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El tío. Leni
ОглавлениеUna tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural». Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.
—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no dejaran pasar a nadie.
—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates de tiendas.
—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos—. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?
—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres de mí.
—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?
—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar de mi proceso.
—Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido noticia de tu proceso.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó K.
—Ema me lo ha escrito —dijo el tío—. No tiene ningún trato contigo, por desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti.
Sacó la carta del bolsillo.
—Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pires probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho».
—Una niña encantadora—dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.
K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, Y ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al instituto.
—Y ¿qué dices tú ahora? —preguntó el tío, que daba la impresión de haberlo olvidado todo debido a su excitación y parecía leer la carta de nuevo.
—Sí, tío —dijo K—, es verdad.
—¿Es verdad? —exclamó el tío—. ¿Qué es verdad? ¿Cómo puede ser verdad? ¿Qué tipo de proceso? ¿No será un proceso penal?
—Un proceso penal —respondió K.
—¿Y estás aquí sentado tan tranquilo mientras tienes un proceso penal al cuello? —gritó el tío, que iba elevando cada vez más el tono de voz.
—Cuanto más tranquilo esté, mejor para el desenlace—dijo K cansado—. No temas nada.
—¡Eso no me puede tranquilizar! —gritó el tío—. Josef, querido Josef, piensa en ti, en tus parientes, en nuestro buen nombre. Hasta ahora has sido nuestro orgullo, no puedes convertirte en nuestra vergüenza. Tu actitud —y miró a K con la cabeza ligeramente inclinada—, tu actitud no me gusta, así no se comporta ningún acusado inocente que aún posee fuerzas. Dime en seguida de qué se trata para que pueda ayudarte. ¿Acaso se trata del banco?
—No —dijo K, y se levantó—. Hablas demasiado alto, querido tío, el empleado está seguramente detrás de la puerta y oye todo lo que decimos. Esto es muy desagradable para mí. Es mejor que nos vayamos. Contestaré a todas tus preguntas lo mejor que pueda. Sé muy bien que soy responsable ante la familia.
—Exacto —exclamó el tío—, exacto, date prisa, Josef, date prisa.
—Aún tengo que dar unos encargos —dijo K, y llamó por teléfono a su sustituto, que entró poco después. El tío, en su excitación, señaló con la mano a K para indicar que éste era el que le había llamado, de lo que naturalmente no había ninguna duda. K, que permanecía detrás del escritorio, aclaró en voz baja a su sustituto, un hombre joven, que, sin embargo, escuchaba con seriedad, todo lo que tenía que hacer en su ausencia, mostrándole distintos escritos. El tío molestaba al permanecer allí de pie, con los ojos muy abiertos y mordiéndose los labios; aunque en realidad no escuchaba, la impresión de que lo hacía era muy incómoda. Luego comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, deteniéndose un rato ante la ventana o ante un cuadro y pronunciando expresiones como: «Me es completamente incomprensible» o «ahora dime adónde va a ir a parar todo esto». El hombre joven hacía como si no notase nada, escuchó tranquilamente las instrucciones de K, anotó algunas cosas y salió, después de haber realizado una ligera inclinación ante K, así como ante el tío, que, sin embargo, le volvió la espalda, miró por la ventana y cerró los visillos. Apenas se había cerrado la puerta, el tío exclamó:
—Al fin se ha ido ese pelele, ahora podemos irnos. ¡Ya era hora!
Por desgracia, no hubo ningún medio para que el tío dejase las preguntas sobre el proceso cuando pasaban por el vestíbulo del banco, donde se encontraban algunos funcionarios, entre ellos el subdirector.
—Bien, Josef —comenzó el tío, mientras saludaba con inclinaciones de cabeza a los presentes—, dime ahora abiertamente qué tipo de proceso es.
K hizo algunos gestos para que no dijera nada, sonrió un poco y sólo cuando llegaron a la escalinata explicó al tío que no había querido hablar ante la gente.
—Has hecho bien —dijo el tío—, pero ahora habla.
Escuchó con la cabeza inclinada, fumando un cigarrillo con nerviosismo.
Ante todo, tío, no se trata de un proceso ante un tribunal ordinario.
—Malo —dijo el tío.
—¿Qué? —dijo K, y miró al tío.
—Eso es malo, según creo —repitió el tío.
Estaban al comienzo de la escalinata que conducía a la calle. Como el portero parecía escuchar, K se llevó al tío hacia abajo. El animado tráfico de la calle los acogió. El tío, que se había asido del brazo de K, ya no quiso hablar con tanta urgencia sobre el proceso, incluso anduvieron un rato en silencio.
