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Se nos cayó el 20-20

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Al principio del año 2020, decían los astrólogos: “La conjunción de Plutón, Júpiter y Saturno en Capricornio por primera vez en 500 años supondrá, según los expertos en astrología, el inicio de un cambio a escala global”. Podríamos decir que esto explica todo. La llegada del COVID-19 nos confrontó con la fragilidad de nuestros modos de existencia y, simultáneamente, evidenció de modo contundente las desigualdades, las inequidades y las violencias de género, raciales, económicas, todas exclusiones y demarcaciones sufridas por el grueso de la población mundial que, dicho de paso, conforman las nada sólidas bases de nuestra denominada “civilización”.

Recordemos que al menos en México y quizá en toda América Latina, la cuarentena y “el-quedate-en-tu-casa”, sólo es posible porque un ejército de personas continúa sembrando alimento, transportando bienes, brindando servicios básicos, y garantizando, así, el funcionamiento de la infraestructura. Parásitos (2019), el más reciente filme de Boon Joo-ho, podría ser una imagen preciosa y terrible del preámbulo al 2020. Imaginemos, como hace Anna L. Tsing, las fricciones, los cambios de escala o las conexiones parciales que permiten aquella experiencia dantesca que ha llegado a ser la vida virtual. Esta simultaneidad de relaciones físicas prohibidas e intensidades online que vive la “mayoría”… se sostienen sobre una intrincada relacionalidad. En la emergencia redescubrimos todo lo que parecía autoevidente y que tomamos como hechos cuasi naturales: todo aquello que, como advirtió Roy Wagner (1981), es en realidad una invención, no algo dado, pero en nuestra sociedad está definido por la desigualdad, la jerarquía y la violencia sistemática. Por cierto, aquella “mayoría¨ –generalmente representada por hombres, blancos, clase media, conservadores, etc.– es, como podrán imaginar, más pequeña que los mosquitos, por utilizar palabras de Gilles Deleuze y Félix Guattari (Viveiros de Castro 2020: 7).

Usando un lenguaje menos esotérico, para algunos 2020 es un año que arrebató con un manotazo sobre la mesa la ilusión de no pasar por grandes desastres o del “no llegaré a verlo”, tendencialmente asociados con las guerras. De hecho, la guerra fue una metáfora para comprender globalmente la presencia del COVID-19 para cierta generación. Algunos de los promotores de la metáfora de la guerra han logrado concretar sus sueños genocidas utilizando este virus como un arma: pensemos en Brasil o en Nicaragua, por ejemplo.

Para algunos, que en la década de 1980 escucharon el No Future en las calles, siempre acompañado de gas lacrimógeno, pero siempre sabiendo que no era real y que aún restaba mucho futuro, el tiempo del no future punk, ha comenzado. Como bien dijeron Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro (2014), “el fin del mundo es un tema infinito hasta que sucede”. Ahora es el Tiempo del fin (Anders 2007), pero para algunos la sorpresa es mayor porque el fin del mundo es un proceso más bien lento y tedioso, como afirma T. S. Eliot en el poema The Hollow Men “This is the way the world ends, Not with a bang but with a whimper” (citado en Danowski y Viveiros de Castro 2014: 59).

Pero para otros, la experiencia del fin del mundo propio, siempre estuvo presente. Antes del COVID-19, cientos de personas morían (y mueren) en México por epidemias de communicable diseases, como la tuberculosis en la Sierra Tarahumara (ver Fujigaki Lares en este libro) y como declaró Josefa Sánchez Cordero, compañera zoque del curso-seminario de Cosmopolítica: “no hay nada más viejo que el fin del mundo”.

Esta serie de situaciones irrumpió evidentemente en nuestras vidas y en nuestro oficio. Y en la coexistencia de estas experiencias tan divergentes sobre el COVID-19 es que miramos, sorprendidos, cómo en los espacios íntimos de la experiencia, en nuestros propios cuerpos, habitamos la conexión y las disyunciones entre distintos mundos de los que hablaba Stengers y, sobre todo, residimos en el desconocido fundamental que los articula.

