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Hacia la casa de Elsa

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Una noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le exhortaban a que se presentase inmediatamente en las oficinas del juzgado. Se le advertía que obedeciese. Sus inauditas indicaciones acerca de la inutilidad de los interrogatorios, de que éstos no conducían a nada, de que él no volvería a comparecer, de que no atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en acta y ya le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar? ¿Acaso no se esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los costes, en ordenar algo su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y que se tomasen medidas violentas, de las que hasta ahora había sido eximido? La citación de ese día era un último intento. Que hiciera lo que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo no iba a tolerar que se burlasen de él.

Precisamente esa noche K había avisado a Elsa de su visita y por ese motivo no podía comparecer ante el tribunal. Estaba contento de poder justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque, natural mente, jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad, acudiría esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia. En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la pregunta de qué ocurriría si no fuera.

—Sabremos encontrarle —fue la respuesta.

—¿Y seré castigado porque no me he presentado voluntariamente? —preguntó K, y sonrió en espera de lo que le iban a responder.

—No —fue la respuesta.

—Estupendo —dijo K—, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir con la citación de hoy?

—No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal —dijo la voz ya debilitada y que terminó por extinguirse.

«Es muy imprudente si no se hace —pensó K mientras se marchaba—. Hay que conocer esos medios punitivos».

Se dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente en la esquina del coche, con las manos en los bolsillos del abrigo —empezaba a hacer frío—, contempló las animadas calles.

Pensó con cierta satisfacción que le causaría dificultades al tribunal, si realmente estaban trabajando, pues no había dicho con claridad si se iba a presentar o no. Así que el juez estaría esperando, quizá toda la asamblea, pero K, para decepción de toda la galería, no aparecería. Sin tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por un momento dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor asintió, la dirección que le había dado era la correcta. A partir de ese momento K se fue olvidando del tribunal y los pensamientos del banco comenzaron a invadir su mente, como en los viejos tiempos.

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