—Pero, ¿cómo ha podido ocurrir? —preguntó finalmente el tío, y se detuvo tan súbitamente que los que venían detrás le tuvieron que esquivar asustados—. Esas cosas no surgen así, de repente, se van preparando con mucho tiempo de antelación, ha tenido que haber signos. ¿Por qué no me has escrito? Ya sabes que hago todo lo que puedo por ti, en cierta medida sigo siendo tu tutor, y hasta hoy he estado orgulloso de serlo. Por supuesto que seguiré ayudándote, aunque ahora que el proceso está en marcha, será muy difícil. Lo mejor sería que te tomaras unas pequeñas vacaciones y te vinieras con nosotros al campo. Estás un poco delgado, ahora lo noto. En el campo recuperarás las fuerzas, eso será bueno, pues te esperan grandes esfuerzos. Además, así eludirás al tribunal. Aquí disponen de todos los medios coercitivos y los pueden aplicar automáticamente. En el campo tienen que delegar en un órgano o intentar influir sobre ti por correspondencia, telégrafo o teléfono. Eso debilita, naturalmente, los efectos. Aunque no te libera, al menos te da un respiro.
—Me pueden prohibir salir de la ciudad —dijo K, que parecía entrar algo en el proceso mental del tío.
—No creo que lo hagan —dijo el tío pensativo—, con tu partida no sufren una pérdida excesiva de poder.
—Yo pensaba —dijo K, y tomó a su tío del brazo para impedirle que se detuviera— que le darías menos importancia que yo, y ahora compruebo que tú mismo lo tomas como algo muy serio.
Josef —exclamó el tío, e intentó desasirse para detenerse, pero K no le dejó—, estás cambiado, siempre has tenido una gran inteligencia, ¿y precisamente ahora no la empleas? ¿Acaso quieres perder el proceso? ¿Sabes lo que eso significa? Eso significa que te suprimirán, y a todos tus parientes contigo o, al menos, quedarán humillados, a la altura del suelo. Josef, concéntrate. Tu indiferencia me desespera. Al verte así se puede creer el refrán: «Proceso incoado, proceso perdido».
—Querido tío —dijo K—, es inútil excitarse. Excitándose no se ganan los procesos. Deja que me guíe también por mis experiencias, del mismo modo en que respeto las tuyas, por más que algunas veces me asombren. Como dices que también la familia quedará afectada —lo que no puedo entender, pero es un asunto secundario—, seguiré tus consejos. Pero no considero una estancia en el campo como algo ventajoso, pues significaría reconocer mi culpa y podría entenderse como una huida. Además, aquí, es cierto, me pueden perseguir mejor pero también puedo actuar e influir en el asunto.
—Cierto —dijo el tío en un tono reconciliador—, sólo te hice esa proposición porque veía que peligraba todo el asunto con tu indiferencia y me parecía que la única salida viable era tomarlo todo en mis manos. Pero si quieres llevar tú mismo el asunto y con todas tus fuerzas, será desde luego mucho mejor.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo K—. ¿Tienes algún consejo sobre lo que podría hacer?
—Aún tengo que meditar algo sobre el asunto —dijo el tío—. Como sabes, vivo ininterrumpidamente en el campo desde hace veinte años y así se pierde el instinto para estas cosas. Mis contactos con gente importante, que tal vez conozcan mejor estos asuntos, se han debilitado con el tiempo. En el campo estoy algo solo. Precisamente uno lo nota cuando se producen este tipo de incidentes. Además, todo esto ha sido inesperado, por más que después de la carta de Ema sospechase algo, que se convirtió en certeza nada más verte. Pero eso no tiene importancia, lo más importante es no perder el tiempo.
Mientras hablaba había hecho señas a un taxi, poniéndose de puntillas, y cuando éste paró, subió, le dijo una dirección al conductor e introdujo a K en el interior.
—Vamos a hacer una visita al abogado Huld —dijo el tío—, fuimos compañeros de colegio. ¿Conoces el nombre? ¿No? Es muy extraño. Tiene gran fama como defensor y abogado de los pobres. Yo tengo mucha confianza en él como persona.
—Me parece bien todo lo que emprendas —dijo K, aunque la manera precipitada de actuar del tío le causara cierto malestar. No era muy agradable visitar a un abogado para pobres siendo un acusado.
—No sabía —dijo— que en un asunto así se podía consultar a un abogado.
—Pues claro, naturalmente, ¿por qué no? Y ahora cuéntamelo todo para que esté bien informado de lo que ha ocurrido.
