tendiendo con mayor facilidad a rechazarlo cuando no corresponde a sus medidas.

No quiero absolutizar en modo alguno. En efecto, sé perfectamente que en la gruta de Belén había pastores, pero también Reyes Magos, que eran ilustres estudiosos. Sabios, ciertamente, pero con una actitud abierta, con un corazón disponible, porque habían visto aparecer en el cielo una señal nueva, extraña, y la curiosidad los había impulsado a ir a ver qué indicaba esa señal. Y, cuando se encontraron ante ellos un espectáculo inesperado, se arrodillaron, plegaron su sabiduría e inteligencia a una realidad distinta de la que quizá esperaban.

Dante nos insta a asumir esta actitud, que debemos reconquistar para leer adecuadamente el Paraíso: estar delante de la realidad tal como se nos da en la experiencia, obedecer a la realidad. Consecuentemente, las palabras que nacen de esta actitud no son expresión de pensamientos abstractos, sino reflexiones sobre la experiencia, intentos de narrarla. Prueba de ello es que el Paraíso es el cántico que contiene más discursos directos, más palabras pronunciadas por los personajes: se trata precisamente del intento de profundizar cada vez más en la experiencia como acontecimiento en acto, no de sustituir la experiencia por un discurso.

En esta concepción de la vida y de la poesía fundada sobre el primado de la experiencia, el factor decisivo es la mirada. Y aquí debemos detenernos, porque la palabra mirada recapitula sintéticamente todo el recorrido de la Divina comedia y la imagen de la vida que en ella se expresa.

Permítaseme una breve digresión al respecto. Hace algún tiempo, se pusieron en contacto conmigo algunos responsables de la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid, interesados en la traducción al español de mis trabajos sobre Dante. Yo tenía un montón de compromisos y, durante algún tiempo, les di largas. Al final acepté su invitación, creyendo que se trataba de hacer simplemente una visita de cortesía y de explicar las razones por las que no podía aceptar su propuesta. Solo que, al llegar a la universidad, lo primero que me impresionó fue un cartel escrito con letras enormes que decía: «La educación es una mirada». Me quedé entusiasmado y, a partir de ahí, empezó un diálogo intensísimo del que ha nacido una amistad extraordinaria.

Retomemos el discurso sobre la mirada y volvamos al comienzo de nuestro recorrido. ¿Dónde comienza la aventura de Dante? En una «selva oscura». En la oscuridad. El problema de Dante es que ha perdido la luz, ya no ve, no sabe reconocer la verdad de la vida. Y por eso todo el recorrido de la Comedia está determinado por el deseo de ver, desde el primer movimiento en la selva, el ascenso por la colina iluminada por el sol, hasta llegar a coronar la cima, la meta que es justamente la visión de Dios.

Para hacerme un regalo, un amigo ha metido la Comedia entera en un motor de búsqueda capaz de contar las veces que aparecen distintas palabras. ¿Cuáles son las que aparecen con mayor frecuencia? La primera es la palabra ojos, que aparece 213 veces; la tercera es vi, con 166 apariciones; entre paréntesis, añado que la segunda en la clasificación es la palabra bien, 211 veces, y la cuarta, mundo, 143 veces. Un elenco impresionante, que ratifica que la posición de Dante —que es también la de la cultura medieval en la que creció y a la que da voz— es una actitud llena de asombro ante la realidad, una mirada abierta —ojos, vi— ante la realidad —mundo—, cuya bondad reconoce —bien—.4

En este sentido, hay otro aspecto del texto de Dante que me ha fascinado siempre. ¿Cuál es el término con el que introduce por primera vez a Beatriz, al comienzo del poema? «Sus ojos brillaban más que los luceros» (Inf., II, v. 55). ¿Con qué identifica a la Virgen en el Canto XXXIII del Paraíso? «Los ojos por Dios amados y venerados» (Par., XXXIII, v. 40). ¿Y quién es la intermediaria entre María y Beatriz? Santa Lucía, que en la devoción popular es la patrona de la vista.

