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El comerciante Block. K renuncia al abogado
ОглавлениеPor fin se había decidido K a renunciar a la representación del ahogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría ser más rápida» —pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior:
—¡Es él! —y abrió del todo.
K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano.
—¿Está empleado aquí? —preguntó K.
—No —respondió el hombre—, el abogado me defiende, estoy aquí por un asunto judicial.
—¿Sin chaqueta? —preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir.
—¡Oh, disculpe! —dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese por primera vez su estado.
—¿Leni es su amante? —preguntó K brevemente. Había abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura esmirriada.
—¡Oh, Dios! —dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva—, no, no, ¿cómo puede pensar eso?
—Parece que dice la verdad —dijo K sonriendo—, no obstante, venga —le hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.
—¿Cómo se llama? —preguntó K mientras caminaban.
—Block, soy el comerciante Block —dijo, y al hacer su presentación se volvió, pero K no dejó que se detuviera.
—¿Es su apellido de verdad? —preguntó K.
—Claro —fue la respuesta—, ¿por qué?
—Pensé que tenía razones para silenciar su apellido —dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado:
—¡No tan deprisa! Ilumine aquí.
K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes.
—¿Le conoce? —preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.
El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:
—Es un juez.
—¿Un juez supremo? —preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración.
—Es un juez supremo —dijo.
—Usted no tiene mucha capacidad de observación —dijo K—. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
—Ahora me acuerdo —dijo el comerciante, y bajó la vela—, yo también lo he oído.
—Naturalmente —exclamó K—, lo olvidé, claro que lo habrá oído.
—Pero, ¿por qué?, ¿por qué? —preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:
—¿Sabe dónde se ha escondido Leni?
—¿Escondido? —dijo el comerciante—. No, pero puede estar en la cocina preparando una sopa para el abogado.
—¿Por qué no lo ha dicho en seguida? —preguntó K.
—Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha llamado —respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes contradictorias.
—Usted se cree muy astuto —dijo K—. ¡Lléveme entonces hasta ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al fuego.
—Buenas noches, Josef —dijo mirándole de soslayo.
—Buenas noches —dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:
—¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:
—Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block. Míralo.
Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease.
—Estabas en camisa—dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló.
—¿Es tu amante? —preguntó K.
Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:
—¡Responde!
Ella musitó:
—Ven al despacho, te lo explicaré todo.
—No —dijo K—, quiero que lo aclares aquí.
Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:
—No quiero que me beses ahora.
—Josef —dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad—, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi —dijo ahora volviéndose hacia el comerciante—, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí.
Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la conversación.
—No sé por qué tiene que estar celoso —dijo sin saber qué responder.
—Yo tampoco lo sé —dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y susurró:
—Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo.
Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y comprobó cómo iba la sopa.
—¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa?
—Anúnciame primero —dijo K.
Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.
—Llévale primero la sopa —dijo—, tiene que fortalecerse para nuestra entrevista, lo va a necesitar.
—¿Usted también es un cliente del abogado? —dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar.
—¿Qué le importa a usted eso? —dijo K.
Pero Leni intervino:
—Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa —dijo Leni a K y sirvió la sopa en un plato—. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme.
—Lo que voy a decirle le mantendrá despierto —dijo K.
—Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó:
—En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes.
—Ve —dijo K—, ve.
—Sé más amable —dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto.
K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
—Permanezca sentado —dijo K, y puso una silla a su lado—. ¿Es un viejo cliente del abogado? —preguntó K.
—Sí —dijo el comerciante—, desde hace muchos años.
—¿Cuántos años hace que le representa? —preguntó K.
—No sé qué quiere decir —dijo el comerciante—, en asuntos jurídicos y de negocios —tengo un negocio de granos—, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años —añadió, y sacó una cartera—. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años.
K se acercó aún más a él.
—Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios —dijo K.
Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora.
—Cierto —dijo el comerciante, y susurró a K—: Se dice incluso que es más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.
Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo:
—Le suplico que no me traicione.