K se lo comenzó a contar, sin silenciar nada. Su completa sinceridad fue la única protesta que se pudo permitir contra la opinión del tío de que el proceso era una gran vergüenza. El nombre de la señorita Bürstner lo mencionó sólo una vez y de pasada, pero eso no influyó en la sinceridad de su exposición, pues ella no tenía ninguna relación con el proceso. Mientras hablaba, miraba por la ventanilla y observaba cómo se acercaban a los suburbios en los que se hallaban las oficinas del juzgado. Se lo dijo a su tío, pero éste no creyó que la coincidencia fuese digna de ser tenida en cuenta. El coche se detuvo ante una casa oscura. El tío llamó a la primera puerta de la planta baja. Mientras esperaban, sonrió, hizo rechinar sus grandes dientes y musitó:
—Las ocho, una hora inusual para recibir a los clientes. Huld no me lo tomará a mal.
En la mirilla de la puerta aparecieron dos grandes ojos negros, que contemplaron durante un rato a los huéspedes y desaparecieron. La puerta permaneció cerrada. El tío y K se confirmaron mutuamente haber visto los dos ojos.
—Una criada nueva que tiene miedo a los extraños —dijo el tío y llamó otra vez. Volvieron a aparecer los ojos, parecían tristes, pero podía ser una ilusión producida por la llama de gas que ardía por encima de sus cabezas y que apenas alumbraba.
—¡Abra! —gritó el tío golpeando la puerta con el puño—, somos amigos del señor abogado.
—El señor abogado está enfermo —susurró alguien a sus espaldas. En una puerta al otro lado del pasillo había un hombre en bata que era el que se había dirigido a ellos con voz tan baja. El tío, que ya estaba enfurecido por la espera, se dio la vuelta bruscamente y gritó:
—¿Enfermo? —y se fue hacia él con actitud amenazadora, como si el otro fuese la misma enfermedad.
—Ya les han abierto —dijo el hombre, señaló la puerta del abogado, se ajustó la bata y desapareció.
Era cierto, habían abierto la puerta, una muchacha —K reconoció en seguida los ojos oscuros, un poco saltones— permanecía con un delantal blanco en el vestíbulo y mantenía una vela en la mano.
—La próxima vez abra antes —dijo el tío en vez de saludar, mientras la muchacha hacía una ligera inclinación de cabeza.
—Vamos, Josef —dijo a K, que pasó lentamente al lado de la muchacha.
—El señor abogado está enfermo —dijo la joven, ya que el tío se dirigió directamente hacia una puerta sin detenerse. K aún contemplaba asombrado a la muchacha, cuando ella se volvió para impedir la entrada. Tenía un rostro redondo como el de una muñeca, pero no sólo las pálidas mejillas y la barbilla poseían una forma redondeada, sino también las sienes y la frente.
—Josef —volvió a llamar el tío y, a continuación, le preguntó a la joven:
—¿Es el corazón?
—Creo que sí —dijo ella, había tenido tiempo para avanzar con la vela y abrir la puerta de la habitación. En una de las esquinas, aún no iluminada, se elevó de la cama un rostro con una larga barba.
—Leni, ¿quién viene? —preguntó el abogado, que, deslumbrado por la luz de la vela, aún no había podido reconocer a los visitantes.
—Soy Albert, tu viejo amigo —dijo el tío.
—¡Ah!, Albert —dijo el abogado, y se dejó caer sobre la almohada, como si esa visita no necesitase ninguna atención especial.
—¿Tan mal estás? —preguntó el tío, y se sentó al borde de la cama—. No lo creo. Es una de tus recaídas, pero pasará como las anteriores.
—Es posible —dijo el abogado en voz baja—, pero es peor que otras veces. Respiro con dificultad, no duermo y voy perdiendo fuerzas día a día.
—Vaya —dijo el tío, y presionó su sombrero de jipijapa contra la rodilla—, son malas noticias. ¿Te están cuidando bien? Esto está tan triste, tan oscuro. Ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí, pero antes esto era más agradable. Tampoco tu pequeña señorita parece muy alegre, o tal vez disimula.
La muchacha permanecía con la vela cerca de la puerta. Parecía fijarse más en K que en el tío, aun cuando éste se refirió a ella. K se apoyó en una silla que él mismo había desplazado hasta las proximidades de la joven.
—Cuando se está tan enfermo como yo —dijo el abogado—, hay que tener tranquilidad, a mí no me parece triste.