¿Por qué esta insistencia de Dante en los ojos, en la mirada, en el acto de ver? Es sencillo: porque todos estamos ciegos. Como dijimos al comentar el Canto I del Infierno,5 todos somos como el ciego del Evangelio, necesitamos que alguien nos devuelva la vista, nos enseñe a mirar, nos ayude a ver la verdad de la vida. ¿Y cuál es el dinamismo sano de la mirada, el dinamismo natural, aunque siempre necesitemos reconquistarlo? Lo digo con las palabras de una de las poesías que más amo, el Canto nocturno de un pastor errante de Asia, de Leopardi. En un momento dado escribe lo siguiente:6

A veces, si te miro

tan silenciosa, encima del desierto llano,

que allá, en el horizonte lejano,

cierra el cielo, o bien, con mi rebaño,

seguirme poco a poco, o cuando veo

arder allá en el cielo las estrellas,

pensativo me digo:

«¿Para qué tantas estrellas?

¿Qué hace el aire infinito, la profunda

serenidad sin fin? ¿Qué significa esta

inmensa soledad? ¿Y yo quién soy?».

Conmigo así razono.

Al principio, repetida dos veces, está la palabra miro [en el original italiano; en la traducción española se emplea miro y veo (N. del T.)]. El primer movimiento del hombre es el descubrimiento lleno de asombro de la realidad, de lo que tiene delante, de eso que le muestran los ojos. Este es el primer acto humano, el primer paso en el conocimiento del mundo.

De este primer paso nace el segundo, que es la pregunta, el pensamiento, la reflexión. Veo una cosa, y ella suscita en mí una serie de interrogantes; es el modus operandi del conocimiento humano. Leopardi lo subraya con las dos fórmulas con que abre y cierra la serie de preguntas: «Pensativo me digo», «conmigo así razono», como queriendo declarar: Así es como razono, como se razona, como funciona el pensamiento.

Entonces, si el dinamismo natural, originario del pensamiento, es este, ¿por qué nos cuesta mantenernos en este nivel? ¿Por qué tendemos a arrojar una sombra sobre el dato con nuestra cabeza? Lo hemos visto en el Canto II del Infierno,7 cuando Dante escribe: «Pues, pensándolo bien, abandoné la empresa que tan súbitamente había comenzado» (Inf., II, vv. 41-42). Delante del hecho, de la invitación de Virgilio, Dante responde que sí entusiasmado; sin embargo, luego se lo piensa, y el pensamiento introduce una sospecha. ¿Por qué?

Esta dinámica inadecuada de la razón, este uso incorrecto del pensamiento que niega el dato en vez de afirmarlo tiene que ver con el pecado original, que, como enseña el catecismo y también hemos recordado nosotros,8 es pecado de soberbia y de orgullo. La primera manifestación de la soberbia y del orgullo es la afirmación de un pensamiento propio contra la realidad.

Según el punto de vista que estamos examinando, ¿qué hicieron Adán y Eva? En lugar de disfrutar de la realidad tal como Dios la había creado, cedieron a la tentación de la serpiente; es decir, a la duda de que las cosas fuesen tal como las veían, de que lo que Dios les había dicho —«Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir» (Gén 2,17)— fuese verdad, de que un pensamiento que había surgido en su cabeza —«La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia» (Gén 3,6)— pudiera ser más verdadero que lo que Dios había puesto delante de ellos.

Este uso de la razón caracteriza buena parte del pensamiento moderno, fundado sobre la idea de que la única certeza se halla justamente en el sujeto y en su pensamiento, mientras que todo lo que vemos podría ser un engaño; más aún, podría no existir en absoluto, ser una ilusión. Montale expresa el corazón de la modernidad con una intuición genial: «Tal vez una mañana, caminando en un aire de vidrio, / árido, al volverme veré cumplirse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho».9

Para entenderlo mejor, detengámonos un momento en el término que empleamos comúnmente para indicar el hecho de devanarse los sesos con algo; es decir, para reflexionar. ¿Qué quiere decir reflexión? Según el diccionario Treccani,10 el significado originario del verbo reflexionar es ‘replegar’, ‘volverse’; siguiendo esta etimología, existe un modo de reflexionar que es un verdadero replegarse, volverse, dar la espalda a la realidad, a la evidencia primaria, a la sorpresa y a la llamada que constituye la realidad.