K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
—No se preocupe, no soy ningún traidor.
—Él es muy vengativo —dijo el comerciante.
—No hará nada contra un cliente tan fiel —dijo K.
—¡Oh, sí! —dijo el comerciante—, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le soy tan fiel.
—¿Por qué no? —preguntó K.
—¿Puedo confiarle algo? —preguntó el comerciante indeciso.
—Creo que puede—dijo K.
—Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.
—Es usted muy precavido —dijo K—, le diré un secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el abogado?
—Yo tengo. —dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera confesando algo deshonroso—, además de él tengo otros abogados.
—Eso no es tan malo —dijo K un poco decepcionado.
—Aquí sí —dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K tuvo más confianza—. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros aboga dos intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados.
—¡Cinco! —exclamó K, el número le dejó asombrado—. ¿Cinco abogados además de éste?
El comerciante asintió:
—Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.
—Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? —preguntó K.
—Los necesito a todos —dijo el comerciante.
—¿Me lo puede explicar?
—Encantado —dijo el comerciante—. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz. Este repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.
—Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? —preguntó K—. Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.
—Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco —dijo el comerciante—. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.
—¿Cómo sabe que he estado allí? —preguntó K.
—Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.
—¡Qué casualidad! —exclamó K, tan absorbido por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante—. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez.
—No es tanta casualidad —dijo el comerciante—, estoy allí casi todos los días.
—Tendré que ir más —dijo K—, pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.
—No —dijo el comerciante—, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez.
—Así que ya lo sabía —dijo K—, entonces mi comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?
—No —dijo el comerciante—. Todo lo contrario. No son más que tonterías.
—¿Que son tonterías? —preguntó K.
—¿Por qué pregunta eso? —dijo el comerciante enojado—. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.
—¿En mis labios? —preguntó K, sacó un espejo y se contempló—. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted?
—Yo tampoco —dijo el comerciante—. Nada en absoluto.
—Qué supersticiosa es la gente —exclamó K.
—¿Acaso no lo dije? —preguntó el comerciante.
—¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? —preguntó K—. Hasta ahora me he mantenido apartado.
—Por regla general no conversan entre ellos —dijo el comerciante—, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas.
—Yo vi a los señores en la sala de espera —dijo K—, y su espera me pareció inútil.
—Esperar no es inútil —dijo el comerciante—, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer —yo mismo lo creí al principio—, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende?
—No —dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez—, pero quisiera pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien.
—Está bien que me lo recuerde —dijo el comerciante—, usted es nuevo, un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo.
—¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? —preguntó K, aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.
—Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años —dijo el comerciante hundiendo la cabeza—, no es un logro pequeño —y se calló un rato.
K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa.
—Recuerdo muy bien —comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención— cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él.
«Aquí me voy a enterar de todo» —pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia.
—Mi proceso —continuó el comerciante— no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, ,presentó varios escritos judiciales.
—¿Varios escritos judiciales?
—Sí, cierto —dijo el comerciante.
—Eso es importante para mí —dijo K—, en mi causa aún trabaja en el primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente.
—Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas —dijo el comerciante—. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.
—¿Qué progreso quería usted ver? —preguntó K.
—Sus preguntas son muy razonables —dijo el comerciante sonriendo—, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia—hoy, con el teléfono, es mucho mejor—, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.
—¿Los grandes abogados? —preguntó K—. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer contacto con ellos?
—Así que usted aún no ha oído hablar de ellos —dijo el comerciante—. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo o lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo r la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
—¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados? —preguntó K.
—No por mucho tiempo —dijo el comerciante, y sonrió otra vez—, por supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es especialmente favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a los abogados intrusos.
—Qué bien estáis sentados los dos juntos —exclamó Leni, que había regresado con el plato de sopa.
Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que además de su pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se inclinara para poder oír lo que decía.
—Un momento todavía —gritó K, rechazando a Leni y agitando impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante.
—Quería que le contase mi proceso —dijo el comerciante a Leni.