Fue así que ante aquella irrupción, decidimos hacer una pausa, es decir, ralentizar el pensamiento (Stengers 1997, 2010), pues algunos de nosotros consideramos que si la cosmopolítica tenía algún sentido era justamente para comprender lo que sucedía. Aquí valdría recordar que antes de ese momento en que “la normalidad” entró al campo de la reflexividad radical, algunas mujeres en México hicieron una pausa previa –hablando de preámbulos– para exigir una intervención colectiva e institucional ante las condiciones necropolíticas que vivían (y vivimos) cotidianamente en México. ¿Cómo fue un día sin mujeres? ¿Cómo ha sido nuestro mundo sin ese complicado “nosotros” de definir? ¿Cómo serían los mundos (humanos y no humanos) sin nuestro modo de existencia basado en la constante aceleración de la producción y el consumo? ¿Cómo podemos afrontar los sucesos altamente cosmopolíticos de los últimos meses? ¿Cómo afrontar una necropolítica que amenaza todo lo existente y obliga a tantos cuerpos a permanecer en diferentes situaciones de estar entre la vida y la muerte (Mbembe 2018)?

En un ambiente de total incertidumbre, decidimos retomar a Stengers. Revisamos detenidamente En el tiempo de las catástrofes que, publicado en 2009, fue escrito con una clarividencia asombrosa. En este libro, Stengers propone reconocer aquello que provoca la irrupción de Gaia –esta extraña diosa de la Tierra totalmente indiferente a nuestros proyectos y pensamientos– y sus consecuencias; así como aceptar que no somos los actores principales de esta historia. De la misma manera, convoca a reinventar los modos de producción y de cooperación para resistir a la barbarie que describíamos arriba. ¿Cómo hacerlo? Creando a partir de de lo desconocido y de la incertidumbre en una escala local que nos incluya, pues pensar el futuro se ha convertido en un derecho legítimo de todas y de todos. A la par revisamos detenidamente los capítulos que conforman el libro Arts of Living in a Damaged Planet, editado por Ana L. Tsing et al. (2017), un punto de convergencia, no sin fricciones, entre antropología, arte, biología, genética e historia. ¿Cómo imaginar un mundo en el cual el futuro es un derecho para todos pero, en contrapartida, se cancela la libertad de simplemente no preocuparse del futuro y no asumir responsabilidades? ¿Cómo reconocer que, pese a que nos guste imaginar que Gaia está furiosa con nosotros, poco le importamos, pues su presencia y fuerza poco tiene que ver con nuestros limitados conceptos sobre la acción y la agencia (Stengers 2010 [1993])? ¿Cómo afrontar que en esta nueva cosmopolítica, nunca fuimos modernos, claro, y más allá de esto, nunca fuimos individuos (Latour 1993, Tsing et al. 2017)? ¿Cómo reconocer, sin caer en lamentaciones antropocéntricas, que la vida más inteligente que conozcamos posiblemente vive, bajo la forma de complejas redes y comunidades holobiónticas de bacterias, en nuestros intestinos? (Tsing et al. 2017)

Con estas y otras cuestiones irresueltas, como las dedicadas al fin del mundo, continuamos con la elaboración de este volumen.

Alejandro Fujigaki Lares reúne estos campos de discusión en el capítulo titulado “La (di)solución de la muerte entre los rarámuri de México. Paradoja múltiple y tecnología ritual de transformaciones relacionales” para mostrar cómo los dispositivos, las máquinas, los laboratorios y las herramientas rituales de los rarámuri o tarahumaras que habitan en la Sierra Tarahumara, México, pueden ser inspiradoras para imaginar cómo afrontar las miles de muertes provocadas por el COVID-19 y la muerte misma de nuestro modo de existencia o, como estábamos diciendo, de nuestro mundo. En principio, vale destacar que los muertos no son “valores estadísticos”. En este texto, Fujigaki Lares describe la teoría etnográfica rarámuri sobre la transformación ontológica, epistemológica y política generada por la disyunción que provoca la muerte, reconfigurando los vínculos que constituían a la persona fallecida mediante un intenso trabajo colectivo que permite construir el olvido –quizá, dicho de paso, una labor más difícil que recordar–. Como Fujigaki Lares también ha analizado en otros de sus estudios etnográficos e históricos (2014, 2015, 2020), olvidar implica mucho trabajo ritual, mucho esfuerzo, porque requiere crear una bifurcación, un camino distinto. Pero como dice Benjamin (2008), citado en el capítulo de Navarrete Linares, si triunfa el enemigo, monohistórico y monocósmico, también estos muertos, con tanto trabajo olvidados, quedarían aniquilados.

