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La casa
ОглавлениеSin una intención concreta, K, en diversas ocasiones, había intentado enterarse del domicilio del organismo del que partió la primera denuncia en su causa. Lo averiguó sin dificultades, tanto Titorelli como Wolfhart le dieron el número de la calle cuando les preguntó. Titorelli completó la información, con la sonrisa que siempre tenía preparada para aquellos planes secretos que no se le presentaban para su examen pericial, diciendo que ese organismo no tenía ninguna importancia, sólo ejecutaba lo que se le encargaba y sólo era el órgano externo de la autoridad acusatoria, que era inaccesible para los acusados. Si se deseaba algo de la autoridad acusatoria —naturalmente siempre había muchos deseos, pero no siempre era inteligente manifestarlos—, había que dirigirse al mencionado organismo, pero así ni se lograba acceder a la autoridad acusatoria, ni que el deseo fuese transmitido a ésta.
K ya conocía la manera de ser del pintor, así que no le contradijo, tampoco quiso pedirle más información, se limitó a asentir y a darse por enterado. Una vez más le pareció que Titorelli, cuando se trataba de atormentar, superaba al abogado. La diferencia consistía en que K no dependía tanto de Titorelli y hubiera podido liberarse de él cuando hubiese querido. Además, Titorelli era hablador, incluso parlanchín, si bien antes más que ahora y, en definitiva, también K podía atormentar a Titorelli.
Y así lo hizo en esa oportunidad, habló con frecuencia a Titorelli de esa casa como si quisiera ocultarle algo, como si tuviera algún contacto con ese organismo, aunque no lo suficientemente intenso como para darlo a conocer sin peligro. Titorelli intentó obtener alguna información de K, pero éste, repentinamente, ya no volvió a hablar más del asunto. K se alegraba de esos pequeños éxitos, él creía después que entendía mejor a esas personas del tribunal, incluso que podía jugar con ellas, estar por encima y disfrutar, al menos en algunos instantes, de una mejor visión de las cosas, ya que ellas estaban en el primer nivel del tribunal. Pero, ¿qué ocurriría si perdía su posición? Aún habría una posibilidad de salvación, no tenía nada más que deslizarse entre esas personas, si no le habían podido ayudar en su proceso a causa de su bajeza o por otros motivos, al menos le podrían aceptar y esconder, sí, ni siquiera, si él lo planeaba bien y ejecutaba su plan en secreto, podrían rechazar ayudarle de esa manera, especialmente Titorelli no podría denegarle ayuda, ya que se había convertido en un benefactor.
Sin embargo K no se alimentaba diariamente de esas esperanzas, en general aún distinguía con precisión y se guardaba mucho de ignorar o pasar por alto alguna dificultad, pero a veces —normalmente en estados de agotamiento por la noche, después del trabajo— encontraba consuelo en los más pequeños y significativos incidentes del día. Usualmente permanecía tendido en el canapé de su despacho —no podía abandonar su despacho sin tener que recuperarse después una hora en el canapé— y se dedicaba a encadenar en su mente observación tras observación. No se limitaba a las personas que pertenecían a la organización de la justicia, en ese estado de duermevela se mezclaban todos, entonces se olvidaba del enorme trabajo del tribunal, le parecía que él era el único acusado y veía cómo el resto de las personas, una confusión de funcionarios y juristas, pasaban por los pasillos de un edificio. Ni los más lerdos hundían la barbilla en el pecho, todos mostraban los labios fruncidos y una mirada fija de reflexión responsable. Los inquilinos de la señora Grubach siempre aparecían como un grupo cerrado, permanecían juntos uno al lado del otro con las bocas abiertas, como los miembros de un coro. Entre ellos había muchos desconocidos, pues K hacía tiempo que no prestaba ninguna atención a la pensión. A causa de los muchos desconocidos le causaba desagrado acercarse al grupo, lo que a veces se veía obligado a hacer cuando buscaba entre ellos a la señorita Bürstner. Sobrevoló, por ejemplo, el grupo y, de repente, brillaron dos ojos completamente desconocidos que lo detuvieron. No encontró a la señorita Bürstner, pero cuando siguió buscando para evitar cualquier error, la encontró en el centro del grupo, rodeando a dos hombres con sus brazos. No le causó ninguna impresión, sobre todo porque esa visión no era nueva, sino un recuerdo imborrable de una fotografía de la playa que había visto una vez en la habitación de la señorita Bürstner. Esa visión separaba a K del grupo y aun cuando regresaba una y otra vez, sólo lo hacía para atravesar a toda prisa el edificio del tribunal. Conocía muy bien todas las estancias; incluso los pasillos perdidos, que no había visto nunca, le resultaban familiares, como si le hubieran servido de morada desde siempre. Los detalles quedaban grabados en su cerebro con una exactitud dolorosa. Un extranjero, por ejemplo, paseaba por una antesala, vestía como un torero, el talle apretado, su chaquetilla corta y rígida estaba adornada con borlas amarillas, y ese hombre, sin parar de pasear, se dejaba admirar por K. Éste, encogido, le contemplaba con los ojos muy abiertos. Conocía todos los dibujos, todos los flecos, todas las líneas de la chaquetilla y, aun así, no se cansaba de mirarla. O, mejor, hacía tiempo que se había cansado de mirarla o, aún más correcto, nunca la había querido mirar, pero no le dejaba. «¡Qué mascaradas ofrece el extranjero!» —pensó, y abrió aún más los ojos. Y fue seguido por ese hombre hasta que se echó y presionó el rostro contra el canapé.