—Sigue, sigue contando —dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño, pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en el pantalón.
—Quería hablarme de los abogados intrusos —dijo K y, sin más comentarios, dio una palmada en la mano de Leni.
—¿Qué quieres? —preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su trabajo.
—Sí, de los abogados intrusos —dijo el comerciante y se pasó la mano sobre la frente, como si reflexionara.
K quiso ayudarle y dijo:
—Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados intrusos.
—Ah, sí, cierto —dijo el comerciante, pero no continuó hablando
«Es posible que no quiera hablar delante de Leni» —pensó K. Dominó su impaciencia por oír el resto y no le presionó más.
—¿Me has anunciado? —preguntó a Leni.
—Naturalmente —dijo ella—, te está esperando. Deja a Block, con él puedes hablar más tarde, se quedará aquí.
K aún dudaba.
—¿Quiere quedarse aquí? —preguntó al comerciante. Quería oír su propia respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero otra vez fue Leni la que respondió:
—Duerme aquí con frecuencia.
—¿Duerme aquí? —preguntó al comerciante. K había creído que esperaría allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias.
—Sí —dijo Leni—, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver al abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el abogado te reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me quieras.
«¿Que te quiera?» —pensó K en el primer momento, luego le pasó por la cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas palabras:
—Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de extraños, debería estar mendigando a casa paso.
—¿Qué mal está hoy, verdad? —preguntó Leni al comerciante.
«Ahora soy yo el ausente» —pensó K, y casi se enoja con el comerciante al asumir éste la descortesía de Leni y decir:
—El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de Más tarde será diferente.
—Sí, sí —dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo—. ¡Cómo bromea! No le creas nada—dijo Leni volviéndose a K—. Es tan cariñoso como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede soportar. Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama no está preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche. Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la visita.
K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la vergüenza:
—Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado.
—Sólo se queja para guardar las apariencias —dijo Leni—, le encanta dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.
Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe.
—¿Quieres ver dónde duerme? —preguntó.
K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas, ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero, una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso.
—¿Duerme en la habitación de la criada? —preguntó K volviéndose hacia el comerciante.
—Leni la ha arreglado para mí —respondió el comerciante—. Dormir en ella es muy ventajoso.
K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente, K no soportó por más tiempo la visión del comerciante.
—¡Llévatelo a la cama! —le gritó a Leni, que pareció no entenderle. Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia, liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del comerciante. Pero antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a él en voz baja:
—Señor gerente.
K se volvió enojado.
—Ha olvidado su promesa —dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y miró a K suplicante—. Me tiene que decir un secreto.
—Es verdad —dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella prestó atención a lo que iba a decir—. Escuche, aunque ya no es ningún secreto. Voy a ver al abogado para despedirle.
—¡Le despide! —gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor de la cocina con los brazos en alto.
Una y otra vez gritaba:
—¡Despide al abogado!
Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino, por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie, le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio obligada a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en la habitación. K cerró la puerta con llave.
—Le espero desde hace tiempo —dijo el abogado desde la cama, dejó un escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la mesilla de noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos penetrantes. En vez de disculparse, K dijo:
—Me iré en seguida.
El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa, y dijo:
—La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada.
—No importa—dijo K.
El abogado le lanzó una mirada interrogativa.
—Siéntese —dijo.
—Como guste —dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche.
—Me parece que ha cerrado la puerta con llave —dijo el abogado.
—Sí —dijo K—, ha sido por Leni.
No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado preguntó:
—¿Ha vuelto a ser atrevida?
—¿Atrevida? —preguntó K.
—Sí —dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó riendo en cuanto se le pasó.
—Usted habrá notado ya su osadía—dijo, y dio unos ligeros golpecitos en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche, retirándola ahora de inmediato.
—No le da importancia —dijo el abogado cuando K se quedó callado—, mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama, al menos aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted parece serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que, efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo, los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los acusados entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues —y aquí tengo que hablar como abogado— no todos son culpables; tampoco puede ser la pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados; por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo, les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son guapos, incluso Block, ese gusano miserable.
Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con informaciones generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había realizado algo en su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio:
—Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad?
—Sí —dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al abogado—, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus servicios.
—¿Le he entendido bien? —preguntó el abogado, se incorporó en la cama y se apoyó con una mano en la almohada.
—Creo que sí —dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al acecho.
—Bien, podemos discutir ese plan —dijo el abogado transcurrido un rato.
—Ya no es ningún plan —dijo K.
—Puede ser —dijo el abogado—, pero tampoco nos vamos a precipitar.
Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su defensor, sí, al menos, su consejero.
—No es precipitado —dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás de la silla—, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La decisión es definitiva.
—Al menos permítame decir algunas palabras —dijo el abogado, que se quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas, cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera una manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo:
—Se expone inútilmente a un enfriamiento.
—El motivo es lo suficientemente importante —dijo el abogado, mientras cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas con la manta que le había llevado K—. Su tío es mi amigo y también le he cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme de ello.
Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que él hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban que cambiase de decisión.
—Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí —dijo—, también reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha afianzado en mí la convicción de que no es suficiente. Por supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le ruego que me perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy convencido de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que se han empleado hasta ahora.
—Le comprendo —dijo el abogado—. Usted es impaciente.
—No soy impaciente —dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus palabras—. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues al encargar al abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve tantas preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto, me afecta cada vez más.
K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—Desde un punto de vista práctico —dijo el abogado en voz baja y con tranquilidad—, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted está ahora ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en la misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo.
—Entonces todos esos acusados —dijo K— tenían la misma razón que yo tengo. Eso no refuta mis ideas.
—Yo no pretendía refutar su opinión —dijo el abogado—, sólo quería añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre todo porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y de mi actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que, a pesar de mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone muy fácil.
¡Cómo se humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor de su gremio, que en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo hacía? Según las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un hombre rico, en su caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida de un cliente. Por añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en reducir su trabajo. No obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso era por el tío, o consideraba el proceso de K tan extraordinario que podría distinguirse ya fuese ante K o —la posibilidad no se podía excluir— ante sus amigos del tribunal? De su actitud no se podía deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada escrutadora. Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente neutral el efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio de K de un modo demasiado favorable, ya que continuó:
—Habrá notado que tengo un bufete grande pero que no empleo a pasantes. Antes era distinto, hubo un tiempo en que trabajaban para mí jóvenes juristas, hoy trabajo solo. En parte se debe a que me he ido restringiendo a asuntos como el suyo, en parte debido al profundo conocimiento que he ido acumulando acerca de esta judicatura. Pensé que un trabajo así no se puede delegar en nadie, que al hacerlo traicionaría al cliente y la tarea que había asumido. La decisión de realizar todo el trabajo por mí mismo tuvo consecuencias naturales: tuve que renunciar a casi todos los casos y sólo aceptar los que tenían un interés especial para mí. A fin de cuentas hay suficientes criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre cada mendrugo que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo. No obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera debido rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo en los procesos que he asumido es algo que ha resultado necesario y ha sido premiado con éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un escrito la diferencia entre la representación de mi cliente en asuntos judiciales normales y la representación en este tipo de asuntos. Decía: «Uno de los abogados lleva a su cliente de una hebra de hilo hasta la sentencia, el otro sube a su cliente sobre sus hombros y lo lleva así, sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso, más allá de ella». Así es. Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he lamentado asumir este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se equivoca de manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento.
K no sólo no se dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez más impaciente. Creyó percibir en el tono del abogado lo que le esperaría si cedía: comenzarían de nuevo los consuelos; se repetirían las menciones acerca de la redacción avanzada del escrito judicial, acerca del estado de ánimo de los funcionarios, pero también sobre las dificultades que se oponían al trabajo. En suma, todo eso, ya conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para embaucar a K con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas. Tenía que impedirlo definitivamente, así que dijo:
—¿Qué emprendería si mantuviese mi representación?