Después de una pequeña pausa añadió:
—Y Leni me cuida muy bien, es muy buena.
El tío, sin embargo, no se dejó convencer. Tenía un prejuicio contra la enfermera y aunque no replicó nada al enfermo, persiguió con mirada severa a la muchacha cuando ésta se acercó a la cama, dejó la vela en la me silla de noche, se inclinó sobre el enfermo y le susurró algo mientras le arreglaba la almohada. El tío prácticamente abandonó toda consideración hacia el enfermo, se levantó, estuvo paseando de un lado a otro detrás de la enfermera y a K no le hubiera asombrado que la hubiera cogido por la falda para apartarla de la cama. K, sin embargo, lo contemplaba todo con tranquilidad. Incluso la enfermedad del abogado era algo que no le venía mal, no había podido oponer nada a la actividad que el tío había desarrollado por su causa, pero el freno que experimentaba ahora ese celo, sin intervención alguna de K, lo tomó como algo positivo. Entonces el tío, tal vez sólo con la intención de ofender a la enfermera, dijo:
—Señorita, por favor, déjenos un momento a solas, tengo que tratar con mi amigo un asunto personal.
La enfermera, que se había inclinado aún más sobre el enfermo y precisamente en ese momento alisaba la sábana, volvió la cabeza y dijo con toda tranquilidad, que contrastaba con el silencio furioso y la verborrea del tío:
—Ya ve, el señor está muy enfermo, no puede hablar de ningún asunto personal.
Probablemente había repetido las palabras del tío sólo por comodidad, pero por alguna persona ajena se podría haber tomado como una burla. El tío, naturalmente, se comportó como si le hubieran acuchillado.
—Tú, condenada —logró decir con voz gutural y casi incomprensible por la excitación.
K se asustó, aunque había esperado una reacción semejante, así que corrió hacia él con la intención de taparle la boca con las manos. Felizmente, el enfermo se incorporó detrás de la muchacha. El rostro del tío se tornó sombrío, como si se estuviera tragando algo repugnante, y dijo algo más tranquilo:
—Por supuesto que aún no hemos perdido la razón; si lo que reclamo no fuera posible, no lo habría dicho. Por favor, váyase.
La enfermera estaba de pie al lado de la cama, mirando al tío, y con una de sus manos, como creyó advertir K, acariciaba la mano del ahogado.
—Puedes decir lo que quieras en presencia de Leni —dijo el enfermo con un tono de súplica.
—No me concierne a mí —dijo el tío—, no es mi secreto.
Y se dio la vuelta, como si no pensara participar en más negociaciones, pero concediera un periodo de reflexión.
—Entonces, ¿a quién concierne? —preguntó el abogado con voz apagada, y volvió a echarse.
—A mi sobrino —dijo el tío—, lo he traído conmigo.
Se lo presentó:
—Gerente Josef K.
—¡Oh! —dijo el enfermo con súbita vivacidad, y le extendió la mano—, disculpe, no había advertido su presencia.
—Retírate, Leni —dijo a la enfermera, que ya no se opuso, y le dio la mano como si se despidiera por largo tiempo.
—Así que no has venido a hacer una visita a un enfermo —dijo finalmente al tío, que se había acercado ya reconciliado—, vienes por motivos profesionales.
Era como si la idea de una visita de enfermo hubiese paralizado hasta ese momento al abogado, tan fortalecido aparecía ahora. Permaneció apoyado en el codo, lo que tenía que ser bastante fatigoso, y tiró una y otra vez de un pelo de su barba.
—Parece —dijo el tío— que te has recuperado algo desde la salida de esa bruja.
Se interrumpió y musitó:
—Apuesto a que está escuchando —y saltó hacia la puerta. Pero detrás de la puerta no había nadie. El tío regresó, pero no decepcionado, sino amargado, pues creía ver en el comportamiento recto de la muchacha una mayor maldad.
—No la conoces —dijo el abogado, sin proteger más a la enfermera. Tal vez sólo quería expresar con ello que no necesitaba protección. Pero prosiguió en un tono más interesado:
—En lo que se refiere al asunto de tu señor sobrino, me consideraría feliz si mis fuerzas bastasen para una tarea tan extremadamente difícil; me temo, sin embargo, que no bastarán, pero tampoco quiero dejar de intentarlo; si no puedo, siempre será posible solicitar la ayuda de otro. Para ser sincero, el asunto me interesa demasiado como para dejarlo pasar y renunciar a toda participación. Si mi corazón no lo soporta, al menos encontrará aquí una buena ocasión para fallar del todo.