Un amigo me sugirió una vez otra interpretación de esta palabra. Se trata de una etimología muy libre, diría que creativa; a mí me encantó, y por eso la propongo aquí. Me invitó a pensar que flexionar se refiere al acto de las rodillas que se doblan; entonces reflexionar significa ‘volver a arrodillarse, arrodillarse de nuevo’. Cuando veo por primera vez la realidad, cuando la miro, me arrodillo ante ella por el asombro inmediato que suscita en mí; luego, después de haberla asimilado con el entendimiento, de haber razonado sobre ella, capto todavía más su grandeza, su belleza, su maravilla, y entonces reflexiono, vuelvo a arrodillarme con mayor conciencia, con más conocimiento de causa.

En mi opinión, esta interpretación nos ayuda a comprender mejor la alternativa. La realidad se ofrece ante nuestra mirada, suscita una pregunta y de allí nace nuestra reflexión, que puede producirse de dos formas. Si seguimos la primera acepción del término indicada, nos replegamos, nos volvemos, como hace Dante en el Canto II del Infierno, como suele hacer el pensamiento moderno, y arrojamos una duda sobre la realidad, una sospecha; en cambio, si secundamos la segunda hipótesis, volvemos a arrodillarnos, doblamos nuevamente nuestras rodillas de forma más consciente y agradecida ante el espectáculo de la realidad.

Si el tema de la mirada es clave en toda la Comedia, entonces el Paraíso es un camino para recuperar una mirada límpida, originaria, capaz de reconocer la realidad hasta el fondo. Un camino —lo veremos puntualmente canto a canto— de continua purificación de la mirada; cuanto más asciende Dante y se agudiza su vista, más capaz es de aguantar el resplandor de los bienaventurados con los que se encuentra y de captar todo los matices de lo que contempla.

Aquí, una vez más, no se trata de algo abstracto, sino del dinamismo de la vida. En efecto, ante una situación o una persona, todos nosotros echamos una primera ojeada y nos hacemos una idea general. Podemos quedarnos ahí, conformarnos —un término que vuelve aquí— con esta primera ojeada, viciada quizá por un prejuicio, por una idea previa que tenemos en la cabeza y que la impresión inicial parece confirmarnos. O bien podemos hacer como Dante, que no baja la mirada, que la mantiene fija, que sigue mirando para ir más al fondo. De este modo, nuestra vista empieza a captar aspectos que ya estaban ahí, pero que se nos habían escapado, y que solo la paciencia permite reconocer.

Sucede lo mismo cuando leemos un libro. En una primera lectura, nos sorprenden algunos elementos, pero, si volvemos a él, descubrimos características, detalles y referencias que al principio se nos habían escapado. Ya estaban ahí, desde el principio, pero ahora podemos captarlos porque nuestra mirada se ha vuelto más aguda.

Pensemos también en la liturgia. Cada año, la Iglesia nos invita a repetir los mismos gestos y las mismas palabras; ¡pero ahora reconozco en ellas un significado más profundo para mí que cuando era joven!

También recuerdo el asombro de las primeras excursiones escolares con el profesor de Ciencias de mi colegio. Delante de una platea de chavales estupefactos, nos enseñaba a mirar los pliegues de las rocas, las formas de las hojas, las características de los insectos. Ahí donde yo veía una serie de formas y colores carente de significado, él percibía una riqueza de detalles ilimitada. La realidad era siempre la misma, pero su mirada estaba infinitamente más educada y, por tanto, era mucho más profunda que la mía.

Según esto, podríamos decir que el verdadero conocimiento es el que nace de una mirada paciente y apasionada, que con el tiempo ahonda cada vez más en el objeto que tiene delante hasta llegar a captar poco a poco profundidades insospechadas. Es una ley que vale para todo, para el estudio, para la liturgia, para la vida cotidiana, en la que se pueden dar hechos que tienen algo de milagroso, como el que me contaba una amiga mía, cuyo matrimonio peligraba:

El año pasado parecía evidente que había llegado el momento de poner fin a nuestra relación, que era de todo menos relación, diálogo y compañía.

