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La amiga de B
ОглавлениеEn los días siguientes, a K le había sido imposible intercambiar ni siquiera unas palabras con la señorita Bürstner. Intentó acercarse a ella por diversos medios, pero ella supo impedirlo. Después de la oficina se Iba directamente a casa, permanecía en su habitación sin encender la luz, sentado en el canapé o simplemente se limitaba a observar el recibidor. Si pasaba, por ejemplo, la criada, y ésta cerraba la puerta de la habitación, aparentemente vacía, K se levantaba pasado un rato y la abría de nuevo. Por las mañanas se levantaba una hora más temprano que de costumbre para poder encontrarse a solas con la señorita Bürstner, cuando ella se iba a la oficina. Pero ninguno de estos intentos culminó con éxito. Así pues, decidió escribirle una carta tanto a la oficina como a casa, en ella intentó justificar su comportamiento, ofreció una satisfacción, prometió no volver a sobrepasarse y pidió que le diera una Oportunidad para hablar con ella, sobre todo porque no quería emprender nada respecto a la señora Grubach mientras no hubiesen hablado. Finalmente, le comunicaba que el domingo próximo permanecería todo el día en su habitación esperando un signo suyo, que él partía de la consideración de que cumpliría su petición o que, en caso contrario, le explicaría los motivos de su negativa, aunque él le había prometido plegarse a todos sus deseos. No devolvieron las cartas, pero tampoco recibió respuesta. Sin embargo, el domingo hubo un signo lo suficientemente claro. Por la mañana temprano K percibió a través del ojo de la cerradura un movimiento inusual en el recibidor, que pronto encontró una explicación. Una profesora de francés, que, por lo demás, era alemana y se llamaba Montag, una muchacha débil y pálida, que cojeaba un poco y que hasta el momento había vivido en su propia habitación, se estaba mudando a la habitación de la señorita Bürstner. Se la vio arrastrar el pie por el recibidor durante horas. Siempre quedaba una prenda o una tapadera o un libro olvidados que había que ir a recoger y traer a la nueva habitación.
Cuando la señora Grubach le trajo el desayuno —desde que enojó tanto a K ya no delegaba en la criada ningún servicio—, K no se pudo contener y le habló por primera vez en seis días.
—¿Por qué hay hoy tanto ruido en el recibidor? —preguntó mientras se servía el café—. ¿No se podría evitar? ¿Precisamente hay que limpiar el domingo?
Aunque K no miró a la señora Grubach, notó que respiró aliviada. Consideraba esas palabras severas de K como un perdón o como el comienzo del perdón.
—No están limpiando, señor K —dijo ella—, la señorita Montag se está mudando a la habitación de la señorita Bürstner y traslada sus cosas.
No dijo nada más, se limitó a esperar a que K hablase o consintiese que ella lo siguiera haciendo. K, sin embargo, la puso a prueba, removió pensativo el café con la cuchara y calló. Luego la miró y dijo:
—¿Ha renunciado ya a su sospecha referente a la señorita Bürstner? —Señor K —exclamó la señora Grubach, que había estado esperando esa pregunta, doblando las manos ante K—, usted tomó tan mal hace poco una mención ocasional. Jamás he pensado en insultar a nadie. Usted me conoce ya desde hace mucho tiempo, señor K, para estar convencido de ello. ¡No sabe lo que he sufrido los últimos días! ¡Yo, difamar a uno de mis inquilinos! ¡Y usted, señor K, lo creía! ¡Y dijo que debería echarle! ¡Echarle a usted!
El último grito se ahogó entre las lágrimas, se llevó el delantal al rostro y sollozó.
—No llore, señora Grubach —dijo K, y miró a través de la ventana. Seguía pensando en la señorita Bürstner y en que había admitido en su habitación a una persona extraña.
—No llore más —repitió al volverse hacia el interior de la habitación y ver que aún seguía llorando—. Tampoco lo dije con tan mala intención. Ha habido una confusión, eso es todo. Le puede ocurrir a viejos amigos.
La señora Grubach apartó el delantal de los ojos para ver si K realmente se había reconciliado.
—Bien, así es —dijo K y, como del comportamiento de la señora Grubach se podía deducir que el capitán no había contado nada, se atrevió a añadir:
—¿Acaso cree que me voy a enemistar con usted por una muchacha desconocida?
—Así es, precisamente —dijo la señora Grubach; su desgracia consistía en decir algo inadecuado cada vez que se sentía un poco libre—, siempre me pregunté: ¿por qué se toma tan en serio el señor K el asunto de la señorita Bürstner? ¿Por qué discute conmigo por su causa aun sabiendo que cada una de sus malas palabras me quita el sueño? De la señorita Bürstner sólo he dicho lo que he visto con mis ojos.
K no dijo nada, la tendría que haber echado de la habitación nada más abrir la boca, pero no quería hacerlo. Se contentó con tomarse el café y con hacer notar a la señora Grubach que allí sobraba. Fuera se volvió a oír el paso arrastrado de la señorita Montag, que atravesaba todo el recibidor.