K no creyó comprender ni una sola palabra de lo que había dicho. Miró al tío para encontrar una explicación, pero éste estaba sentado en la mesilla de noche, de la que se acababa de caer sobre la alfombra un frasco de medicinas. Con la vela en la mano, el tío asentía a lo que decía el abogado, se mostraba de acuerdo en todo y miraba de vez en cuando a K como si requiriera un asenso similar. ¿Acaso había hablado ya el tío con el abogado acerca del proceso? Pero eso era imposible, todo lo acaecido hablaba en contra. Por esta causa, dijo:
—No entiendo.
—¿Acaso le he interpretado mal? —preguntó el abogado tan asombrado y confuso como K—. Tal vez me he precipitado. ¿Sobre qué quería hablar conmigo? Creía que se trataba de su proceso.
—Naturalmente —dijo el tío, que entonces preguntó a K—: Pero ¿qué te pasa?
—Sí, pero, ¿de qué me conoce y cómo sabe de mi proceso? —inquirió K.
—¡Ah, ya! —dijo el abogado sonriendo—, soy abogado, trato con miembros de los tribunales, se habla de distintos procesos, sobre todo de los más llamativos, y cuando afectan al sobrino de un amigo se quedan en la memoria. No es nada extraño.
—Pero ¿qué te pasa? —volvió a preguntarle el tío—. Estás muy nervioso.
—¿Usted tiene trato con los miembros de los tribunales? —preguntó K.
—Sí —dijo el abogado.
—Haces preguntas de niño —dijo el tío.
—¿Con quién voy a tratar si no es con gente de mi gremio? —añadió el abogado.
Sonó tan irrebatible que K fue incapaz de contestar. «Usted trabaja en las estancias del Palacio de justicia pero no en las del desván», hubiera querido decir, pero no se atrevió.
—Tiene que tener en cuenta—continuó el abogado, como si le estuviera explicando algo evidente y superfluo— que de ese trato saco muchas ventajas para mis clientes y, además, en múltiples sentidos, pero de eso no se puede hablar. Naturalmente estoy algo impedido a causa de mi enfermedad; no obstante sigo recibiendo visitas de buenos amigos de los tribunales y me entero de algunas cosas. Es posible que me entere de mucho más de lo que se pueden enterar algunos que gozan de la mejor salud y se pasan todo el día en los tribunales. Precisamente ahora tengo una visita entrañable —y señaló hacia una de las esquinas.
—¿Dónde? —preguntó K de un modo algo grosero por la sorpresa. Miró a su alrededor con inseguridad, la luz de la vela no llegaba hasta la pared opuesta. Y realmente algo comenzó a moverse en la esquina. A la luz de la vela, que ahora el tío sostenía en alto, se podía ver a un señor bastante mayor sentado frente a una mesita. Era como si todo ese tiempo hubiera aguantado la respiración para permanecer inadvertido. Ahora se levantó algo molesto, insatisfecho por haber acaparado la atención. Era como si quisiera evitar, moviendo las manos como pequeñas alas, cualquier presentación o saludo, como si no quisiera molestar a los demás con su presencia y como si suplicase que le dejaran de nuevo en la oscuridad y en el olvido. Pero ya no se lo podían consentir.
—Nos habéis sorprendido —dijo el abogado como explicación e hizo una seña al señor para animarle a que se aproximara, lo que éste hizo lentamente, dudando, mirando alrededor y con cierta dignidad.
—El señor jefe de departamento judicial., ¡ah!, perdón, no les he presentado. Aquí mi amigo Albert K, aquí su sobrino, el gerente Josef K, y aquí el señor jefe de departamento. Bien, pues el señor jefe de departamento ha sido tan amable de hacerme una visita. El valor de una visita así sólo puede ser apreciado por alguien que sepa lo cargado de trabajo que está el señor jefe de departamento. No obstante ha venido, y conversábamos tranquilamente, tanto como lo permitía mi debilidad. No habíamos prohibido a Leni que dejara entrar a visitantes, pues no esperábamos a ninguno, pero opinábamos que debíamos permanecer solos; entonces se oyeron tus golpes, Albert, y el señor jefe de departamento se retiró con su sillón a una esquina, pero ahora parece que tenemos un asunto para discutir en común y puede volver con nosotros. Señor jefe de departamento —dijo con una inclinación y una sonrisa sumisa, señalando una silla en la cercanía de la cama.