Una noche de octubre, agotada y segura de mi decisión, había resuelto decirle adiós y pedirle que hiciera las maletas. Estaba decidida, al cabo de meses en que no nos hablábamos y en los que cruzarse por el pasillo era como encontrarse delante de un extraño al que evitar. Entré en la cocina y le dije que había terminado todo y que quería que se marchase, pero sorprendentemente intervino el Espíritu Santo. No sé cómo, te lo juro, no sé por qué, pero no consigo encontrar otra explicación.

Empezamos a hablar, a contarnos algunos episodios, y poco a poco empecé a descubrir que algunos hechos por los que lo había juzgado mal no eran como yo los había interpretado; es más, al escucharlo, volví a ver al hombre bueno con el que me había casado.

Estamos a mitad de febrero y el milagro sigue durando.

¿Es todo espléndido? ¡No! En el fondo no ha cambiado nada en su forma de gestionar el tiempo, de no estar en casa, pero no sé cómo explicártelo. Estos hechos ya no son motivo para añadir ladrillos al muro. Lo que ha cambiado es mi mirada sobre él; sus límites ya no son un motivo de escándalo que me hace cuestionarme toda mi vocación, y al mirar así sus límites he empezado a aceptar también los míos.

He empezado a contarle lo que me pasa cada día, a llamarle por teléfono para saludarlo, a pedir —cosa que había olvidado—y a asombrarme por su disponibilidad. Cuántas veces por costumbre no he pedido y lo he dejado fuera, pero ya he perdido demasiado tiempo…

¿Qué decir? He dejado de desear lo que no tenía y que habría podido encontrar en otro sitio, y abrazo esta realidad que, desde que el Espíritu Santo me ha quitado el velo que cubría mis ojos y mi corazón, me parece más fascinante que nunca.

«No ha cambiado nada» en la realidad, «lo que ha cambiado es mi mirada». Este es el verdadero milagro, la capacidad de mirar, a través de las apariencias y a la vez más allá, hasta el fondo de ellas, el tejido bueno del que estamos hechos todos, del que todo está hecho.

Por eso, creo que la última petición de san Bernardo al término de la gran oración a la Virgen que abre el Canto XXXIII es que se disipen «todas las nubes» (Par., XXXIII, v. 31) para que Dante «pueda con los ojos elevarse más arriba, hacia la salud suprema» (Par., XXXIII, v. 26-27). En resumen: María, haz que él vea. Que pueda ver el esplendor de Dios en la realidad, que pueda verla mientras nace de las manos del Creador, que la vea en su fundamento último, en la belleza última con la que toda ella resplandece. Esto es lo que deseamos, el objetivo con el que nos disponemos a leer el Paraíso: que nuestros ojos puedan ver la gloria de Dios que resplandece en todo lo creado.

1 Bernardo de Claraval (atrib.), Lesu dulcis memoria.

2 Cf. D. Alighieri, Infierno, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, 2020, pp. 87-88; Purgatorio, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2021, pp. 293-294.

3 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., p. 253.

4 La palabra bien puede ser sustantivo o adverbio, y sería demasiado largo comprobar cuántas veces aparece en un caso y cuántas en el otro; lo que sí es cierto es que la frecuencia notable en que aparece el término es significativa.

5 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 58-59.

6 G. Leopardi, «Canto nocturno de un pastor errante de Asia», en id., Poesía y prosa, Alfaguara, Madrid, 1990, p. 179.

7 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 68-70.

8 Cf. ibidem, p. 172; y D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., pp. 143-144.

9 E. Montale, «Tal vez una mañana caminando en un aire de vidrio», en Huesos de sepia, Alberto Corazón (ed.), Madrid, 1975, p. 61.

10 Etimología de la palabra reflexión (del latín): prefijo re- ‘hacia atrás’, flectus ‘doblado’. Enciclopedia Treccani es el nombre con el que se conoce comúnmente a la Enciclopedia Italiana de las ciencias, las letras y las artes. La primera edición fue redactada por el Istituto dell›Enciclopedia Italiana, fundado en Roma el 18 febrero de 1925 por Giovanni Treccani y Giovanni Gentile.

Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri

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