Читать книгу La ruta del afecto - Gabriel Gobelli - Страница 9

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Mi madre debió imaginar esa casa desde el día en que la vida le puso enfrente a mi padre en esa corta distancia que separaba la panadería de la gomería de Mino en la vereda de la Avenida Mitre, lugar al que mi abuela había concurrido acompañada de su hija mayor a visitar a los muchos parientes que había dejado en 9 de Julio. A los quince años vislumbró que su destino sería ese pueblo de la pampa húmeda donde su mamá había nacido y vivido hasta emigrar a la gran ciudad en busca de un futuro distinto.

Quince años después de ese primer chispazo premonitorio, mi madre se encontraba al comando de una empresa que en algún sentido cristalizaría parte de su idea de felicidad. Junto a mi padre, compraron un terreno, eligieron constructor y proyectista y decidieron emprender el sueño de la casa propia. La materialización de la casa de la calle Río Uruguay se solventaría con la totalidad del sueldo que mamá ganaba en las oficinas de una empresa de envases textiles. La acompañé durante todo ese proceso que medió desde las primeras reuniones con el ingeniero hasta el día de la mudanza.

Mi pasión por jugar con los “Mil ladrillos”, la marca de bloques de aquella época, fue una semilla que el proceso de concreción de la casa disparó hacia la elección de mi profesión. Quería ser ingeniero, pensaba que eran como los arquitectos pero que podían hacer edificios más grandes. Pero cuando a mediados de cuarto año el arquitecto Alejandro Roca vino al colegio a hacer una suplencia en la materia de geografía, compartí algunas charlas con él al final de la hora que me sirvieron para darme cuenta de las particularidades de mi futura profesión.

Tenía 12 años cuando atesoraba esos planos materializados en copias heliográficas color rojo y los miraba insistentemente. Una bic roja era la herramienta para reproducirlos en hojas cuadriculadas que me permitían tener referencias de la escala. Las lapiceras a fuente, que por obligación usaba en la escuela entre manchas y secantes, aún estaban lejos de enamorarme para siempre.

Día 1

Su amigo le sugirió que escribiera tres páginas por día, un ritual programado respetando los mismos horarios. Empieza sin tema, en un horario inusual en un lugar no frecuentado. Se deja llevar por la fluidez de la pluma, esa herramienta que identifica a los arquitectos y que a él en particular le genera ganas de tener muchas, más de las necesarias. Le gustan desde las que se venden en el supermercado hasta la Montblanc que le regaló su esposa cuando arribó al inicio de la sexta década. Esta historia de amor, aunque en aquel momento no se diera cuenta fehacientemente de que el hechizo lo estaba envolviendo, comenzó en la primaria. Parker era su favorita por sobre la Sheaffer. Conserva una negra con tapa de acero inoxidable en perfecto estado de funcionamiento.

La pasión por las lapiceras tiene su complemento en su amor por las libretas, cuadernos, anotadores. De hojas lisas donde los dibujos y palabras no tienen apoyo. Se equilibran según la mayor o menor pericia del escribiente. Siempre experimenta el goce de comenzar una nueva. Para volcar apuntes y croquis en las vacaciones, para dibujos de trabajo, para notas de los visitantes a sus muestras de pintura que monta periódicamente.

Comienza este cuaderno adentrándose en un mundo nuevo, el de la escritura. Elige la Parker para deslizar las primeras palabras sobre la superficie blanca de las primeras páginas. Disfruta de ese trazo pleno, caudaloso que ofrecen las plumas cuando se acuestan. Dibuja la letra, la modela, siente la fragancia de la tinta.

Convive diariamente con la tentación de comprar lapiceras. Hace unos días reparó en la ausencia de una LAMY clásica en su colección. Se dio un gusto, de algo seguramente prescindible a la vista de los demás, comprando una color azul. Tuvo muchas y extravió en la misma medida. Roja, blanca, amarilla y gris figuran en el inventario de extravíos. Cuando adquiere una nueva, va en busca de las otras, las revisa, las limpia, las cuida, les repone tinta y probablemente se quede usando alguna de ellas postergando a la recién llegada. La pérdida de una lapicera no es un hecho intrascendente y no guarda relación con su valor económico. Lo introduce en un proceso de búsqueda frenética en los distintos lugares donde se pudo haber extraviado. Pasado un período de algunos días empieza a aceptarlo y aparecen los últimos estertores aislados de búsqueda, hasta que se van aquietando y finalmente se resigna a la pérdida definitiva.

La lapicera Montblanc sólo la usa en el estudio. Sabe del riesgo de sacarla y alterna su uso con las demás. Días atrás la golpeó accidentalmente y se dobló la pluma, hecho que produjo que su trazo se desvirtuara. Se sintió mal. Suele tener en general una marcada impaciencia por restablecer el funcionamiento de elementos que se dañan; fue más agudo en este caso. Ordenó mentalmente la agenda del día siguiente para correr hasta el centro y dejarla en el service. Disfrutó plenamente esa noche de ir al fútbol con amigos, aunque no dejó de pensar en la averiada lapicera ni un segundo.

La ruta del afecto

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