El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó:
—Continuar con las diligencias ya iniciadas.
—Ya lo sabía —dijo K—. Cualquier palabra más resulta superflua.
—Haré todavía un intento —dijo el abogado, como si lo que irritaba a K le afectara en realidad a él—. Tengo la sospecha de que usted ha sido llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comporta! miento por el hecho de que, a pesar de ser un acusado, se le ha tratado demasiado bien o, mejor expresado, con aparente indulgencia. También esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar encadenado que libre. Pero quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar a Block, abra la puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche.
—Encantado —dijo K, e hizo lo que el abogado le había pedido. Siempre estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse, preguntó:
—Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi confianza?
—Sí —dijo el abogado—, pero hoy mismo puede rectificar.
Se acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la pared. Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con miradas fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al lado de la mesilla de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo una ligera seña con la cabeza a K, que la contempló rígido, y sonrió.
—Trae a Block—dijo el abogado.
En vez de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y gritó:
—¡Block! ¡El abogado te llama! —luego se puso detrás de K, ya que el abogado continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A partir de ese momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el respaldo de su silla y acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y mejillas. Finalmente, K intentó impedírselo al coger una de sus manos, que ella, después de resistirse algo, dejó en su poder.
Block llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía reflexionar si debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la cabeza como si estuviera esperando a que se repitiese la orden del abogado. K habría podido animarle a entrar, pero había decidido romper definitivamente no sólo con el abogado, sino con todo lo que había en casa, así que permaneció imperturbable. Leni tampoco habló. Block notó que nadie, en principio, le echaba, por lo que entró de puntillas, con los músculos del rostro tensos y las manos a la espalda, en una posición artificial. Dejó la puerta abierta para posibilitar una retirada. No miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la manta bajo la que se encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por la postura adoptada. Pero entonces se oyó su voz:
—¿Block aquí? —preguntó el abogado.
Esa pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un buen trecho, le causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro en la espalda, se tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo:
—A su servicio.
—¿Qué quieres? —preguntó el abogado—. Vienes en un momento inoportuno.
—¿No me ha llamado? —preguntó Block, más a sí mismo que al abogado, y puso las manos hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a salir corriendo.
—Te he llamado —dijo el abogado—, pero vienes en un momento inoportuno —y tras una pausa añadió—: Siempre vienes en un momento inoportuno.
Desde que el abogado comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la cama, más bien se quedó como petrificado en una esquina y se dedicaba exclusivamente a escuchar, como si la visión del que hablaba le deslumbrase tanto que no pudiese soportarlo. Pero escuchar al abogado era difícil, pues seguía de cara a la pared y hablaba despacio y rápido.
—¿Quiere que me vaya? —preguntó Block.
—Bueno, ya que estás aquí —dijo el abogado—, ¡quédate!
Se podía creer que el abogado no había satisfecho el deseo de Block, sino que le había amenazado con azotarle, pues Block comenzó temblar.
—Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la conversación terminó centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo?
—¡Oh!, por favor—dijo Block.
Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra vez su súplica y se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se dirigió a él:
—¿Qué haces? —exclamó.
Leni intentó que no interviniera, por eso K cogió también su otra mano. No las apretaba precisamente con amor. Ella se quejaba e intentaba liberar las manos. Pero por culpa de la exclamación de K, el abogado castigó a Block:
—¿Quién es tu abogado? —preguntó el Dr. Huld.
—Usted —dijo Block.
—¿Quién más? —preguntó el abogado.
—Nadie más—dijo Block.
—Entonces no obedezcas a nadie más.
Block reconoció la situación, dirigió a K miradas malignas y sacudió la cabeza. Si se hubieran podido traducir esos gestos en palabras, habrían sido graves insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar amigablemente K sobre su causa!
—Ya no te molestaré más —dijo K reclinado en la silla—. Arrodíllate o ponte a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me importa.