—¿Lo oye? —preguntó K, y señaló con la mano hacia la puerta.
—Sí —dijo la señora Grubach, y suspiró—, la he querido ayudar, y también le dije que la criada podía ayudarla, pero es obstinada, ella quiere mudarlo todo sola. Con frecuencia me resulta desagradable tener a la señorita Montag de inquilina. La señorita Bürstner, sin embargo, se la lleva incluso a su habitación.
—Eso no debe preocuparle —dijo K, y deshizo los restos de azúcar en la taza—. ¿Le resulta perjudicial?
—No —dijo la señora Grubach—, en lo que a mí respecta no hay ningún problema. Además, así se queda una habitación libre y puedo alojar allí a mi sobrino, el capitán. Desde hace tiempo temo que le moleste por vivir ahí al lado, en el salón. Él no es muy considerado.
—¡Qué ocurrencia! —dijo K, y se levantó—. Ni una palabra sobre eso. Parece que me toma por un hipersensible sólo por el hecho de que no puedo soportar los paseos de la señorita Montag, y ahí la tiene, ya regresa otra vez.
La señora Grubach se vio impotente.
—¿Quiere que le diga que retrase el resto de la mudanza? Si usted quiere, lo hago en seguida.
—¡Pero tiene que mudarse a la habitación de la señorita Bürstner!
—Sí —dijo la señora Grubach, que no entendió muy bien lo que K quiso decir.
—Bien —dijo K—, pues entonces tendrá que trasladar todas sus cosas.
La señora Grubach se limitó a asentir. Esa impotencia muda, que se reflejaba exteriormente en un gesto de consuelo, irritaba aún más a K. Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, de la ventana hasta la puerta y de ésta, de nuevo, a la ventana, y la señora Grubach aprovechó la oportunidad para alejarse, lo que probablemente hubiera hecho de todos modos.
Acababa de llegar K a la puerta, cuando alguien llamó. Era la criada. Anunció que la señorita Montag deseaba hablar con el señor K y por eso le pedía que fuera al comedor, donde ella le esperaba. K escuchó pensativo a la criada, luego se volvió hacia la asustada señora Grubach con una mirada irónica. Esa mirada parecía decir que K hacía tiempo que esperaba esa invitación y que se adaptaba perfectamente al tormento que los inquilinos de la señora Grubach le estaban infligiendo esa mañana dominical. Envió a la criada con la respuesta de que iría en seguida, se acercó al armario para cambiarse de chaqueta y como respuesta a la señora Grubach, que se quejaba en voz baja de esa persona tan desagradable, le pidió que se llevara la vajilla del desayuno.
—Pero si apenas ha comido algo —dijo la señora Grubach.
—¡Ah, lléveselo ya! —exclamó K, le parecía como si la señorita Montag se hubiera mezclado con el desayuno y lo hiciera repugnante. Cuando atravesó el recibidor, miró hacia la puerta cerrada de la habitación de la señorita Bürstner. Pero no estaba invitado allí, sino en el comedor, cuya puerta abrió sin llamar.
Era una habitación larga y estrecha, con una sola ventana. Había tanto espacio libre que se hubieran podido colocar en las esquinas, a ambos lados de la puerta, dos armarios, mientras que el resto del espacio quedaba acaparado por una larga mesa que comenzaba cerca de la puerta y llegaba casi hasta la ventana, que permanecía prácticamente inaccesible. La mesa estaba puesta y, además, para muchas personas, pues el domingo comían allí todos los inquilinos.
En cuanto K entró, la señorita Montag vino desde la ventana, a lo largo de la mesa, para encontrarse con K. Se saludaron sin pronunciar palabra. A continuación, la señorita Montag, con la cabeza demasiado erguida, como siempre, dijo:
—No sé si me conoce.
K la miró con ojos entornados.
—Claro que sí —dijo él—. Vive desde hace tiempo en casa de la señora Grubach.
—Usted, sin embargo, según creo —dijo la señorita Montag—, no se preocupa mucho de la pensión.
—No —dijo K.
—¿No quiere sentarse? —dijo la señorita Montag.
Llevaron dos sillas en silencio hacia el extremo de la mesa y allí se sentaron uno frente al otro. Pero la señorita Montag se volvió a levantar al poco tiempo, pues se había dejado el bolso en la ventana, así que fue a recogerlo. Cuando regresó, balanceando ligeramente el bolso, dijo:
—Quisiera hablar con usted sólo un momento por encargo de mi amiga. Quería haber venido ella misma, pero hoy no se siente bien. Le pide que la disculpe y que me oiga a mí en vez de a ella. No le hubiera podido decir nada diferente a lo que le voy a decir yo. Todo lo contrario, creo que yo le voy a decir más, ya que no tengo ningún interés en el asunto, ¿no cree?
—¡Qué podría decir yo! —respondió K, ya cansado de que la señorita Montag no parase de mirar sus labios. Así se arrogaba un dominio sobre lo que él quería decir.
—La señorita Bürstner, como veo, no está dispuesta a sostener conmigo la entrevista que le he solicitado.
