Читать книгу Lo mejor de Franz Kafka - Franz Kafka - Страница 14

El final

Оглавление

Índice


La noche anterior al día en que cumplía treinta y un años —serían las nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles—, dos hombres llegaron a la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y estaban tocados con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar algunas formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas formalidades, pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad.

—¿Les han enviado para recogerme? —preguntó.

—Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero con la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura. Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también estaban oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de segunda fila es lo que envían para recogerme» —pensó K, y miró a su alrededor, para convencerse otra vez de ello—. «Buscan librarse de mí de la forma más barata». K se volvió de repente y preguntó:

—¿En qué teatro actúan ustedes?

—¿Teatro? —preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.

—No están preparados para que se les pregunte —se dijo K, y fue a recoger su sombrero.

Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo:

—Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo.

No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio, pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos habrían sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada puede formar.

K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A lo mejor son tenores» —pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la barbilla.

Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron. Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines.

—¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes! —gritó más que preguntó.

Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar.

—No sigo —dijo K para probarlos.

A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron moverle de su sitio, pero K se resistió.

«No necesitaré más mi fuerza —pensó K—, la emplearé toda ahora». Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del papel encolado.

—Los señores van a tener trabajo —se dijo.

Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó con ciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la vida aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho. Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella significaba para él.

«Lo único que puedo hacer —se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos—, lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se diga eso. Estoy agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos hombres necios y semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario».

La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular, pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes. Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los hombres permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba. Cuando quiso girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron, quedando todos de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena, formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado para tomar el sol.

—En realidad, no quería pararme —dijo K a sus acompañantes, avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K, pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron adelante.

Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca, vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al grupo con la mano en la empuñadura del sable, probable mente le resultó sospechoso. Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero entonces K empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con frecuencia para comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron que correr con él perdiendo el aliento.

Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandona da y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados para seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar. Los dos hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la frente con un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee.

Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería hacerse cargo de las próximas tareas —aquellos señores parecían haber recibido el encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias—, uno de ellos se acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa. K tembló involuntariamente, por lo que uno de los hombres le dio una palmada tranquilizadora en la espalda. A continuación, dobló cuidadosamente las prendas, como si se fueran a utilizar otra vez, aunque no en un periodo inmediato. Para no exponer a K al aire frío de la noche, le tomó bajo su brazo y anduvo con él de un lado a otro, mientras el compañero buscaba un lugar apropiado en la cantera. Cuando lo hubo encontrado, hizo una seña y el otro acompañó a K hasta allí. Estaba cerca del corte, al lado de una piedra desprendida. Los hombres sentaron a K en el suelo, le apoyaron contra la piedra y reclinaron su cabeza. A pesar del esfuerzo que ponían y de toda la ayuda de K, su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno de los hombres pidió al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero tampoco logró nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera era la mejor entre todas las que habían probado. Entonces uno de los hombres abrió su levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un cuchillo de carnicero largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en alto y comprobó el filo a la luz. De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno entregaba el cuchillo al otro por encima de la cabeza de K, y el último se lo devolvía al primero. K sabía que su deber hubiera consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de mano en mano sobre su cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las exigencias, quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas necesarias para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos.

Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla, observaban la decisión.

—¡Como a un perro! —dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.

Lo mejor de Franz Kafka

Подняться наверх