En un tono análogo al de Marcio Goldman, Alejandro Fujigaki Lares echa mano de una traducción de las teorías y de las prácticas nativas para dar cuenta de problemas más amplios y, mediante el proceso dialógico implicado en dicha traducción, evidenciar las redes cosmopolíticas que constituyen el saber antropológico e histórico. Sin duda, los pueblos amerindios saben como lidiar con los fines del mundo, y con los fines de civilizaciones, aunque no lo deseen y pese a que sea una carga lamentable, tienen mucha experiencia con este tema (Bold 2019). Por ejemplo, el activismo ecológico de los wixarika de los que nos habla Johannes Neurath (2018) no busca “salvar el planeta”, sino defender las condiciones para crearlo o inventarlo.

Quizá esta podría ser una buena razón para acercarnos nuevamente a ellos y preguntarnos, como lo hizo Pierre Clastres, “¿Cómo abrir espacio para los otros?” (2015: 89). Y abrir espacio para los otros, como advirtió Viveiros de Castro, no significa tomarlos como modelos o hacerlos nuestras “víctimas” o “nuestros” redentores. Posiblemente, siguiendo de cerca a Clastres, sea pertinente imaginar nuestro oficio de antropólogos o de historiadores como un trabajo capaz de elucidar las condiciones de autodeterminación ontológica de los Otros, “lo que significa, entre otras cosas, reconocerles una consistencia sociopolítica propia, y, en cuanto tal, no transferible para nuestro mundo como si fuera la receta hace mucho tiempo perdida de la felicidad eterna universal” (Viveiros de Castro 2015: 318). Para mantener un diálogo con aquellos pueblos, con aquellos Otros que han vivido repetidas veces el fin del mundo, entonces es necesaria la cosmopolítica.

Se ve que algunos no queremos dejar de preguntar: ¿qué es a ciencia cierta la cosmopolítica? En “Cosmopolítica contra biopoder: vida, poder y autonomía entre los wixaritari” Johannes Neurath indica que “se trata de una corriente de pensamiento reflexivo y experimental, así que formular una definición rígida de cosmopolítica sería interrumpir un proceso que apenas está comenzando”. En este capítulo, Johannes describe cómo la diversidad de regímenes relacionales, ontológicos y cosmopolíticos en las prácticas de los huicholes o wixarika es experimentada como un estímulo para la reflexión. Su hipótesis es que estas prácticas complejas del conocimiento “posibilita que los huicholes tuapuritari –en un entorno que es económicamente complicado, inseguro y violento– puedan actuar tan bien en la política y normalmente lograr sus principales objetivos” (Neurath 2020).

Al igual que Navarrete Linares y los otros autores, Neurath reflexiona sobre la producción de la multiplicidad como un principio de lo político y de la política –otra vez nos encontramos aquí con Clastres– y, más aún, de la cosmopolítica. A diferencia de otras autoras y autores, las propuestas reunidas en este libro no sólo registran la pluralidad de prácticas políticas (eso estábamos diciendo arriba), sino que observan la proliferación de nuevas, contradictorias y múltiples relaciones (todas per se políticas). Interpelando a las lectoras y a los lectores, Neurath se pregunta ¿por qué elegir ser indígena o ser mestizo, cuando se puede tener las dos cosas? ¿Por qué optar por la síntesis cuando pueden diseminar las antítesis? ¿Cómo habitar la divergencia y convertirla en una potencia fundante de toda relación? Como en la propuesta del contra-mestizaje de Goldman, la cosmopolítica wixarika deja espacio para vivencias identitarias no-binarias, algo que la tradición occidental –o como la llamaría Strathern (2005), euroamericana– difícilmente puede entender.

Cosmopolítica y cosmohistoria: una anti-síntesis

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