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Lucha con el subdirector

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Una mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre. Apenas pensaba en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía como si, palpando en la oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar fácilmente a esa gran organización inabarcable, desgarrarla y hacerla trizas. Su ánimo extraordinario le tentó a invitar al subdirector para que viniera a su despacho y tratar de un asunto de negocios que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el subdirector solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua competencia con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con pequeñas indicaciones amistosas y de confianza, y sólo confundía a K, sin que se notase ninguna intención expresa en ello, al no desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse receptivo y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi sin resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue tan mala que el subdirector se levantó repentinamente y regresó a su oficina en silencio. K no sabía lo que había ocurrido, era posible que la entrevista hubiera concluido, pero también era posible que el subdirector la hubiera interrumpido porque K, sin saberlo, le había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque al subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba ocupado en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado una decisión ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado algo absurdo y ahora se apresurase a difundirlo para dañar a K. Por lo demás, ya no volvieron a hablar de ese asunto. K no quería recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible al respecto. Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles.

Pero K no aprendió del incidente, cuando encontraba una oportunidad adecuada y se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del despacho del subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso para entrar. Ya no se escondía de él como había hecho anteriormente. Tampoco tenía la esperanza de que se produjera una pronta decisión que le liberase de una vez por todas de sus cuitas y que restableciera la relación originaria con el subdirector. K comprendió que no podía ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las circunstancias, corría el peligro de no poder avanzar más. No se podía dejar que el subdirector creyese que K estaba acabado, no podía permanecer sentado tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que ponerlo nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese hoy. A veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que conseguía era luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna utilidad, puesto que siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba fortaleciendo la posición de éste y, además, le daba la oportunidad de realizar observaciones y tomar las medidas adecuadas que reclamaban las circunstancias que en ese momento se imponían. Pero K no hubiera podido alterar su comportamiento, estaba sometido a ilusiones generadas por él mismo, a veces creía que podía medirse con el subdirector con despreocupación. No aprendió de las experiencias más desgraciadas; lo que no había resultado en diez intentos, creía que podría resultar en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y todo estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros, regresaba agotado, sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que le había impulsado a entrevistarse con el subdirector había sido la esperanza o la desesperación. En la siguiente ocasión fue claramente la esperanza la que le indujo a apresurarse hacia la puerta del subdirector.

Así era hoy. El subdirector entró en seguida, permaneció cerca de la puerta, limpió sus quevedos —era una nueva costumbre que había adquirido—, miró a K y, a continuación, para no dar la impresión de fijarse demasiado en él, paseó la mirada por la habitación. Era como si aprovechase la oportunidad para examinar su vista. K resistió sus mira das, incluso sonrió un poco e invitó al subdirector a que tomase asiento. K se reclinó en su sillón, lo acercó un poco al subdirector, tomó los papeles necesarios y comenzó a informarle. El subdirector parecía s como si apenas escuchara. La tabla de la mesa de K estaba rodeada por una pequeña moldura labrada. Toda la mesa estaba excepcionalmente trabajada y también la moldura era de madera y estaba sólidamente adosada a la tabla. Pero el subdirector hizo como si hubiese encontrado ahí precisamente una pieza suelta y quisiera repararla con el dedo índice. K pensó en interrumpir su informe, pero el subdirector no quiso, pues él, como explicó, lo escuchaba y comprendía todo. Mientras K era incapaz de sonsacarle una mera indicación, la moldura parecía requerir un tratamiento especial, pues el subdirector sacó una navaja de bolsillo, tomó la regla de K como palanca e intentó elevar la moldura para poder encajarla mejor. K había incluido en su informe una propuesta novedosa, la cual esperaba que ejerciera un efecto especial en el subdirector, pero cuando llegó el momento de mencionarla, no pudo parar, tanto le obsesionaba el trabajo o, mejor, tanto se alegraba de esa conciencia, cada vez más rara, de que aún era alguien en el banco y de que sus pensamientos tenían la fuerza de justificarle. Tal vez fuese esa forma de justificarse la mejor, y no sólo en el banco, sino también en el proceso, quizá mucho mejor que cualquier otra defensa ya intentada o planeada. Con su prisa por decirlo todo, K no tuvo tiempo de desviar la atención del subdirector de su actividad, se limitó, dos o tres veces, mientras leía, a pasar la mano sobre la moldura con un ademán tranquilizador, para, así, sin ser consciente de ello, mostrar al subdirector que la moldura no tenía ningún defecto y que, si encontraba uno, era mas importante escuchar y comportarse decentemente que cualquier mejora en el mueble. Pero el subdirector, como ocurre con frecuencia con hombres activos, asumió ese trabajo con celo, ya había levantado un trozo de moldura y ahora sólo le quedaba ir introduciendo las columnitas en sus agujeros respectivos. Eso era lo más difícil de todo. El subdirector se tuvo que levantar e intentó presionar con las dos manos la moldura contra la tabla. Pero no lo consiguió ni empleando todas sus fuerzas. K, mientras leía —aunque combinaba la lectura con muchas explicaciones—, sólo había percibido fugazmente que el subdirector se había levantado. Aunque apenas había perdido de vista la actividad complementaria del subdirector, supuso que el movimiento de éste se había debido a su informe, así que también se levantó y le extendió un papel al subdirector. El subdirector, mientras tanto, había comprendido que la presión de las manos no bastaría, así que se sentó con todo su peso encima de la moldura. Ahora lo consiguió, las columnitas se introdujeron chirriando en sus agujeros, pero una de ellas se quebró y la moldura se partió en dos.

—La madera es mala —dijo el subdirector enojado, dejó la mesa y se sentó...

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