Читать книгу La ruta del afecto - Gabriel Gobelli - Страница 21

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Permanecí un tiempo en un ambiente de persianas bajas donde la luz diurna de ese verano abrasador ingresaba a modo de cuchillas luminosas entre las hendijas de las casi cerradas cortinas de enrollar. Cumplí con los rituales diarios dentro de una atmósfera silenciosa. Me acoplé al intervalo tácito que suelen tener naturalmente las personas en su relación con el mundo exterior luego de una tragedia. Dejé de ir a la pileta del club que se erigía usualmente en epicentro veraniego.

El ingreso en la adolescencia me ubicaba en la necesidad y el deseo de dejar la pileta familiar de los amigos del barrio para integrarme al club donde concurrían compañeros de colegio y las chicas que empezaban a interesarme. Ser habitante de un pueblo chico de la pampa húmeda nos ponía ante la “obligación” de tener conquistas tempranas. No había margen dentro de los pequeños grupos de amigos de mostrar flaquezas o dudas. Las conquistas se contaban como victorias que sumaban a un ranking implícito que flotaban en el conocimiento de los pares pueblerinos. Padecí esa presión. En ese contexto, a unos treinta días de haber comenzado la reclusión involuntaria, volví al club. Me sentí observado. Salí del vestuario por la puerta que desembocaba en la pileta sobre el cemento alisado que la rodeaba perimetralmente. A la manera de los túneles de las canchas de futbol, la salida se efectuaba por unos escalones. Los accesos a los vestuarios, damas y caballeros, se ubicaban en el medio de los lados cortos del perímetro de la pileta. Recorrí aquella tarde del retorno ese túnel que me depositó en el nuevo escenario. Lleno de temores, de inseguridades y con la certeza de que parte de los integrantes de mi familia no saldría más por esas puertas.

Día 9

Es un sábado lluvioso y frío en Buenos Aires. Vence a la tentación de la siesta y se dirige con su hija mayor a las pistas contiguas del autódromo a practicar manejo para que ella pueda sacar su registro de conducir. Ella ha sido una de las destinatarias de los primeros escritos de su historia no contada. En determinado momento ella comienza a preguntar y él contesta. Pregunta por las repercusiones de las historias íntimas que ha compartido con familiares y amigos. Él contesta. Hablan de la vida, como suele hacer con ella cuando lo acompaña en los viajes de trabajo. Pero esta vez hablan de cosas no dichas. Su hija le dice que aquellos casilleros vacíos de la composición de la historia familiar empiezan a completarse con la aparición en escena de su abuela y su tío. Él le habla de períodos muy duros donde ella ya existía, le habla de los períodos que se vio preso de una profunda depresión muchas veces solapada. Su hija le devuelve apreciaciones brillantes, sentidas, como sabiendo que algún día iban a empezar a hablar de ese agujero negro subyacente en el relato familiar.

Vuelven por la autopista y piensa y repiensa la charla que acaba de tener con su hija. Le vienen a la cabeza las palabras de su cuñado: “Esa maravilla que son las chicas, también se empezaron a gestar esa noche trágica”.

La ruta del afecto

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