—Por desgracia sólo podré permanecer unos minutos —dijo amablemente el jefe de departamento, se sentó cómodamente en la silla y miró el reloj—, pues el trabajo me llama. Pero tampoco quiero perder la oportunidad de conocer a un amigo de mi amigo.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia el tío, quien parecía muy satisfecho por su nuevo conocido, satisfacción que, sin embargo, no supo manifestar, ya que, por su naturaleza, era incapaz de mostrar ningún sentimiento de sumisión, limitándose a acompañar las palabras del jefe de departamento con una risa confusa. ¡Una visión horrible! K podía contemplarlo todo tranquilamente, pues nadie se preocupaba de él. El jefe de departamento, como parecía que era su costumbre, tomó la palabra. El abogado, por su parte, cuya debilidad inicial parecía que sólo había servido para expulsar a la nueva visita, escuchaba con atención, con la mano en el oído; el tío, que mantenía la vela —la balanceaba sobre su muslo y el abogado le miraba frecuentemente con preocupación— había superado su confusión previa y seguía encantado la manera de hablar del jefe de departamento y los movimientos ondulados de manos con que éste acompañaba a sus palabras. K, que se apoyaba en la pata de la cama, era completamente ignorado por el jefe de departamento, probablemente con toda intención, y permaneció como mero oyente. Además, no sabía de qué estaban hablando y se dedicó a pensar en la enfermera, en el trato tan malo que había recibido del tío y llegó a considerar si no había visto ya al jefe de departamento, tal vez en la asamblea durante su primera comparecencia. Si se equivocaba, el jefe de departamento habría armonizado perfectamente con los participantes de las primeras filas, aquellos ancianos con sus barbas ralas.
En ese preciso momento todos se quedaron escuchando pues se había producido un ruido como el que hace la porcelana al romperse.
—Voy a ver qué ha podido ocurrir —dijo K, y salió lentamente, como si quisiera dar la oportunidad de que le detuvieran. Apenas había entrado en el vestíbulo e intentaba orientarse en la oscuridad, cuando una mano pequeña, mucho más pequeña que la de K, se posó sobre la suya, aún en el picaporte, y cerró suavemente la puerta. Era la enfermera, que había estado esperando allí.
—No ha ocurrido nada—susurró ella—, he arrojado un plato contra la pared para sacarle de la habitación.
K dijo algo confuso:
—También yo he pensado en usted.
—Mucho mejor—dijo la enfermera—. Venga.
Llegaron a una puerta con un cristal opaco. La enfermera la abrió.
—Entre —dijo ella.
Era el despacho del señor abogado. Por lo que se podía apreciar a la luz de la luna, que sólo alumbraba con intensidad un espacio rectangular del suelo bajo dos grandes ventanas, los muebles eran antiguos y pesados.
—Venga aquí —dijo la enfermera, y señaló un oscuro arcón con forma de asiento provisto de un respaldo de madera labrada.
Cuando K se sentó, miró a su alrededor: era una habitación amplia y elevada, la clientela del abogado de los pobres se debía de sentir perdida. K creyó apreciar los pequeños pasos con los que los visitantes se acercaban al poderoso escritorio. Pero poco después lo olvidó y sólo tuvo ojos para la enfermera, que estaba sentada junto a él y casi le presionaba contra uno de los brazos del arcón.
—Pensé —dijo ella— que vendría conmigo sin necesidad de llamarle. Ha sido muy extraño. Primero me estuvo mirando al entrar casi ininterrumpidamente y luego me dejó esperando. Por lo demás, llámeme Leni —añadió rápida e inesperadamente, como si no quisiera desperdiciar ni un segundo de esa conversación.
—Encantado —dijo K—. Pero en lo que concierne a su extrañeza, Leni, se puede explicar fácilmente. En primer lugar, tenía que escuchar la cháchara de los dos ancianos y no podía salir sin motivo alguno; en segundo lugar, soy más bien tímido, y usted, Leni, no tenía el aspecto de poder ser conquistada en un instante.
—No ha sido eso —dijo Leni, que apoyó el brazo en el respaldo y contempló a K—, lo que pasa es que no le gusté al principio y probablemente tampoco le gusto ahora.
—«Gustar» no expresaría bien lo que siento —dijo K, eludiendo una respuesta directa.
