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Procedimiento 2: la definición de la realidad

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El segundo procedimiento se relaciona con la definición de la esencia del devenir histórico en sí mismo y tiene que ver con lo que llamaremos “existencias” u “ontologías”, para retomar un concepto muy usado en la antropología contemporánea (Holbraad 2014). En el siglo XVI, para ser incorporados a la historia universal de la salvación cristiana, la única que daba sentido a todo acontecer humano e histórico, los indígenas fueron definidos como seres humanos con alma. Con el surgimiento de la historia universal moderna, se les buscó incorporar en las narraciones de progreso humano, vinculadas con una creciente racionalidad y con grados cada vez mayores de dominación política, y se estableció una diferencia tajante entre los mesoamericanos civilizados y los pueblos más “primitivos” del Norte.

Para la monohistoria estas operaciones de integración implicaban el reconocimiento de una simple realidad ontológica: si los indígenas son humanos entonces deben ser salvados o participar en la evolución de su raza. Desde una perspectiva cosmohistórica, lo que está en juego son juicios sobre las formas de “existencia” de los agentes históricos que permiten definir las relaciones con ellos. Reconocer a los indígenas como humanos, implica convertirlos en sujetos y objetos de relaciones de dominación: para salvar sus almas hay que conquistarlos, someterlos y obligarlos; para hacerlos evolucionar hay que agredir sus culturas, prohibirles el uso de sus lenguas, etc. Por ser humanos como nosotros, no tienen más opción que ser parte de nuestra historia y subordinarse al poder religioso, político y epistémico de Occidente. La manera en que se realiza este reconocimiento ontológico y su consecuente integración violenta se convierte en el tema central de la historia de los pueblos indígenas: en el periodo colonial, esta se centró en la conversión de los “paganos”; a partir del siglo XVIII, en las maneras de incorporar a los pueblos “primitivos” al progreso humano y redimirlos de su estado de atraso (Navarrete Linares 2015).

Paralelamente, las “existencias” de otros agentes en los mundos históricos indígenas también fueron sometidas a juicio y se les relegó a la categoría de seres naturales y sobrenaturales. En el siglo XVI, los entes divinos con que se relacionaban los pueblos indígenas fueron considerados como meros ídolos, productos del engaño y la manipulación humana, o como manifestaciones del demonio; incluso, en algunas ocasiones, como agentes subordinados a la providencia divina. El juicio sobre la “realidad” y el significado de sus acciones resultaría radicalmente diferente en cada uno de esos casos (Botta 2010). Desde la historia universal moderna el juicio sobre las “existencias” parece más simple, pues en principio descarta la realidad de cualquier agente sobrenatural (empezando por el propio Dios cristiano, y aún más en el caso de deidades “primitivas”), de modo que cualquiera de ellos es explicado como una variante moderna del ídolo: un invento social, un ser que no tiene existencia fuera de las creencias del grupo que lo creó (Gell 1998). Igualmente, cualquier intervención por parte de agentes que nosotros consideramos naturales (animales, montañas, fenómenos físicos) es considerada o un tipo de invención o una interpretación cultural de un fenómeno producido por las leyes naturales.

Desde las perspectivas de los indígenas, la negociación de las “existencias” entre los diferentes mundos históricos tenía y continúa teniendo una importancia más urgente. Implica, en primer lugar, una redefinición de su propio ser como humanos, y de los seres con los que se relacionan para vivir, en condiciones en extremo difíciles marcadas por la intolerancia religiosa y cultural, así como por las imposiciones políticas del régimen colonial y los gobiernos nacionales. Por decirlo de manera simplificada, podemos proponer que los agentes históricos amerindios buscaron y buscan seguir existiendo lo más posible según sus formas de ser, vinculadas con sus pasados aún presentes, sus espacios cargados de relaciones, así como sus prácticas culturales, a la vez que asumían algunas de los aspectos claves del ser de la humanidad cristiana. Lo mismo hicieron con los otros seres de sus mundos, las llamadas deidades y los entes naturales, pues procuraron mantener el reconocimiento de sus formas particulares de existir, que eran en muchas ocasiones inseparables de su propia existencia como “humanos”, a la vez que los integraban por necesidad al esquema cristiano de santos, demonios e ídolos, animales y paisaje. Estas complejas negociaciones confrontaron a diferentes actores dentro de las sociedades y los mundos históricos indígenas, y no estuvieron exentas de conflictos (Tavárez 2012). A su vez, fueron objeto de sospecha y persecución por parte de la ortodoxia cristiana y de la intolerancia moderna que no les reconocía legitimidad alguna, aunque por fortuna muchas veces no reconoció sus sutiles redefiniciones.

Cosmopolítica y cosmohistoria: una anti-síntesis

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