—Así es —dijo la señorita Montag—, o, mejor, no es así, usted lo expresa con demasiada dureza. En general las conversaciones ni se conceden ni se niegan. Pero puede ocurrir que determinadas conversaciones se consideren inútiles, y éste es uno de esos casos. Después de su mención, ya puedo hablar abiertamente. Usted ha pedido por escrito u oralmente a mi amiga que sostenga una entrevista con usted. Pero mi amiga no sabe, al menos eso es lo que yo deduzco, cuál puede ser el objeto de esa entrevista y, por motivos que desconozco, está convencida de que, si tuviera lugar, no sería útil para nadie. Por lo demás, ayer me explicó, aunque de un modo fugaz, que a usted tampoco le podía importar mucho esa conversación, que se le debía de haber ocurrido por casualidad y que reconocería pronto, sin necesidad de aclaraciones, lo absurdo de la pretensión. Yo le respondí que podía tener razón, pero que sería más ventajoso, para una clarificación completa del asunto, hacerle llegar una respuesta. Yo me ofrecí a asumir esa tarea y, después de dudar algo, mi amiga consintió en ello. Espero haber trabajado también en su beneficio, pues la menor inseguridad en el asunto más insignificante siempre resulta desagradable. Además, si se puede resolver fácilmente, como en este caso, lo mejor es hacerlo en seguida.
—Se lo agradezco —dijo K con rapidez, se levantó lentamente, miró a la señorita Montag, luego deslizó su mirada a lo largo de la mesa hasta dejarla reposar en la ventana —en la casa de enfrente daba el sol— y, finalmente, se dirigió hacia la puerta.
La señorita Montag le siguió unos pasos como si no confiase en él. No obstante, ambos tuvieron que apartarse nada más llegar a la puerta, pues el capitán Lanz entró. K era la primera vez que lo veía de cerca. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, con un rostro carnoso y bronceado. Hizo una ligera inclinación, también dirigida a K, luego se acercó hasta donde estaba la señorita Montag y besó obsequioso su mano. Su cortesía frente a la señorita Montag contrastaba con la actitud que K había tenido ante ella. Pero la señorita Montag no parecía enojada con K, pues, según le pareció, quiso presentarle al capitán. Pero K no quería que le presentaran, no hubiese sido adecuado ser amable con el capitán o con la señorita Montag, el beso en la mano la había unido, para él, a un grupo que, bajo la apariencia de una extremada inocencia y desinterés, intentaba apartarle de la señorita Bürstner. K no sólo creyó reconocer esto, sino también que la señorita Montag había escogido un buen medio, aunque de dos filos. Por una parte, exageraba la importancia de la relación entre la señorita Bürstner y K, por otra, exageraba la importancia de la entrevista solicitada e intentaba darle la vuelta a la argumentación, de tal modo que K apareciese como el que lo exageraba todo. Se equivocaba, K no quería exagerar nada, K sabía que la señorita Bürstner no era más que una pequeña mecanógrafa que no podría ofrecerle resistencia durante mucho tiempo. Ni siquiera había tomado en cuenta lo que la señora Grubach sabía de la señorita Bürstner. Reflexionó sobre todo esto mientras salía de la habitación sin apenas despedirse. Quiso volver de inmediato a su cuarto, pero oyó, desde el comedor, la risa de la señorita Montag, y pensó que podría prepararles una sorpresa a ambos, tanto a ella como al capitán. Miró alrededor y escuchó por si acaso podía ser descubierto por alguien de las habitaciones vecinas. Reinaba el silencio, sólo se oía la conversación en el comedor y, en el pasillo que conducía a la cocina, la voz de la señora Grubach. La oportunidad parecía favorable. K se acercó a la puerta de la habitación de la señorita Bürstner y tocó sin hacer apenas ruido. Como no se oyó nada, volvió a llamar, pero tampoco obtuvo respuesta. ¿Dormía o realmente se encontraba mal? ¿O tal vez no quería abrir porque sospechaba que esa forma de llamar sólo podía proceder de K? K supuso que no quería abrir, así que golpeó la puerta con más fuerza. Como tampoco tuvo éxito, abrió la puerta con precaución, aunque no sin el sentimiento de hacer algo incorrecto, y además inútil. En la habitación no había nadie. Apenas recordaba a la habitación que K había visto. En la pared había dos camas contiguas, habían situado tres sillas cerca de la puerta y estaban repletas de ropa; un armario permanecía abierto. Era posible que la señorita Bürstner hubiera salido mientras K conversaba con la señorita Montag en el comedor. K no estaba muy desilusionado, no había esperado poder encontrar tan fácilmente a la señorita Bürstner. Lo había intentado sólo como consuelo contra la señorita Montag. Más desagradable fue, cuando K, mientras cerraba la puerta, vio, a través de la puerta del comedor, cómo conversaban la señorita Montag y el capitán. Era probable que ya permanecieran así antes de que K hubiese abierto la puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se limitaban a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K con la mirada, como se mira distraído durante una conversación. Pero a K esas miradas le afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin separarse de la pared.