—¡Oh! —exclamó ella sonriendo, y ganó gracias a las últimas palabras de K cierta superioridad. Por esta causa, K permaneció un rato en silencio. Como ya se había acostumbrado a la oscuridad de la habitación, pudo distinguir algunos objetos. En concreto, le llamó la atención un gran cuadro que colgaba a la derecha de la puerta. Se inclinó para verlo mejor. En él estaba retratado un hombre con la toga de juez, sentado en un sitial, cuyos adornos dorados destacaban intensamente. Lo insólito era que ese juez no estaba sentado en una actitud digna y reposada, sino que presionaba con fuerza el brazo izquierdo contra el respaldo y contra el brazo del sitial, mientras mantenía libre el brazo derecho, cuya mano se aferraba al otro brazo del asiento como si en el instante siguiente fuera a saltar con un giro violento para decir algo decisivo o pronunciar una sentencia. Se suponía que el acusado estaba al inicio de una escalera, de la cual sólo se podían ver los peldaños superiores, cubiertos con una alfombra amarilla.
—Tal vez sea éste mi juez —dijo K, y señaló el cuadro con el dedo.
—Yo le conozco —dijo Leni, que también miró el cuadro—, viene a menudo de visita. El retrato lo pintaron cuando era joven, pero jamás ha podido parecerse al del cuadro, pues es muy bajito. Sin embargo, se hizo retratar con esa estatura porque es muy vanidoso, como todos los de aquí. Pero yo también soy vanidosa y estoy muy insatisfecha por no gustarle a usted.
K sólo respondió a este último comentario atrayendo a Leni hacia él y abrazándola: ella reclinó en silencio la cabeza en su hombro. A continuación, K le preguntó:
—¿Qué rango tiene?
—Es juez de instrucción —dijo ella, tomó la mano de K, con la que él la abrazaba y jugó con sus dedos.
—Otra vez sólo un juez instructor —dijo K decepcionado—, los funcionarios superiores se esconden, pero él está sentado en un sitial.
—Eso es todo un invento —dijo Leni, poniendo el rostro en la mano de K—, en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta una vieja manta para caballerías. Pero ¿tiene que pensar siempre en proceso? —añadió lentamente.
—No, no, en absoluto —dijo K—, incluso creo que pienso demasiado poco en él.
—Ése no es el error que está cometiendo —dijo Leni—. Usted es demasiado inflexible, al menos eso es lo que he oído.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó K. Sintió su cuerpo en su pecho y contempló su mata de pelo oscuro.
—Revelaría demasiado si se lo dijera —respondió Leni—. Por favor, no pregunte nombres, pero rectifique su error, no sea tan inflexible. No hay defensa posible contra esta judicatura, hay que confesar. Haga la confesión en la próxima oportunidad que se le presente. Sólo así tendrá la posibilidad de escapar, sólo así. No obstante, le será imposible sin ayuda. No tema por esa ayuda, yo se la prestaré.
—Usted sabe mucho de esta justicia y de todas las trampas necesarias para moverse en ella —dijo K, y, como se apretaba mucho a él, decidió sentarla sobre sus rodillas.
—Así estoy bien —dijo ella, y se acomodó un poco la falda y la camisa. Luego puso las manos en torno a su cuello, se inclinó un poco hacia atrás y lo contempló durante un rato.
—Y si no confieso, ¿no me podrá ayudar? —preguntó K de prueba. Reúno ayudantes femeninos —pensó con asombro—, primero la señorita Bürstner, luego la esposa del ujier y por último esta pequeña enfermera, que parece sentir una incomprensible atracción hacia mí. ¡Se sienta en mis rodillas como si fuese su lugar preferido!»
—No —respondió Leni y sacudió lentamente la cabeza—. En ese caso no podría ayudarle. Pero está claro que usted no quiere mi ayuda usted es obstinado y no se deja convencer. ¿Tiene una amante? —preguntó después de un rato de silencio.
—No —dijo K.
—¡Oh, sí! —dijo ella.
—Sí, claro que sí —dijo K—. La he negado y, no obstante, llevo una fotografía suya.
Siguiendo su petición, le mostró la fotografía, que ella estudió hecha un ovillo sobre sus rodillas. Era una fotografía al natural: la tomaron mientras Elsa bailaba una danza trepidante, como las que le gustaba bailar en el local donde trabajaba; su falda volaba a su alrededor agitada por sus giros y apoyaba las manos en las caderas, al mismo tiempo miraba sonriendo hacia un lado con el cuello estirado. No se podía reconocer en la foto a quién dirigía esa sonrisa.
—Se ha ceñido demasiado el corpiño —dijo Leni, y señaló el lugar donde se podía apreciar—. No me gusta, es torpe y vulgar. Tal vez sea con usted dulce y amable, eso se podría deducir de la fotografía. Mujeres tan altas y fuertes no saben a menudo otra cosa que ser dulces y amables; pero, ¿sería capaz de sacrificarse por usted?