Pero Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia él con los puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la cercanía del abogado:
—No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y, además, aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo, sólo somos tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted también es un acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue siendo un señor, yo también, y aún más digno que usted. Y quiero que se dirija a mí como corresponde. Si se cree que es un privilegiado al estar sentado ahí y poder escuchar tranquilamente, mientras yo, como usted dice, me pongo a cuatro patas, le recuerdo la vieja máxima judicial: «Para el sospechoso es mejor moverse que sentarse, pues el que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser pesado según sus pecados».
K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con ojos inmóviles, a ese hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en las últimas horas! ¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y el que no le dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el enemigo? ¿No se daba cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente y que no pretendía otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así, tal vez, someterlo? Si Block no era capaz de darse cuenta, o si tanto temía al abogado que ese conocimiento no le ayudaba en nada, ¿cómo era posible que repentinamente se tornase tan astuto u osado corno para intentar engañar al abogado y ocultarle que tenía a su servicio a otros abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en cualquier momento podía revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a la mesa del abogado y comenzó a quejarse de K:
—Señor abogado —dijo—, ¿ha oído cómo me ha tratado ese hombre? Se pueden contar las horas de su proceso y quiere darme lecciones, a mí, que ya llevo cinco años de proceso. Incluso me insulta. No sabe nada y me insulta, a mí, que he estudiado, tanto como mis fuerzas lo han permitido, lo que es decencia, deber y lo que son usos judiciales.
—No te preocupes —dijo el abogado— y haz lo que te parezca correcto.
—Cierto —dijo Block, como si él mismo se animase y, después de a corta mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama—. Ya me arrodillo, mi abogado—dijo.
Pero el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una mano. Leni, liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora reinaba:
—Me haces daño. Déjame. Me voy con Block.
Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama. Block se alegró. Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le ayudase ante el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del abogado, aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los abogados. Leni sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del anciano y frunció los labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block le dio un beso en la mano y repitió el beso a petición de Leni. Pero el abogado seguía callado. Leni, entonces, se acercó a él, su esbelta figura se hizo visible al estirarse sobre la cama, y acarició su rostro inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso le obligó a contestar.
—Estoy dudando en decírselo —dijo el abogado y se pudo ver cómo sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias de Leni. Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar estuviese incumpliendo un mandamiento.
—¿Por qué dudas? —preguntó Leni.
K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block era el único para el que no perdería su novedad.
—¿Cómo se ha portado hoy? —preguntó el abogado en vez de responder.
Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente, ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo:
—Ha estado tranquilo y ha sido diligente.
Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado podía pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran, pues, los resultados del método empleado por el abogado, al que K, por fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. K escuchó todo actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una instancia superior.
—¿Qué ha hecho durante todo el día? —preguntó el abogado.
—Le he encerrado en el cuarto de la criada —dijo Leni—, donde normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el tiempo arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión. Además, la ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es.
—Me alegra oírlo —dijo el abogado—, pero, ¿se enteraba de lo que leía?
Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios, aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni.
—A eso no puedo responder con seguridad —dijo Leni—. Lo único que sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos que le has dejado son, con seguridad, difíciles de entender.
—Sí —dijo el abogado—, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block. También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin interrupción?
—Casi sin interrupción —respondió Leni—, una vez pidió agua. Le di un vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer.
Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su confusión al oír las palabras siguientes del abogado.
—Le alabas —dijo el abogado—, pero precisamente eso es lo que me impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni sobre Block ni sobre su proceso.
—¿No ha sido favorable? —preguntó Leni—. ¿Cómo es posible?.
Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez.
—Nada favorables —dijo el abogado—. El juez, incluso, se mostró desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block. «No me hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente. No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente. Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia. Qué diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block—dijo el abogado, pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados, aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente.
—Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia —dijo el abogado—. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir la opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo, acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la mía. Una diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según la opinión de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con saber que hay mucho que habla en contra.
Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras del juez.
—Block —dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia arriba del cuello de la chaqueta—, deja la manta y escucha al abogado.