—No —dijo K—, ni es dulce ni amable, ni tampoco se sacrificaría por mí. Aunque hasta ahora no he reclamado de ella ni lo uno ni lo otro. Y no he contemplado la fotografía con tanto detenimiento como usted.
—Entonces no tiene mucha importancia para usted —dijo Leni—, no es su amante.
—Sí lo es —dijo K—, no voy a desmentirlo ahora.
—Bueno, por mucho que sea su amante —dijo Leni—, no la echaría de menos si la perdiera o la sustituyera por otra, por ejemplo por mí.
—Cierto —dijo K sonriendo—, eso sería posible, pero ella tiene una ventaja frente a usted, no sabe nada del proceso y si supiera algo, no pensaría en convencerme para que condescendiera.
—Eso no es ninguna ventaja —dijo Leni—. Si no tiene más ventajas, no perderé la esperanza. ¿Tiene algún defecto corporal?
—¿Un defecto corporal? —preguntó K.
—Sí —dijo Leni—, yo tengo un pequeño defecto, mire.
Estiró los dedos corazón e índice de su mano derecha y una membrana llegaba prácticamente hasta la mitad del dedo más corto. La oscuridad impidió ver a K lo que quería mostrarle, así que ella llevó su mano hasta el sitio indicado para que él lo tocara.
—Qué capricho de la naturaleza —dijo K, y añadió mientras miraba toda la mano—: Qué garra tan hermosa.
Leni contempló con orgullo cómo K abría y cerraba asombrado los dos dedos hasta que, finalmente, los besó ligeramente y los soltó.
—¡Oh! —exclamó ella en seguida—. ¡Me ha besado!
Ayudándose con las rodillas, trepó por el cuerpo de K con la boca abierta; K la miró consternado, ahora que estaba tan cerca notó que s pedía un olor amargo y excitante, como a pimienta; atrajo su cabeza, se inclinó sobre ella y la mordió y besó en el cuello, luego mordió su pelo.
—La ha sustituido por mí —exclamaba ella—, ve, ¡la ha sustituido por mí!
Sus rodillas resbalaron y cayó hasta casi tocar la alfombra lanzando un pequeño grito. K la abrazó para sujetarla, pero ella lo atrajo.
—Ahora me perteneces —dijo ella.
—Aquí tienes la llave de la casa, ven cuando quieras —fueron sus últimas palabras y un beso al azar le alcanzó en la espalda mientras se legar Cuando salió de la casa comprobó que caía una fina lluvia, quería llegar a la mitad de la calle para poder ver a Leni en la ventana, pero de un automóvil, que esperaba cerca de la casa, y que K no había advertido, salió el tío, le cogió del brazo y le empujó contra la puerta de la rasa, como si quisiera apuntalarle contra ella.
—¡Pero cómo has podido hacerlo! —gritó—. Has dañado gravemente tu causa cuando ya iba por el buen camino. Te ocultas con esa cosa sucia que, además, es la amante del abogado y permaneces ausente durante horas. Ni siquiera buscas una excusa, no, ni disimulas, sino que abiertamente corres hacia ella y te quedas con ella. Y mientras tanto nosotros permanecemos allí sentados, tu tío, que se esfuerza por ti, el abogado, al que hay que ganarse para que te defienda y, sobre todo, el jefe de departamento, ese gran señor, que domina tu caso en su estado actual. Queríamos hablar sobre cómo se te podía ayudar, yo tenía que hablar cuidadosamente con el abogado y luego éste con el jefe de departamento y al menos tendrías que haberme apoyado. En vez de eso permaneces ausente. Al final ya no se puede ocultar, son hombres educados, no hablan de ello, me guardan consideración, pero llega un momento en que ya no lo pueden tolerar, y como no pueden hablar del caso, enmudecen. Hemos permanecido allí sentados minutos y minutos sin decir una palabra, escuchando si venías o no. Todo en vano. Finalmente, el jefe de departamento, que ha permanecido más tiempo del que quería, se ha levantado y se ha despedido de mí, compadeciéndome y sin poder ayudarme. Luego esperó amablemente un tiempo en la puerta y se fue. Naturalmente, yo estaba feliz de que se hubiera ido, ya no podía ni respirar. Al abogado le ha sentado mucho peor, el pobre hombre no podía hablar cuando me despedí de él. Probablemente has contribuido a que sufriese una recaída y así aceleras la muerte del hombre del que dependes. Y me dejas a mí, a tu tío, aquí, bajo la lluvia, mira, estoy empapado, he esperado horas.